por P.I.G.
Hubo un momento en mi vida en el que fui un gran hombre,
padre de familia, honrado, un ciudadano plenamente dedicado a su trabajo, a su
hogar y a las más estrictas responsabilidades que una vida normal exige. ¿Dije
normal? Muy normal para ser precisos.
En la vida caminaba con mis prioridades prendidas a la piel:
el trabajo, el estudio, mi esposa, mis hijos. Mi mirada estaba centrada de
lleno solamente en ello, en nada más; no había distracciones, no tenía porqué
haberlas.
Parecía un caballo cuya mirada no pudiese ampliar su mirada
hacia los lados, sólo hacia el frente. No necesitaba más, no era necesario más.
¿Feliz? Pero quién lo es en este mundo.
Quizá para muchos fui un hombre ejemplar, ejemplar en
exceso, como sólo una persona de una naturaleza tan burda puede serlo; aunque
en esos instantes ya estaba un tanto harto de aquella situación,
inconscientemente tal vez, pues no hacía nada en absoluto para cambiar mi forma
de ser. Usted sabe, conformismo que se disfraza de confort y que obliga al ser
humano a dejar de hacer a cambio de no perder todo cuanto se tiene.
Un día, ese día menos esperado en el que te levantas, te
cepillas los dientes, te aseas, desayunas, das las gracias por todo lo que dios
te ha socorrido y sigues caminando, sin cuestionar, por el monótono camino de
la vida… ese día, señores -y he ahí una frase petulante, por todos recurrida-
los colores de mi existencia se invirtieron y con ello todo cambió.
Perdí el gusto por el trabajo, el estudio, mi esposa, mis
hijos, perdí el gusto por aquel ir y venir que hasta entonces me había
mantenido satisfecho, si la palabra cabe en este engranaje de conceptos cuyo
significado no explica el sentir de un ser humano “aburrido” de todo.
Opté, como lo hace la oveja que detesta seguir al rebaño,
salir de ese círculo que, incansablemente y sin quejas, había recorrido una y
otra vez, día y noche, con hambre o sin ella, con lágrimas en los ojos o con
una sonrisa dibujada en los labios; inmerso en la invencible tristeza o inundado
por dentro de esa felicidad que se alcanza rara vez en la vida.
Colgué en el guardarropa aquel viejo y hediondo traje de
hombre responsable, y opté por el de cínico, sin vergüenza y despilfarrador.
No me di cuenta de aquel cambio, hasta el momento justo en
que la primera bocanada de aire, aire impuro y atroz que secó de una bocanada
mis pulmones, me hizo reparar en el suelo que ahora pisaba, uno donde caminar
dolía y donde el fin, lejano él, no parecía muy prometedor.
Lo extraño era que mi vida, muy a pesar de lo que venía,
continuaba lo suficientemente normal como para no alterarse. ¿He vuelto a decir
normal? Vaya palabra, se usa cuando no se sabe explicar aquello rutinario,
repetitivo, enfermizo, patético y paulatinamente muriente.
Ustedes deben conocer mejor que nadie el concepto, seguro lo
usan tanto como aquellos anteojos que nos les permiten ver más allá de lo que
tienen enfrente, asquerosas sanguijuelas…
Bien, al verme al espejo, miraba a aquél que, sin mucho
esfuerzo, devino en alguien todavía peor, más libre, sí, pero más enfermo y
conformista.
Tal vez quería ser como él, con su semblante macabro que
denotaba absoluta despreocupación, pero, era cierto, ése no era yo; él era un
hombre que había invadido la intimidad de mi hogar, y fornicaba explosivamente
con mi mujer, y besaba con indiferencia las mejillas de mis hijos, y hacía todo
cuanto estaba a su alcance para corroer desde los cimientos el castillo que con
esfuerzo “yo” había construido.
Y qué si no volvía a ser el hombre responsable que siempre
tenía una respuesta para todo, qué si ya no era más el padre ejemplar, el
amante perfecto, el trabajador por excelencia y el ciudadano que todo mundo
aspiraba a ser.
Lo deseaba, deseaba a ese hombre quizá con una vulgaridad inexplicable.
Había vivido mucho tiempo así sin darme cuenta que en
realidad nada de lo que había hecho era lo que en verdad quería hacer.
Sabía que esa nueva vida no era en absoluto lo que hace
algunos años consideraba como una vida plena; mentiría si les dijese que no
ansiaba, más que otra cosa, retornar en el tiempo y volver a ser quien era
antes, pero ese yo me gustaba más que cualquier otro yo que hubiese conocido
nunca.
Por esa razón, señoras y señores, maté a mi mujer, por esa
razón me ofrecí para bañar a mis hijos y ahogarlos en la bañera, con un poco de
miedo y asco (claro, no soy un asesino), pero eso sí, sin mucho reparo.
¿Quieren saber la verdad?
No, nadie opuso resistencia; yo era el padre, el esposo, el
señor de la casa, el ejemplo de la familia. Un cuchillo en mi mano no
espantaría a nadie; hundir las cabezas de mis hijos en agua hirviendo… por
favor, creyeron que se trataba sencillamente de un juego.
Sus cuerpos eran frágiles, livianos, tan livianos como
cuando salieron a flote, hinchados ellos de tanta agua que ya entonces corría
dentro de sus pulmones; eran como los peces que suben a la superficie del mar
cuando, después de hacerlo en innumerables ocasiones, se han cansado de nadar.
A mi mujer, sencillo, le partí el vientre en dos y esperé a
que dejara de sangrar para ir a tomar la cena. No quería correr el riesgo de
que despertase y arruinase mi último alimento de aquel día.
Después de ocultar los cuerpos de mis hijos, y de colocar en
una cómoda posición el de mi mujer en nuestra cama (no pensarán que pese a todo
iba a dormir solo), ocupé mi tiempo en vaciar aquella cantina que jamás pensé
poder siquiera abrir; no era un hombre que acostumbrara a beber en casa, menos
aún con la familia presente, pero, señoría, estaban muertos, ya no había a
quién explicarle la razón de por qué no se debía beber y por qué no había que
fumar, o inyectarse sustancias nocivas, o…
Una noche -otra frase recurrente en los absurdos cuentos de
ficción- repentinamente me invadió el arrepentimiento, y creí que después de
todo lo que había hecho con mi vida, con mi familia, seguía siendo un ser
humano, lo supe porque sentía y me dolía en lo más profundo su pérdida.
Luego caí en cuenta que era ésa la primera reacción de mi
nueva forma de vivir. Uno sabe cuando ha cometido un error, en ese momento lo
supe y lo agradecí a dios, porque cometer errores a veces resulta divertido, si
hay sangre y cuerpos hinchados de por medio.
Lo lamento, señores. No supe hasta qué altura logré volar
sin poner los pies en la tierra un solo segundo. Sólo sé que fue mucho tiempo.
Cuando el cuerpo de mi esposa comenzó a descomponerse y por
ende resultaba imposible dormir a su lado, cuando la sangre del piso había
cicatrizado lo suficiente, cuando el cuchillo que utilicé se oxidó al grado que
no podía cortar pan para el desayuno con él, en este entonces fue cuando decidí
matar (ya era una asesino en aquel entonces) al individuo extraño del espejo.
¿Cuántas víctimas? Fueron 16 exactamente, mujeres y niños todos
ellas. Puedo detenerme a detallar cada uno de los asesinatos, si usted quiere…
Entiendo… Pues después de todo ello había envejecido y antes
de que me fuese arrancada la vida de forma arbitraria, quería darme el gusto de
arrebatármela yo mismo antes que alguien más… claro, hasta que ustedes,
desgraciados infelices, llegaron a mi puerta y evitaron mi suicidio.
Ya que preguntaron insistentemente, he ahí la razón de por qué
debería recibir como sentencia la horca o la silla eléctrica. Pero dudo que
ustedes, hipócritas de mierda, quieran hacerlo.
Su señoría, es cuanto respecto a mi vida; puede hacer de
ella lo que le complazca.
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