lunes, 11 de febrero de 2013

Herejía fraternal


por P.I.G.


Hubo un momento en mi vida en el que fui un gran hombre, padre de familia, honrado, un ciudadano plenamente dedicado a su trabajo, a su hogar y a las más estrictas responsabilidades que una vida normal exige. ¿Dije normal? Muy normal para ser precisos.

En la vida caminaba con mis prioridades prendidas a la piel: el trabajo, el estudio, mi esposa, mis hijos. Mi mirada estaba centrada de lleno solamente en ello, en nada más; no había distracciones, no tenía porqué haberlas.

Parecía un caballo cuya mirada no pudiese ampliar su mirada hacia los lados, sólo hacia el frente. No necesitaba más, no era necesario más. ¿Feliz? Pero quién lo es en este mundo.

Quizá para muchos fui un hombre ejemplar, ejemplar en exceso, como sólo una persona de una naturaleza tan burda puede serlo; aunque en esos instantes ya estaba un tanto harto de aquella situación, inconscientemente tal vez, pues no hacía nada en absoluto para cambiar mi forma de ser. Usted sabe, conformismo que se disfraza de confort y que obliga al ser humano a dejar de hacer a cambio de no perder todo cuanto se tiene.

Un día, ese día menos esperado en el que te levantas, te cepillas los dientes, te aseas, desayunas, das las gracias por todo lo que dios te ha socorrido y sigues caminando, sin cuestionar, por el monótono camino de la vida… ese día, señores -y he ahí una frase petulante, por todos recurrida- los colores de mi existencia se invirtieron y con ello todo cambió.

Perdí el gusto por el trabajo, el estudio, mi esposa, mis hijos, perdí el gusto por aquel ir y venir que hasta entonces me había mantenido satisfecho, si la palabra cabe en este engranaje de conceptos cuyo significado no explica el sentir de un ser humano “aburrido” de todo.

Opté, como lo hace la oveja que detesta seguir al rebaño, salir de ese círculo que, incansablemente y sin quejas, había recorrido una y otra vez, día y noche, con hambre o sin ella, con lágrimas en los ojos o con una sonrisa dibujada en los labios; inmerso en la invencible tristeza o inundado por dentro de esa felicidad que se alcanza rara vez en la vida.

Colgué en el guardarropa aquel viejo y hediondo traje de hombre responsable, y opté por el de cínico, sin vergüenza y despilfarrador.

No me di cuenta de aquel cambio, hasta el momento justo en que la primera bocanada de aire, aire impuro y atroz que secó de una bocanada mis pulmones, me hizo reparar en el suelo que ahora pisaba, uno donde caminar dolía y donde el fin, lejano él, no parecía muy prometedor.

Lo extraño era que mi vida, muy a pesar de lo que venía, continuaba lo suficientemente normal como para no alterarse. ¿He vuelto a decir normal? Vaya palabra, se usa cuando no se sabe explicar aquello rutinario, repetitivo, enfermizo, patético y paulatinamente muriente.

Ustedes deben conocer mejor que nadie el concepto, seguro lo usan tanto como aquellos anteojos que nos les permiten ver más allá de lo que tienen enfrente, asquerosas sanguijuelas…

Bien, al verme al espejo, miraba a aquél que, sin mucho esfuerzo, devino en alguien todavía peor, más libre, sí, pero más enfermo y conformista.

Tal vez quería ser como él, con su semblante macabro que denotaba absoluta despreocupación, pero, era cierto, ése no era yo; él era un hombre que había invadido la intimidad de mi hogar, y fornicaba explosivamente con mi mujer, y besaba con indiferencia las mejillas de mis hijos, y hacía todo cuanto estaba a su alcance para corroer desde los cimientos el castillo que con esfuerzo “yo” había construido.

Y qué si no volvía a ser el hombre responsable que siempre tenía una respuesta para todo, qué si ya no era más el padre ejemplar, el amante perfecto, el trabajador por excelencia y el ciudadano que todo mundo aspiraba a ser.

Lo deseaba, deseaba a ese hombre quizá con una vulgaridad inexplicable.

Había vivido mucho tiempo así sin darme cuenta que en realidad nada de lo que había hecho era lo que en verdad quería hacer.

Sabía que esa nueva vida no era en absoluto lo que hace algunos años consideraba como una vida plena; mentiría si les dijese que no ansiaba, más que otra cosa, retornar en el tiempo y volver a ser quien era antes, pero ese yo me gustaba más que cualquier otro yo que hubiese conocido nunca.

Por esa razón, señoras y señores, maté a mi mujer, por esa razón me ofrecí para bañar a mis hijos y ahogarlos en la bañera, con un poco de miedo y asco (claro, no soy un asesino), pero eso sí, sin mucho reparo.

¿Quieren saber la verdad?

No, nadie opuso resistencia; yo era el padre, el esposo, el señor de la casa, el ejemplo de la familia. Un cuchillo en mi mano no espantaría a nadie; hundir las cabezas de mis hijos en agua hirviendo… por favor, creyeron que se trataba sencillamente de un juego.

Sus cuerpos eran frágiles, livianos, tan livianos como cuando salieron a flote, hinchados ellos de tanta agua que ya entonces corría dentro de sus pulmones; eran como los peces que suben a la superficie del mar cuando, después de hacerlo en innumerables ocasiones, se han cansado de nadar.

A mi mujer, sencillo, le partí el vientre en dos y esperé a que dejara de sangrar para ir a tomar la cena. No quería correr el riesgo de que despertase y arruinase mi último alimento de aquel día.

Después de ocultar los cuerpos de mis hijos, y de colocar en una cómoda posición el de mi mujer en nuestra cama (no pensarán que pese a todo iba a dormir solo), ocupé mi tiempo en vaciar aquella cantina que jamás pensé poder siquiera abrir; no era un hombre que acostumbrara a beber en casa, menos aún con la familia presente, pero, señoría, estaban muertos, ya no había a quién explicarle la razón de por qué no se debía beber y por qué no había que fumar, o inyectarse sustancias nocivas, o…

Una noche -otra frase recurrente en los absurdos cuentos de ficción- repentinamente me invadió el arrepentimiento, y creí que después de todo lo que había hecho con mi vida, con mi familia, seguía siendo un ser humano, lo supe porque sentía y me dolía en lo más profundo su pérdida.

Luego caí en cuenta que era ésa la primera reacción de mi nueva forma de vivir. Uno sabe cuando ha cometido un error, en ese momento lo supe y lo agradecí a dios, porque cometer errores a veces resulta divertido, si hay sangre y cuerpos hinchados de por medio.

Lo lamento, señores. No supe hasta qué altura logré volar sin poner los pies en la tierra un solo segundo. Sólo sé que fue mucho tiempo.

Cuando el cuerpo de mi esposa comenzó a descomponerse y por ende resultaba imposible dormir a su lado, cuando la sangre del piso había cicatrizado lo suficiente, cuando el cuchillo que utilicé se oxidó al grado que no podía cortar pan para el desayuno con él, en este entonces fue cuando decidí matar (ya era una asesino en aquel entonces) al individuo extraño del espejo.

¿Cuántas víctimas? Fueron 16 exactamente, mujeres y niños todos ellas. Puedo detenerme a detallar cada uno de los asesinatos, si usted quiere…

Entiendo… Pues después de todo ello había envejecido y antes de que me fuese arrancada la vida de forma arbitraria, quería darme el gusto de arrebatármela yo mismo antes que alguien más… claro, hasta que ustedes, desgraciados infelices, llegaron a mi puerta y evitaron mi suicidio.

Ya que preguntaron insistentemente, he ahí la razón de por qué debería recibir como sentencia la horca o la silla eléctrica. Pero dudo que ustedes, hipócritas de mierda, quieran hacerlo.

Su señoría, es cuanto respecto a mi vida; puede hacer de ella lo que le complazca.

0 comentarios: