Por: Martín Soares.
Regresaba del trabajo
con una amiga. La plática tocaba tanto el sexo como la literatura, ambos temas
tan espinosos y hermosos a la vez. Me comentaba sobre su actual pareja, el cual
es muy bueno en la cama pero por desgracia el joven no toma un libro aunque sea
por accidente. Me preguntó si me había pasado algo semejante y le conté mi
triste historia con Miriam, la muchachita más inteligente que he conocido, aunque
la más fría en asuntos sexuales.
En esa plática andábamos
cuando llegamos al andén de la estación. Muy cerca de nosotros pudimos observar
a una vagabunda que hablaba con todos y nadie a la vez. No sabíamos si iba
drogada, alcoholizada o simplemente la vida ya le había dado su dosis de
locura. A todo aquel que pasaba le dedicaba groserías, expresiones amables y hasta
saludos. Escuchamos que con un fuerte grito saludó a un tal “director”, hombre invisible
que no le devolvió el saludo.
Cuando llegó el metro,
la típica bolita de desesperados por un asiento se formó. La vagabunda se
escabulló entre los hombres corpulentos que regresaban del trabajo. La perdimos
de vista por un momento, pero cuando la volvimos a observar ya se encontraba
enfrente de todos, esperando ansiosa entrar al vagón.
Mi amiga y yo
esperamos a que subieran toda la piara. Los empujones, pisotones y golpes no
valen la pena por un asiento; total, sólo viajaríamos dos estaciones. Al entrar
al vagón nos recibió un aroma nada bonito. Era orina mezclada con alcohol y
mugre. Nos volteamos a ver y de refilón observamos a los demás. Algunos se
tapaban la nariz con sus chamarras, otros discretamente pasaban sus manos por
sus fosas nasales y los otros hacían como si nada pasara ahí. Nosotros seguimos
con la plática, la cual ya había pasado al poco interés de mi amiga por la
literatura rusa.
Justo cuando me
explicaba a qué se debía su poco, por no decir nulo, interés en la literatura
rusa, me perdí. Comencé a pensar en ese maldito olor que llegaba hasta mi
cerebro. Me cautivaba poco a poco y se iba escabullendo como anteriormente lo
había hecho la vagabunda para ingresar al vagón. Tengo un problema con el
sentido del olfato. Siempre he olido mejor que los demás. Recuerdo que tenía
una novia a la cual le apestaban los pies cuando se ponía ciertos zapatos.
Cuando íbamos en el camión para el cine o a otro lado, desde mi puesto sentía ese
olor a queso subir por mis fosas nasales, llegaba a mi garganta y pasaba a
esconderse en mi cerebro. Pocas veces toqué el tema del mal olor de sus pies,
pero cuando lo hice fue con brusquedad. Ahora cuando huelo algún queso viejo,
recuerdo al mujerón aquel.
El aroma de la
vagabunda me hizo perder el hilo de la plática. Estaba pensando en tratar de
apagar por un momento mi olfato. Mandar todo al diablo y bajarme en la
siguiente estación para cambiar de vagón. Le comenté eso a mi amiga pero me vio
de arriba a bajo como si buscara algo mal en mí. Me preguntó si realmente me
molestaba tanto, si era realmente intolerable el olor. Le contesté que sí, era
insoportable y ni un segundo más podría estar ahí. Mi amiga me quería fulminar
con la mira, al parecer había dicho algo malo y por desgracia en la estación
siguiente no descendimos.
Intenté respirar por
la boca, pero me daba más asco saber que ese olor podría llegar a mi garganta,
a mi lengua, qué sé yo, mejor que pasara por la nariz y no tocara más nada. Las
dos estaciones se me hicieron eternas y más porque mi amiga se había
encabronado por mi comentario.
Cuando por fin
llegamos a nuestro destino, mi amiga se bajó de prisa y me dejó atrás. Antes de
salir vi a la vagabunda, la cual estaba totalmente desmayada en el asiento y
varios jóvenes a su alrededor tapándose la nariz. Alcancé como pude a mi amiga
y la detuve por el hombro. Le pregunté por qué se había encabronado, si todo
iba bien. Me respondió con voz brusca y nada amigable que nunca había pensando
que yo fuera un mamón hijo de puta. Me quedé seco cuando escuché su respuesta. No
soy ni mamón y mucho menos hijo de puta, que mi madre es una santa, pendeja;
sin embargo, eso no se lo dije. Le pregunté si esa respuesta se debía a mi
reacción luego de aquel tufo insoportable. Se espantó aún más cuando utilicé tufo insoportable. Se fue más rápido de lo que salió del metro y me dijo
idiota.
Me quedé un momento en
el andén pensando seriamente en eso de mamón hijo de puta. Al parecer mi amiga cree
que debemos respetar los olores. Debemos tolerarlos al punto de no hacer mueca
ninguna cuando a alguien le apesta la boca, le huelen los pies o apesta en su
totalidad. Concuerdo con la idea de que la pobre apestosa vagabunda no tiene la
culpa, tal vez si por ella fuera se bañaba antes de salir, pero como a nuestros
gobiernos les ha faltado la plata y el ingenio, no han puesto por ahí, en cada
estación de metro, metrobús o jardín, una regadera pública.
Teniendo la culpa o
no, la vagabunda apestaba. Tenía todo el derecho de hacer muecas, de taparme la
nariz, hasta de haber vomitado si se me hubiera dado la gana. La mujer está en
todo su derecho de no bañarse y yo tengo el mismo derecho de decir que
apestaba. No hay nada de malo en decir la cosas como son; sin embargo, en ocasiones
la gente piensa que por hacerlo se atenta contra el desvalido, desprotegido y
apestoso. Mi amiga pudo haber pensado que no aguantaba a la pobre vagabunda por
su condición de vagabunda, lo que no sabe es que soy un semivagabundo también.
Tomé mi mochila y
seguí mi camino. Si mi amiga se encabronó por mi comentario, que se joda, no me
preocupa tanto. Mañana le hablaré o le mandaré un mensaje, olvidando el tema.
El enojo no le puede durar para siempre, porque como el olor, llega, permanece,
nos posee y luego se va a pa’l
carajo.
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