por P.I.G.
Somos la generación del fin del mundo. Estamos acostumbrados
a los anuncios publicitarios de que pronto, muy pronto, el mundo se inundará de
lava y las guirnaldas de fuego corroerán todo a su paso, terminando de una vez
por todas con la existencia del ser humano.
Somos la generación del pesimismo, ésa que ya no compra lo
que ve en la TV, pues lo encuentra repetitivo, absurdo, inmerso en una serie de
patrañas de las que es mejor escapar antes que caer en ese delirante sistema del
consumismo; como si el fin de la raza humana fuera un producto más que se pudiere
encontrar en los estantes del supermercado.
Dudamos que el fin esté marcado por una fecha en particular
del calendario del hombre. Pensamos que el final se contrajo hace mucho tiempo
y que, como muchas cosas en este mundo, ha venido acentuándose con el paso del
tiempo tan sólo para hacer menos agónica la caída de un imperio que se ha
caracterizado por todo menos por la razón.
Para qué, entonces, darle la vuelta a una tuerca, si ese
mero acto no traerá las consecuencias que se pretenden; para qué virar en
direcciones opuestas si las líneas de aquello que el hombre, por natural
cobardía, llama destino están más que trazadas. Luego entonces caemos en cuenta
que alejarse del rebaño es sólo un gesto de valentía y rebelión, que con el
paso de los días será olvidado.
La nuestra es una visión pragmática, donde lo que se hace no
está en absoluto relacionada con lo que se logra, pues sobrados son los casos
en la historia donde los actos del hombre han sido enterrados por aquellos
quienes no ven en ellos más que simples gritos de desesperación que jamás
encontraron eco.
Preguntamos nosotros si el tener un buen trabajo, una casa,
un auto, una familia y un salario considerable es la moneda que nos corresponde
a cambio de vender parte de nuestro tiempo a una labor que jamás comprenderemos
exactamente para qué sirve.
Si seguimos caminando al lado de esta putrefacta sociedad es
con el único objetivo de buscar esa ración de oxigeno que por derecho nato nos
corresponde, mas no para aspirar a los puestos codiciados por el ancho de la
sociedad.
Formar parte de la jerarquía social no nos inspira en lo
absoluto, para qué si lo que buscan ellos, la felicidad, maquilada y
prefabricada por las grandes esferas comerciales, no nos satisfacen en lo
absoluto.
Nuestro perfil, bajo, silencioso, desterrado y proscrito, ha
dejado ver su lado más salvaje y por lo mismo más perpetuo, ése que, sin
buscarlo, se queda tatuado en el disgusto de la sociedad, ése que sobrevive a
modas, catálogos, temporadas, estaciones, edades…
La felicidad, pues, para gente como nosotros no se busca en
los stands de las grandes tiendas comerciales, ni en los indecentes escaparates
mercantiles que encuentran la belleza de la mujer en la cantidad de maquillaje
que arroje sobre su rostro, o que miden la caballerosidad de un hombre por el
precio del traje que porta en las cenas de gala.
Somos la generación del fin del mundo que ha sobrevivido los
holocaustos más brutales, aquéllos que, sin armas biológicas, ni bombas nucleares,
ha visto cómo el hombre, por el hombre mismo, ha sumergido su rostro en el lodo
tan sólo para aspirar a una vida que, siendo en exceso sinceros, ni siquiera
merece, pues quién de los que pueden llegar a comprendernos puede arrojar la
primera piedra y decir que tiene pendiente como pago la felicidad absoluta por
el resto de su vida.
Nosotros ya no creemos en los viejos cuentos de la princesa
encantada y del príncipe azul, en los finales de telenovela. En los días que
corren apresuradamente, el “fueron felices para siempre” ha sido sustituido por
el “y sobrevivieron hasta el final del día”.
Somos la generación
de las ideas libres, de las acciones emancipadas, de las palabras entrecortadas
por los nudos que a menudo ahogan nuestra voz para concluir las frases; llámese
tristeza, melancolía, impotencia, pulcritud o demencia; o puede que se deba acaso
a la contaminación de las fábricas del hombre que nuestra garganta poco a poco
pierde la energía de hace algunos ayeres.
Pero la pluma, más grande y destructiva que cualquier arma
creada por el ser humano, último reducto de quienes se rodean de las
amenazantes cuatro paredes, es quizás nuestra única forma de encontrar
insurrección… insurrección, el único derecho que nos queda a estas alturas del
partido.
Quizá no se nos sea permitido apreciar de cerca y en primera
fila el final irreversible de éste, el mundo del hombre, pero aseguramos, con la misma complacencia que las
letras exigen, que se nos recordará como aquellos que intentamos hasta el
cansancio no un cambio, que hecho comprado es que los cambios son elementos
netamente individuales, si no una renovación de aires, y que por ello mismo
fuimos, cada quien en su respectivo tiempo, desterrados de la vida “común y
corriente” del hombre.
Henos aquí, entonces, las filas más obstinadas y fieles de la
generación del fin del mundo, las que soltamos displicentes una lágrima sincera
porque el mundo, una vez más, contó aquel chiste banal de que esta vez iba en serio, de que el final del mundo,
tardío pero seguro, llegaría…
Somos esa generación que lamenta que el fin de esta vida,
por desgracia, obligada y mecánicamente reflexionada, nunca llegó. Y por ello
lanzamos, a quien sea éste dirigido, el más obstinado de los reclamos que una
generación, la nuestra, a diario ahoga en el límite de las posibilidades.
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