by P.I.G.
Hace días que la
calle luce desolada, en ella se puede sentir la penumbra y un ambiente poco
común. Huele a muerte, incluso el color amarillento que dibuja el panorama lo
corrobora. Las nubes cubren el cielo y lo tiñen con delgadas líneas grises; el
horizonte no está demasiado lejos.
Esta tarde los
fieles acudirán a la iglesia para venerar a su Dios crucificado, entrarán con
la firme intención de purificar su alma; saldrán con un cargo de conciencia que
les obligará a regresar una y otra vez hasta que por fin sean redimidos.
Ahí adentro todo es
rezos y plegarias, a las afueras de la
casa de Dios la vida corre aceleradamente, se vuelca en interminable dolor
y sufrimiento. El viento se detiene, las aves no vuelan, sólo reina el silencio
y la agonía.
Los restos abatidos
por una batalla perdida nunca más ofrecerán diezmo. Frente a la entrada
principal una mujer yace muerta con el vientre abierto, luciendo los intestinos
y la asquerosa grasa corpórea, como si se tratase de una exposición. Cerca de
ella, a unos cuantos metros, bajo una enorme piedra, un feto.
La escena es
brutal. Las luces que forman la cruz de la capilla se reflejan en el charco de
tibia sangre que cubre el asfalto, el hilo recorre los escalones de la escalera
hasta llegar al jardín. Las manos se elevan al cielo pidiendo redención, el
agua bendita cae sobre la cabeza de los pecadores; el padre pide por el alma de
los mortales. El cuerpo inerte de la mujer se encuentra desecho, las marcas de
los golpes se aprecian inmediatamente; imposible reconocerle pues el rostro
está deformado, la carne se desprende de éste. Los ojos parecen a punto de
reventar, la mandíbula está completamente dislocada, al igual que la nariz.
Quizá se trató de
un intento de violación, pues la ropa fue desprendida, mas no hay semen ni
alguna señal que compruebe dicha hipótesis. Los senos ensangrentados de la
mujer llaman la atención como lo hicieron en vida. El hombre colgado en la cruz
mira a sus hijos, sólo siente lástima por ellos, también les espera un funesto
destino. Las hostias son tragadas, el cuerpo de Dios es devorado; sabe a carne
humana, a sufrimiento, a pena.
El que debía ser el
próximo ser en mirar la luz fue sacado de las entrañas de su madre y asesinado
antes de nacer. Conoció el dolor sin haber pronunciado palabra alguna, sin
haber respirado el contaminado aire de la ciudad, sin haber probado el trago
amargo de la vida. Su frágil cuerpo fue aplastado por una roca una tarde en la
que el grueso de la sociedad se arrodilla frente a un ser inexplicablemente
omnipotente.
El culpable del
sangriento homicidio hizo la señal de la cruz después de guardar la filosa arma
entre sus ropajes; será aislado en una cárcel con barrotes de hormigón, pero ésa
es otra historia.
La
paz del señor esté con todos ustedes y que les permita olvidar que allá
afuera una mujer ha sido brutalmente asesinada por un ser que, al igual que
todos, busca vengarse de los asesinos de su Dios. La ceremonia ha terminado, para los fieles, para ella, para él.
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