por Lila Aurora
Cualquiera en “El salto” se hubiera alegrado sobremanera ante la repentina muerte de Don Federico Tovar, dueño de la única tienda de abarrotes en el pueblo. Apenas se supo del hallazgo del cadáver, la noticia corrió como pólvora encendida; todos acudieron a observarlo, parecía como si quisieran que esto no fuera cierto. Ni siquiera sus hijos, que nunca reconoció, se alegraron del hecho.
A todos invadían sentimientos encontrados, era el hombre más
odiado, pero también el más solicitado. Robusto, con el pelo cano, apenas unas
patas de gallo enmarcaban sus ojos; burlón, grosero , a todas las preguntas o
solicitudes tenía siempre una respuesta sarcástica, pero no, nadie dijo una
palabra, una maldición o una sonrisa discreta que se tradujera en “qué bueno
que se lo llevó la chingada”.
Pasaron sólo unos momentos cuando entre el enjambre de gente
el juez del pueblo llegó para dar testimonio del hecho; el padrecito por
supuesto ya estaba echando agua bendita y prendiendo unas veladoras, doña
Lupita Caballero, la enchiladera del pueblo, era la única que de vez en cuando
entre sollozos fingidos decía: “¿ora sí que vamos a hacer?”.
La semana pasada se había festejado, el “doce”, la fiesta de
la virgencita, todavía estaban los festones de flores de plástico y los juegos mecánicos
no se terminaban de recoger. El juez ordenó que lo trasladaran a la oficina del
juzgado, ya que el médico forense llegaría hasta mañana y encima de todo hacía
un pinche frio que ni para qué velarlo en la intemperie.
La tienda de “Don Fede”, como le decían todos, era una
especie de salón de juego, cantina y verdulería; por las tardes solía sentarse
en una mesa de fierro de “la corona”, barajeaba sus viejas y sucias cartas,
hasta que llegaran sus oponentes. Le hacían el juego a sabiendas de que él
siempre ganaba; a cambio tendrían varias rondas de mezcal gratis, insultos y
escupitajos en la cara.
Si se le daba la gana, castigaba a quien perdía, haciéndolo
beber sin parar toda la botella de mezcal mientras él reía escandalosamente, o
tenía la osadía de disparar balazos en los pies a quien le había hecho trampa
según él. Todas las tardes era lo mismo, excepto aquellas en que se fingía
enfermo y mandaba llamar a Marinita la enfermera. Ella ya sabía, Don Fede se
bajaba los pantalones, se acostaba y justo cuando le enterraría la aguja en la
nalga, el se volteaba, la jalaba y la obligaba a tener relaciones sexuales; a
cambio Marinita recibía una canasta con víveres y un manojo de billetes
arrugados que extraía de una lata de “sal de uvas picot”.
Tenía nueve hijos, no con Marinita, por supuesto, todos eran
producto de su abuso y del capricho que en su momento se presentó; nunca los
reconoció porque alegaba que él no podía tener hijos, que le querían ver la
cara de tarugo. Su difunta esposa, Doña Georgina, no se los había dado, mismo
por lo que un día se quitó la vida tomándose un montón de vidrios. A diario la
insultaba por no poder embarazarse; muchas veces la dejó afuera de su casa con
el puro camisón, aun cuando estuviera lloviendo.
Nunca aceptaba ser padrino de nadie, anteponía su alcurnia,
alegaba que no podía rebajarse a decirse compadre con un indio “pata rajada”,
mucho menos “a pisar los chiqueros donde viven”. No obstante, el día del
festejo mandaba “algo”, para que “mataran su hambre” decía; eso sí, se los
recordaba cada que los veía.
“Si no les hubiera mandado esos refrescos y esa comida, ¿qué
hubieran hecho?” Y soltaba la carcajada estruendosa, los dejaba sin palabras.
Pero bien, terminemos con la historia de este gandalla.
¿Quién se habría atrevido a darle tan terrible muerte? Nadie, él solo se
ahorco, fue sarcástico hasta consigo mismo, una risa diabólica se podía ver en
sus labios. La sorpresa fue mayúscula cuando encontraron una carta póstuma y la
leyó el cura ante todos:
“Me voy con mi pecho rebosante de alegría. He comido, he
bailado, he tomado y disfrutado cuanto se me ha dado en gana, pero también me
he cansado de tanta mediocridad, de tanta hipocresía, me he cansado de humillar
y no recibir reclamos, me he cansado de golpear y no recibir un solo rasguño;
los he maldecido y sobajado con las peores injurias a todos y nadie se ha
atrevido ni siquiera a mirarme de frente.
Me voy consciente de que su hambre es mucha, de que su
cobardía es inagotable, pero me voy con la miserable esperanza de que un día me
odien y se atrevan a vencer no sólo el hambre de sus estómagos, sino el hambre
de su podrida alma. Comprueben lo feliz que soy de morir, no habrá rictus de
dolor en mi cara, verán qué hermosa sonrisa puede producir un hecho que con
valentía es decidido. Sin embargo dispongan de todo lo que dejo…”.
Se fueron retirando uno a uno de los habitantes del pueblo,
el cadáver quedó solo, como también sarcásticamente lo habría deseado Don Federico;
nadie dijo nada, morían de vergüenza.
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