lunes, 4 de noviembre de 2013

Más que muerto

por Manuel Sandoval

El nacimiento estaba programado para semanas después, pero al recién concebido vástago le urgía nacer. Los médicos, tan positivos como siempre, no le daban mucho tiempo de vida. Si nacía bajo esas circunstancias lo más probable sería una vida vegetal o, en el mejor o peor de los casos, según se quiera ver, un mes de existencia y no más.

La madre entró al quirófano obligada por los dolores en el vientre. Pidió la ayuda de su dios y del doctor, que le pedía calmarse y mantenerse concentrada en lo que estaba a punto de hacer.

Recostó su pesado cuerpo en la camilla, colocó ambas manos a sus costados, apretó con fuerza las sábanas blancas y comenzó con esa titánica labor de parto que para ella era una experiencia tan nueva como la primera vez que tuvo sexo sin protección con el padre de aquél que estaba a punto de nacer.

Al abrir sus piernas por instrucciones del médico, recordó cómo, por instrucciones de su amado, había abierto las piernas para entregarse a una pasión obligada por los litros y litros de licor barato.

El dolor que implicaba expulsar a su hijo y los gritos irresponsables del doctor, le aterrizaron de nuevo a la realidad.

Respirar, pujar, comprimir la pelvis, como quien defeca pero bajo otras circunstancias; respirar, pujar, comprimir la pelvis y una y otra vez repetir esa rutina hasta que la tarea fuese completada.

Si sólo estuviera él ahí, tomándola de la mano y dándole palabras de aliento. Pero el muy miserable huyó después de que supo que ella estaba embarazada, consideró todo un error, un malentendido. Se alejó de su vida para siempre.

Para qué traer al mundo a un ser, si éste destacará por su imperfecta naturaleza, por la carencia marcada de su padre y por la inexperiencia de su madre. Para qué tanto empeño en pujar y comprimir la pelvis. Eso en la cabeza de la mujer.

En la cabeza del doctor sólo deambulaba la tediosa idea de hacer bien su trabajo, salir de la sala, dar la noticia a los familiares, cobrar el cheque, ir a cenar a un buen restaurante, llegar a su casa, hacer el amor con su esposa y dormir como quien carece de preocupaciones.

-Bien, ya lo veo venir; continúa, continúa así- dijo el doctor, y a su mente vino la escena de su amado debajo de ella, pidiéndole con la voz ahogada que no se tuviera, ya venía el orgasmo, lo único que importaba obtener esa noche.

La cabeza se asomó, luego una parte del cuerpo; de inmediato los doctores se abalanzaron y detectaron carencia de signos vitales. –Maldita sea, sigue pujando, estás asfixiando a tu bebé- gritó alguien en el quirófano.

Ella estaba exhausta, hizo un esfuerzo último pero no fue suficiente. Su bebé murió, estuvo vivo por escasos diez segundos o menos. Los doctores creían que duraría poco, pero eso era una grosería, y la culpable era esa mujer, inexperta, cuyo frágil cuerpo apenas y pudo soportar llevar a seis meses a cuestas a un ser humano que no quería desde el inicio.

La asistente del médico, su amante de los jueves, tan cínica como sólo ella, pensaba hacia sus adentros: al menos se ahorró tanta mierda de vida acá afuera; sin padre, ni madre. Duró poco y lo suficiente para saber que la vida es tan miserable, que si no hay quién esté dispuesto a empujarte y ayudarte un poco, estás jodido. Al fin y al cabo, desde que aquel sujeto logró su deseado orgasmo, el que sería hijo de ambos ya estaba más que muerto.

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