lunes, 4 de noviembre de 2013

La Sonrisa de la Muerte

por Lila Aurora

Cualquiera en “El salto” se hubiera alegrado sobremanera ante la repentina muerte de Don Federico Tovar, dueño de la única tienda de abarrotes en el pueblo. Apenas se supo del hallazgo del cadáver, la noticia corrió como pólvora encendida; todos acudieron a observarlo, parecía como si quisieran que esto no fuera cierto. Ni siquiera sus hijos, que nunca reconoció, se alegraron del hecho.

A todos invadían sentimientos encontrados, era el hombre más odiado, pero también el más solicitado. Robusto, con el pelo cano, apenas unas patas de gallo enmarcaban sus ojos; burlón, grosero , a todas las preguntas o solicitudes tenía siempre una respuesta sarcástica, pero no, nadie dijo una palabra, una maldición o una sonrisa discreta que se tradujera en “qué bueno que se lo llevó la chingada”.

Pasaron sólo unos momentos cuando entre el enjambre de gente el juez del pueblo llegó para dar testimonio del hecho; el padrecito por supuesto ya estaba echando agua bendita y prendiendo unas veladoras, doña Lupita Caballero, la enchiladera del pueblo, era la única que de vez en cuando entre sollozos fingidos decía: “¿ora sí que vamos a hacer?”.

La semana pasada se había festejado, el “doce”, la fiesta de la virgencita, todavía estaban los festones de flores de plástico y los juegos mecánicos no se terminaban de recoger. El juez ordenó que lo trasladaran a la oficina del juzgado, ya que el médico forense llegaría hasta mañana y encima de todo hacía un pinche frio que ni para qué velarlo en la intemperie.

La tienda de “Don Fede”, como le decían todos, era una especie de salón de juego, cantina y verdulería; por las tardes solía sentarse en una mesa de fierro de “la corona”, barajeaba sus viejas y sucias cartas, hasta que llegaran sus oponentes. Le hacían el juego a sabiendas de que él siempre ganaba; a cambio tendrían varias rondas de mezcal gratis, insultos y escupitajos en la cara.

Si se le daba la gana, castigaba a quien perdía, haciéndolo beber sin parar toda la botella de mezcal mientras él reía escandalosamente, o tenía la osadía de disparar balazos en los pies a quien le había hecho trampa según él. Todas las tardes era lo mismo, excepto aquellas en que se fingía enfermo y mandaba llamar a Marinita la enfermera. Ella ya sabía, Don Fede se bajaba los pantalones, se acostaba y justo cuando le enterraría la aguja en la nalga, el se volteaba, la jalaba y la obligaba a tener relaciones sexuales; a cambio Marinita recibía una canasta con víveres y un manojo de billetes arrugados que extraía de una lata de “sal de uvas picot”.

Tenía nueve hijos, no con Marinita, por supuesto, todos eran producto de su abuso y del capricho que en su momento se presentó; nunca los reconoció porque alegaba que él no podía tener hijos, que le querían ver la cara de tarugo. Su difunta esposa, Doña Georgina, no se los había dado, mismo por lo que un día se quitó la vida tomándose un montón de vidrios. A diario la insultaba por no poder embarazarse; muchas veces la dejó afuera de su casa con el puro camisón, aun cuando estuviera lloviendo.

Nunca aceptaba ser padrino de nadie, anteponía su alcurnia, alegaba que no podía rebajarse a decirse compadre con un indio “pata rajada”, mucho menos “a pisar los chiqueros donde viven”. No obstante, el día del festejo mandaba “algo”, para que “mataran su hambre” decía; eso sí, se los recordaba cada que los veía.

“Si no les hubiera mandado esos refrescos y esa comida, ¿qué hubieran hecho?” Y soltaba la carcajada estruendosa, los dejaba sin palabras.

Pero bien, terminemos con la historia de este gandalla. ¿Quién se habría atrevido a darle tan terrible muerte? Nadie, él solo se ahorco, fue sarcástico hasta consigo mismo, una risa diabólica se podía ver en sus labios. La sorpresa fue mayúscula cuando encontraron una carta póstuma y la leyó el cura ante todos:

“Me voy con mi pecho rebosante de alegría. He comido, he bailado, he tomado y disfrutado cuanto se me ha dado en gana, pero también me he cansado de tanta mediocridad, de tanta hipocresía, me he cansado de humillar y no recibir reclamos, me he cansado de golpear y no recibir un solo rasguño; los he maldecido y sobajado con las peores injurias a todos y nadie se ha atrevido ni siquiera a mirarme de frente.

Me voy consciente de que su hambre es mucha, de que su cobardía es inagotable, pero me voy con la miserable esperanza de que un día me odien y se atrevan a vencer no sólo el hambre de sus estómagos, sino el hambre de su podrida alma. Comprueben lo feliz que soy de morir, no habrá rictus de dolor en mi cara, verán qué hermosa sonrisa puede producir un hecho que con valentía es decidido. Sin embargo dispongan de todo lo que dejo…”.


Se fueron retirando uno a uno de los habitantes del pueblo, el cadáver quedó solo, como también sarcásticamente lo habría deseado Don Federico; nadie dijo nada, morían de vergüenza.

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