miércoles, 26 de diciembre de 2012

Tufo memorable


Por: Martín Soares.

Regresaba del trabajo con una amiga. La plática tocaba tanto el sexo como la literatura, ambos temas tan espinosos y hermosos a la vez. Me comentaba sobre su actual pareja, el cual es muy bueno en la cama pero por desgracia el joven no toma un libro aunque sea por accidente. Me preguntó si me había pasado algo semejante y le conté mi triste historia con Miriam, la muchachita más inteligente que he conocido, aunque la más fría en asuntos sexuales.

En esa plática andábamos cuando llegamos al andén de la estación. Muy cerca de nosotros pudimos observar a una vagabunda que hablaba con todos y nadie a la vez. No sabíamos si iba drogada, alcoholizada o simplemente la vida ya le había dado su dosis de locura. A todo aquel que pasaba le dedicaba groserías, expresiones amables y hasta saludos. Escuchamos que con un fuerte grito saludó a un tal “director”, hombre invisible que no le devolvió el saludo.

Cuando llegó el metro, la típica bolita de desesperados por un asiento se formó. La vagabunda se escabulló entre los hombres corpulentos que regresaban del trabajo. La perdimos de vista por un momento, pero cuando la volvimos a observar ya se encontraba enfrente de todos, esperando ansiosa entrar al vagón.  

Mi amiga y yo esperamos a que subieran toda la piara. Los empujones, pisotones y golpes no valen la pena por un asiento; total, sólo viajaríamos dos estaciones. Al entrar al vagón nos recibió un aroma nada bonito. Era orina mezclada con alcohol y mugre. Nos volteamos a ver y de refilón observamos a los demás. Algunos se tapaban la nariz con sus chamarras, otros discretamente pasaban sus manos por sus fosas nasales y los otros hacían como si nada pasara ahí. Nosotros seguimos con la plática, la cual ya había pasado al poco interés de mi amiga por la literatura rusa.

Justo cuando me explicaba a qué se debía su poco, por no decir nulo, interés en la literatura rusa, me perdí. Comencé a pensar en ese maldito olor que llegaba hasta mi cerebro. Me cautivaba poco a poco y se iba escabullendo como anteriormente lo había hecho la vagabunda para ingresar al vagón. Tengo un problema con el sentido del olfato. Siempre he olido mejor que los demás. Recuerdo que tenía una novia a la cual le apestaban los pies cuando se ponía ciertos zapatos. Cuando íbamos en el camión para el cine o a otro lado, desde mi puesto sentía ese olor a queso subir por mis fosas nasales, llegaba a mi garganta y pasaba a esconderse en mi cerebro. Pocas veces toqué el tema del mal olor de sus pies, pero cuando lo hice fue con brusquedad. Ahora cuando huelo algún queso viejo, recuerdo al mujerón aquel.

El aroma de la vagabunda me hizo perder el hilo de la plática. Estaba pensando en tratar de apagar por un momento mi olfato. Mandar todo al diablo y bajarme en la siguiente estación para cambiar de vagón. Le comenté eso a mi amiga pero me vio de arriba a bajo como si buscara algo mal en mí. Me preguntó si realmente me molestaba tanto, si era realmente intolerable el olor. Le contesté que sí, era insoportable y ni un segundo más podría estar ahí. Mi amiga me quería fulminar con la mira, al parecer había dicho algo malo y por desgracia en la estación siguiente no descendimos.

Intenté respirar por la boca, pero me daba más asco saber que ese olor podría llegar a mi garganta, a mi lengua, qué sé yo, mejor que pasara por la nariz y no tocara más nada. Las dos estaciones se me hicieron eternas y más porque mi amiga se había encabronado por mi comentario.

Cuando por fin llegamos a nuestro destino, mi amiga se bajó de prisa y me dejó atrás. Antes de salir vi a la vagabunda, la cual estaba totalmente desmayada en el asiento y varios jóvenes a su alrededor tapándose la nariz. Alcancé como pude a mi amiga y la detuve por el hombro. Le pregunté por qué se había encabronado, si todo iba bien. Me respondió con voz brusca y nada amigable que nunca había pensando que yo fuera un mamón hijo de puta. Me quedé seco cuando escuché su respuesta. No soy ni mamón y mucho menos hijo de puta, que mi madre es una santa, pendeja; sin embargo, eso no se lo dije. Le pregunté si esa respuesta se debía a mi reacción luego de aquel tufo insoportable. Se espantó aún más cuando utilicé tufo insoportable. Se fue más rápido de lo que salió del metro y me dijo idiota.

Me quedé un momento en el andén pensando seriamente en eso de mamón hijo de puta. Al parecer mi amiga cree que debemos respetar los olores. Debemos tolerarlos al punto de no hacer mueca ninguna cuando a alguien le apesta la boca, le huelen los pies o apesta en su totalidad. Concuerdo con la idea de que la pobre apestosa vagabunda no tiene la culpa, tal vez si por ella fuera se bañaba antes de salir, pero como a nuestros gobiernos les ha faltado la plata y el ingenio, no han puesto por ahí, en cada estación de metro, metrobús o jardín, una regadera pública.

Teniendo la culpa o no, la vagabunda apestaba. Tenía todo el derecho de hacer muecas, de taparme la nariz, hasta de haber vomitado si se me hubiera dado la gana. La mujer está en todo su derecho de no bañarse y yo tengo el mismo derecho de decir que apestaba. No hay nada de malo en decir la cosas como son; sin embargo, en ocasiones la gente piensa que por hacerlo se atenta contra el desvalido, desprotegido y apestoso. Mi amiga pudo haber pensado que no aguantaba a la pobre vagabunda por su condición de vagabunda, lo que no sabe es que soy un semivagabundo también.

Tomé mi mochila y seguí mi camino. Si mi amiga se encabronó por mi comentario, que se joda, no me preocupa tanto. Mañana le hablaré o le mandaré un mensaje, olvidando el tema. El enojo no le puede durar para siempre, porque como el olor, llega, permanece, nos posee y luego se va a pa’l carajo.    

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