lunes, 3 de febrero de 2014

De vuelta al ruedo

Pensé que retirarme a descansar sería lo mejor. Luego de tomar mis cosas y cambiarme de departamento juré que no volvería a escribir. No quería pensar. No quería ver lo que pasaba. En pocas palabras intentaba volverme uno de la manada. No funcionó.

Resultó que el primer mes lo pasé de lujo. Me levantaba temprano para ir a trabajar. Preparaba un desayuno decoroso, de esos que anuncian en la televisión para personas bien. Me vestía más formal que antes. Saludaba a mis colegas. Durante mi jornada laboral ya ni siquiera salía a fumar. En verdad estaba dispuesto a cambiar todo.

Pasó ese tiempo y el encantó se esfumó. No tuve la disciplina para prepararme una comida de lujo. No tuve paciencia para saludar a tanto hijoeputa que me pasaba por enfrente envuelto en sus aromas comprados en los centros comerciales por litro. Sin embargo lo peor fue que no me acostumbré a ser como los otros.

Desde pequeños se nos venden la historia del triunfo. Del maldito y supuesto triunfo que debemos tener a costa de cualquier cosa. Se debe triunfar en la escuela, con puros dieces aunque en la cabeza tengas mierda podrida. Se debe triunfar en el trabajo, en un sitio que está totalmente vendido, un lugar en el cual trabajas para que otro hijo de puta no trabaje. Se debe triunfar en la casa, siendo el padre, el hijo, la hermana, la madre ejemplar. Todos deben ser el número uno.

Me pregunté ¿por qué demonios debo ser alguien? No me explicaba el porqué había dejado mi cuartito en aquel edificio. No sé cuándo ni cómo se me metió a la cabeza que podía comportarme de una manera diferente. Me sentí una mierda. El hombre que había vendido su gusto para complacer a los demás era lo que veía en espejo todos los días.

Así que luego de azotarme tomé las riendas de nuevo. Era jueves. Había pasado dos o tres semanas. No fui a trabajar y me fui directo a un tugurio. Me pedí unas cervezas y como por arte de magia se me acercó una rubia. Tengo predilección por las morenas, de cabello ondulado y largas piernas. La rubia era todo lo contrario. Lacia, chaparra y con piernas rechonchas. No me iba a poner exigente. Estaba dando cambios en mi vida y si había saludado a todos los pendejetes de mi oficina por qué no me comería una nalgona rubiecita.

La primera cubeta con seis cervezas se fue como agua. Pedimos otra y ella comenzaba a intimar conmigo. Intimar de verdad. Me habló de su familia y de los problemas que tenían en esa semana. Su hijo estaba grave en el hospital a causa de una neumonía. La abuela cuidaba al nieto mientras mamá se ganaba la plata. Su esposo, al parecer había desaparecido. Según ella, lo hacía cada año. Se iba de fiesta por tres o seis meses y nunca sabían adónde. Ella, a pesar de lo que estaba viviendo no se veía preocupada. Repetía una y otra vez “Dios proveerá”.

Terminamos la segunda cubeta. Pedimos otra. Continuamos hablando. La tarde entera se nos fue en charla y en alguna que otra mano resbaladiza. Por más que tomamos, el alcohol no se nos subió a la cabeza. Nuestras penas las comparamos, las palpamos y al final nos sirvieron como gran ancla que no permite que la corriente de la tristeza mezclada con vientos de alcohol nos lleve a la perdición.

Salimos del lugar. Me ofrecí a acompañarla al hospital. Se negó porque antes tenía que pasar a su casa a cambiarse y a lavarse. Hice el ofrecimiento una vez más, pero ella negó con la cabeza. Me dijo con una dulce sonrisa que su turno había terminado, que ahora era la madre incapaz de hablar con extraños y más católica que el Papa. Me reí y le di un abrazo. La vi tomar el microbús y yo caminé a mi casa.

Durante el trayecto me di cuenta que poco me había importado su historia. Todos tenemos miles de problemas y si uno se preocupa de más se puede ir directo a la tumba. Lo mejor, y ahí está lo esencial, es no preocuparse por nadie y por nada. La vida es una sola y no deberíamos perder el tiempo haciendo lo que los otros dicen. Se crearon reglas que sólo benefician a unos pocos. Por qué usar traje de pingüino, por qué comprar y comprar, para qué trabajar y trabajar. Eso en nada beneficia. Lo único interesante a veces es hacerle caso a esa voz que surge desde nuestro interior. Lo demás se puede ir a la mierda.

Al llegar a mi departamento encendí el televisor. Tomé una cerveza del refrigerador y me desparramé en el sillón. Pasaban una película donde una mujer, como las que me suelen gustar, se quitaba la ropa y se veía en el espejo. La cámara recorría cada parte de su cuerpo. Me cuestioné sobre lo que haría el día siguiente. Pensé en mi presente. Me imaginé a la rubia triste desnuda… invítala a salir decía una parte de mí. Mata a esa otra mitad, decía la otra parte.

Martín Soares.

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