by P.I.G.
Fue condenado al encierro durante 40 años en una lejana
prisión del condado. Su delito: homicidio y el homicidio fue más que
sangriento: asesinó despiadadamente a una mujer embarazada a las afueras de una
iglesia, abriendo un canal en su vientre y arrastrando a la criatura de siete
meses de gestación a unos cuantos metros del lugar. Sutileza criminal.
Lo demás fue historia. Se encuentra encerrado en una
habitación sufriendo el agotador caminar de los minutos, el terrible pesar de
la cotidianeidad y la rutina. El ambiente del lugar le impide respirar
normalmente, los fantasmas taciturnos de la oscuridad le persiguen a todos
lados. Al caer la noche la condena retoma su sentido original.
Pese a la sentencia impuesta, el juez prefirió revocarla
y condenarle a morir en la silla eléctrica, debido a las protestas sociales que
el caso ha originado.
Naturalmente los segundos corren tan aceleradamente, que
el hombre no se percata de ello. Durante la víspera no logró conciliar el
sueño, le fue imposible dejar de pensar en el súbito cambio que había
experimentado su vida. Tan sólo ideas vagas se reflejaban en las harto
contempladas cuatro paredes de la celda, tan sólo el frío aire que envolvía su
esquelético cuerpo.
Al salir el sol, dos hombres le levantan de la cama en la
que se encontraba reposando hace unos instantes, le llevan hacia el patíbulo
donde le espera el juez, un sacerdote y su verdugo. La sala, fría y desolada,
está embriagada de ese aroma característico de los cementerios.
El hombre, afable tanto en sus caminar como en sus
gestos, no parece dirigirse al doloroso aposento de la muerte, por el contrario;
incluso los presentes olvidaron por unos instantes cuál era el motivo de tan
fúnebre protocolo.
Pasan unos minutos antes de que el hombre sea llevado a
la silla y preparado como comúnmente se hace con los condenados. Al sentir la presión
de los grilletes y la húmeda esponja que conecta su cabeza con el casco
metálico, el hombre comienza a sentir un temor inusual proveniente de sus
entrañas. Su cuerpo tiembla desproporcionadamente y un sudor frío se desprende
de su espalda recorriendo todo su cuerpo, lo que le impide mantenerse pasivo.
La tranquilidad se pierde en un segundo. El sacerdote se
acerca, le pide mantenga la calma; reza como de costumbre frente al desapacible
sujeto, y con unas leves palabras pide por su alma. Posteriormente el juez
pregunta sobre su última petición, no encuentra respuesta. Los labios del
hombre están completamente contraídos; secos y pálidos se mueven lentamente sin
decir palabra alguna. La mirada se pierde en la soledad del lugar.
La rutinaria ceremonia culmina con el pronunciamiento del
juez; piden al verdugo iniciar las descargas.
El cuerpo del hombre se mueve con desesperación, intenta
escapar de las cadenas que ahora le atan a la muerte. Cierra los ojos
fuertemente y de inmediato vuelven a su memoria los recuerdos de aquel
asesinato. Ve a la mujer tirada en el asfalto, rodeada de una enorme mancha de
sangre, y el cuerpo del feto completamente destrozado cerca de su madre. Puede
escuchar los desesperados gritos de la víctima, los gritos del hijo que no
nació y sus pequeños ojos puestos en él funestamente.
Siente la muerte cerca, balbucea algunas palabras sin
sentido durante algunos segundos… mas la muerte no llega. Lentamente despega
los ojos y se encuentra con una habitación vacía. Ni el sacerdote, ni el juez o
su verdugo, nadie.
Un extraño alivio se apodera de él, al tiempo que
considera inexplicable la ausencia en la estancia. La muerte se ha postergado
por unos instantes, pero la idea de que todos regresarán a culminar su labor
sorpresivamente le aterroriza.
Es inusual tanta soledad, tanto silencio. Al paso de los
minutos la agonía se hace más latente. ¿Cuánto tardarán sus verdugos en volver?
La tranquilidad se esfuma y de nuevo la angustia se hace presa del cuerpo inerte
que se encuentra encadenado en la silla.
Los minutos se hacen horas y las horas días, días en
vela, a la espera de que la broma termine. ¿Qué será del hombre?
Alguien tendrá que venir para supervisar la zona, tal vez
otro como él será condenado y necesario será utilizar la sala y la silla, que
poco a poco se encarna con su piel, uniendo la carne con el acero, la vida con
la fría pieza inerte.
Sólo se trata de un hombre sin demasiado futuro; quizá la
vida no tiene absolutamente nada reservado para él, aun cuando le hubiese
permitido un día más de vida allá afuera, pues del otro lado de las paredes
todo es movimiento; los niños corren, la gente ríe, el viento sopla, el sol
cae, la gente vive, la música suena, las flores crecen y se marchitan, la gente
muere, pero no aquí, no en este lugar donde el hombre está solo consigo mismo.
¿A dónde irán a parar las lágrimas derramadas? ¿Quién
escuchará sus suplicas? ¿Compadecerá Dios
a este hombre y se permitirá un poco de tiempo para escuchar su última confesión?
No.
Vivirá ahí por la eternidad, alejado del mundo, de la
vida. La guerra no le tocará de cerca, no sentirá el dolor, ni olerá el aroma
de la sangre nunca más. Jamás volverá a probar el pan, olvidará el sabor del
agua, olvidará su nombre, su semblante, se olvidará de sí mismo. Jamás
recordará por qué está ahí encerrado sin poder moverse.
Nadie se preocupará porque, pese a que aún sigue
respirando, ha dejado de existir. El mundo caerá y sobre sus escombros renacerá,
y él seguirá en ese lugar, solo. En un principio había sido llamado a la cita
con la muerte y ahora, bajo extraños eones, será condenado a vivir atado,
aislado, hasta que la sed, el hambre o el cansancio le hagan fallecer, pues
nadie vendrá, se ocupará de él y se dignará a apretar el interruptor de
descargas.
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