miércoles, 29 de enero de 2014

One of these days

by P.I.G.

Fue condenado al encierro durante 40 años en una lejana prisión del condado. Su delito: homicidio y el homicidio fue más que sangriento: asesinó despiadadamente a una mujer embarazada a las afueras de una iglesia, abriendo un canal en su vientre y arrastrando a la criatura de siete meses de gestación a unos cuantos metros del lugar. Sutileza criminal.

Lo demás fue historia. Se encuentra encerrado en una habitación sufriendo el agotador caminar de los minutos, el terrible pesar de la cotidianeidad y la rutina. El ambiente del lugar le impide respirar normalmente, los fantasmas taciturnos de la oscuridad le persiguen a todos lados. Al caer la noche la condena retoma su sentido original.

Pese a la sentencia impuesta, el juez prefirió revocarla y condenarle a morir en la silla eléctrica, debido a las protestas sociales que el caso ha originado.

Naturalmente los segundos corren tan aceleradamente, que el hombre no se percata de ello. Durante la víspera no logró conciliar el sueño, le fue imposible dejar de pensar en el súbito cambio que había experimentado su vida. Tan sólo ideas vagas se reflejaban en las harto contempladas cuatro paredes de la celda, tan sólo el frío aire que envolvía su esquelético cuerpo.

Al salir el sol, dos hombres le levantan de la cama en la que se encontraba reposando hace unos instantes, le llevan hacia el patíbulo donde le espera el juez, un sacerdote y su verdugo. La sala, fría y desolada, está embriagada de ese aroma característico de los cementerios.

El hombre, afable tanto en sus caminar como en sus gestos, no parece dirigirse al doloroso aposento de la muerte, por el contrario; incluso los presentes olvidaron por unos instantes cuál era el motivo de tan fúnebre protocolo.

Pasan unos minutos antes de que el hombre sea llevado a la silla y preparado como comúnmente se hace con los condenados. Al sentir la presión de los grilletes y la húmeda esponja que conecta su cabeza con el casco metálico, el hombre comienza a sentir un temor inusual proveniente de sus entrañas. Su cuerpo tiembla desproporcionadamente y un sudor frío se desprende de su espalda recorriendo todo su cuerpo, lo que le impide mantenerse pasivo.

La tranquilidad se pierde en un segundo. El sacerdote se acerca, le pide mantenga la calma; reza como de costumbre frente al desapacible sujeto, y con unas leves palabras pide por su alma. Posteriormente el juez pregunta sobre su última petición, no encuentra respuesta. Los labios del hombre están completamente contraídos; secos y pálidos se mueven lentamente sin decir palabra alguna. La mirada se pierde en la soledad del lugar.

La rutinaria ceremonia culmina con el pronunciamiento del juez; piden al verdugo iniciar las descargas.

El cuerpo del hombre se mueve con desesperación, intenta escapar de las cadenas que ahora le atan a la muerte. Cierra los ojos fuertemente y de inmediato vuelven a su memoria los recuerdos de aquel asesinato. Ve a la mujer tirada en el asfalto, rodeada de una enorme mancha de sangre, y el cuerpo del feto completamente destrozado cerca de su madre. Puede escuchar los desesperados gritos de la víctima, los gritos del hijo que no nació y sus pequeños ojos puestos en él funestamente.

Siente la muerte cerca, balbucea algunas palabras sin sentido durante algunos segundos… mas la muerte no llega. Lentamente despega los ojos y se encuentra con una habitación vacía. Ni el sacerdote, ni el juez o su verdugo, nadie.

Un extraño alivio se apodera de él, al tiempo que considera inexplicable la ausencia en la estancia. La muerte se ha postergado por unos instantes, pero la idea de que todos regresarán a culminar su labor sorpresivamente le aterroriza.

Es inusual tanta soledad, tanto silencio. Al paso de los minutos la agonía se hace más latente. ¿Cuánto tardarán sus verdugos en volver? La tranquilidad se esfuma y de nuevo la angustia se hace presa del cuerpo inerte que se encuentra encadenado en la silla.  

Los minutos se hacen horas y las horas días, días en vela, a la espera de que la broma termine. ¿Qué será del hombre?

Alguien tendrá que venir para supervisar la zona, tal vez otro como él será condenado y necesario será utilizar la sala y la silla, que poco a poco se encarna con su piel, uniendo la carne con el acero, la vida con la fría pieza inerte.

Sólo se trata de un hombre sin demasiado futuro; quizá la vida no tiene absolutamente nada reservado para él, aun cuando le hubiese permitido un día más de vida allá afuera, pues del otro lado de las paredes todo es movimiento; los niños corren, la gente ríe, el viento sopla, el sol cae, la gente vive, la música suena, las flores crecen y se marchitan, la gente muere, pero no aquí, no en este lugar donde el hombre está solo consigo mismo.

¿A dónde irán a parar las lágrimas derramadas? ¿Quién escuchará sus suplicas? ¿Compadecerá  Dios a este hombre y se permitirá un poco de tiempo para escuchar su última confesión? No.

Vivirá ahí por la eternidad, alejado del mundo, de la vida. La guerra no le tocará de cerca, no sentirá el dolor, ni olerá el aroma de la sangre nunca más. Jamás volverá a probar el pan, olvidará el sabor del agua, olvidará su nombre, su semblante, se olvidará de sí mismo. Jamás recordará por qué está ahí encerrado sin poder moverse.

Nadie se preocupará porque, pese a que aún sigue respirando, ha dejado de existir. El mundo caerá y sobre sus escombros renacerá, y él seguirá en ese lugar, solo. En un principio había sido llamado a la cita con la muerte y ahora, bajo extraños eones, será condenado a vivir atado, aislado, hasta que la sed, el hambre o el cansancio le hagan fallecer, pues nadie vendrá, se ocupará de él y se dignará a apretar el interruptor de descargas.

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