por Manuel Sandoval
El nacimiento estaba programado para semanas después, pero al recién concebido vástago le urgía nacer. Los médicos, tan positivos como siempre, no le daban mucho tiempo de vida. Si nacía bajo esas circunstancias lo más probable sería una vida vegetal o, en el mejor o peor de los casos, según se quiera ver, un mes de existencia y no más.
La madre entró al quirófano obligada por los dolores en el
vientre. Pidió la ayuda de su dios y del doctor, que le pedía calmarse y
mantenerse concentrada en lo que estaba a punto de hacer.
Recostó su pesado cuerpo en la camilla, colocó ambas manos a
sus costados, apretó con fuerza las sábanas blancas y comenzó con esa titánica
labor de parto que para ella era una experiencia tan nueva como la primera vez
que tuvo sexo sin protección con el padre de aquél que estaba a punto de nacer.
Al abrir sus piernas por instrucciones del médico, recordó
cómo, por instrucciones de su amado, había abierto las piernas para entregarse
a una pasión obligada por los litros y litros de licor barato.
El dolor que implicaba expulsar a su hijo y los gritos
irresponsables del doctor, le aterrizaron de nuevo a la realidad.
Respirar, pujar, comprimir la pelvis, como quien defeca pero
bajo otras circunstancias; respirar, pujar, comprimir la pelvis y una y otra
vez repetir esa rutina hasta que la tarea fuese completada.
Si sólo estuviera él ahí, tomándola de la mano y dándole
palabras de aliento. Pero el muy miserable huyó después de que supo que ella
estaba embarazada, consideró todo un error, un malentendido. Se alejó de su
vida para siempre.
Para qué traer al mundo a un ser, si éste destacará por su
imperfecta naturaleza, por la carencia marcada de su padre y por la
inexperiencia de su madre. Para qué tanto empeño en pujar y comprimir la
pelvis. Eso en la cabeza de la mujer.
En la cabeza del doctor sólo deambulaba la tediosa idea de hacer
bien su trabajo, salir de la sala, dar la noticia a los familiares, cobrar el
cheque, ir a cenar a un buen restaurante, llegar a su casa, hacer el amor con
su esposa y dormir como quien carece de preocupaciones.
-Bien, ya lo veo venir; continúa, continúa así- dijo el
doctor, y a su mente vino la escena de su amado debajo de ella, pidiéndole con
la voz ahogada que no se tuviera, ya venía el orgasmo, lo único que importaba
obtener esa noche.
La cabeza se asomó, luego una parte del cuerpo; de inmediato
los doctores se abalanzaron y detectaron carencia de signos vitales. –Maldita sea,
sigue pujando, estás asfixiando a tu bebé- gritó alguien en el quirófano.
Ella estaba exhausta, hizo un esfuerzo último pero no fue
suficiente. Su bebé murió, estuvo vivo por escasos diez segundos o menos. Los
doctores creían que duraría poco, pero eso era una grosería, y la culpable era
esa mujer, inexperta, cuyo frágil cuerpo apenas y pudo soportar llevar a seis
meses a cuestas a un ser humano que no quería desde el inicio.
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