jueves, 1 de noviembre de 2012

Passion of Lovers


por El Doctor Pluma

En una de tantas noches en las que desgastaban los cuerpos intentando alcanzar el éxtasis físico al que todo ser humano pretende llegar, él le dijo, un tanto en tono de broma, pero con cierta carga de verdad, que prefería verla muerta antes que en los brazos de otro hombre.

Él sabía que bromeaba, ella no tanto, pero olvidó de inmediato las palabras, pues las pulsaciones carnales impidieron centrar su atención en frases promulgadas de buenas a primeras por su en aquel  entonces amante ideal.

Como tantas cosas en esta vida, y por detestable y petulante que resulte, el amor de ambos tocó su punto final cuando, sin avisar, la muerte, cual perra que es, acarició la delicada mano de aquella joven y sin detenerse a explicar las razones, como si fuese capaz de hacerlo, le arrancó de aquel lecho creado a partir de lo que sanamente podría llamarse afecto y cariño.

Los días que siguieron a aquel desastroso capítulo fueron, usted podrá imaginarlo, un infierno para él. Razones escasas para sonreír, para hablar, para pensar siquiera en un futuro, en ese futuro que se niegan quienes han perdido a algún ser querido, todo ello a razón de que la pérdida humana acaba con el mañana, con el después, con el segundo que viene… no hay futuro para quienes viven la muerte de cerca.

Ello mismo le ocurrió a aquel joven que, inexperto como todos en esta vida, no encontró otra alternativa más que cruzar a aquella habitación donde las penas suelen guarecerse para, de un golpe, arremeter en conjunto y suprimir toda voluntad de salir avante de la misión.

Perdióse, pues, en el mar de la decadencia y dejo que las pirañas le carcomieran la escasa piel que, después de tanto llanto, aún permanecía atada al hueso.

¿Acaso le habían matado sus celos, sus reproches, sus malditas vanidades o sus perversas fijaciones?

Tras mancillarse los intestinos con cualquier cantidad de elixires malignos que un ser humano, producto este pensamiento de las buenas costumbres de la sociedad, no debería ingerir, sentó su visión en aquella escena cuyo diálogo se resumía en simples palabras de adolescente: antes muerta que en los brazos de otro hombre.

¿Había terminado con la vida de su amada sólo por temor a verla, en otro momento y bajo otro contexto, atada en cuerpo y sentimiento a otra persona? Nada más falso.

La vida, con sus caprichos inexplicables y por tanto inexorables, había jugado una vez más con las piezas del tablero y, arrojados los dados al vacío, optó por arrancarle de su lado. Malditas son las reglas de un juego al que ni siquiera fuimos invitados a jugar, pero del cual formamos parte desde que nacemos.

¿Para que mataría, entonces, aquel amante a su amada, si el simple hecho de observarse solitario, ya sin su compañía, ya sin su aroma, ni sus pechos, ni sus muslos, ni ese corazón palpitante lleno de vida, le hacía el ser más miserable de este mundo?

Tras una serie de lucubraciones, todas éstas sin rumbo fijo, cayó en cuenta que la muerte, perra como lo es hasta ahora, no podía separar un amor tan profundo sólo por meras maniobras de estado-espacio-tiempo-forma.

El joven, aún perdido en ese delirio típico de quien se sabe abandonado, decidió lanzar la última moneda al pozo de los deseos y jugar el juego de la muerte.

Sin consideraciones que pudieran llevarlo a un inmediato arrepentimiento, vistióse cual elegante mozo que se mantiene a la espera de la mujer de su vida, ingenió un plan un tanto carente de brillantez y se lanzó, bajo la lluvia torrencial que azotaba a la ciudad, en busca de la lápida donde yacía su amada.

Sin importarle lo enfermo que pudiera verse exhumando un cadáver, desprovisto de toda razón naturalmente humana, se dio a la tarea de escarbar con sus propias manos hasta dar con aquel féretro, ahora seguramente hecho añicos por el tiempo, donde lo esperaban apacibles los restos de aquella mujer a la que alguna vez llegó a desear tanto como a la vida misma.

Llegado el punto donde las manos se encontraron con los huesos carcomidos y putrefactos, ciego tal vez por la adrenalina, tal vez por el amor aún expectante, soltó en llanto al mirar de frente aquel cráneo descarnado de su amante. Claro, la extrañaba como nunca antes.

La tomó en sus brazos y sin esperar a que la muerte se revelase para subestimar sus esfuerzos, de su smoking sacó una daga y penetróse el pecho con tan admirable delicadeza, que sólo un verdadero poeta, y no un escritor de segunda como éste, su servidor, habría podido capturar tan bella escena, matizada ésta con majestuosas palabras.

El cuerpo aún tibio del joven cayó de inmediato fulminado por el dolor del frío acero, mas nunca soltó el cuerpo de la mujer; el sufrimiento le aferró a ella como quien se siente amenazado y se niega a ser separado del regazo de la madre.

Muy a pesar de la tormenta y del desorden en la ahora destrozada tumba, los cuerpos abrazados, sumidos en el sueño eterno de los no vivos, habían logrado revelarse contra las leyes de la vida y la muerte y, de esta forma, también habían violando la lógica del círculo de la vida, trasladando su amor a otro terreno, al inmaterial, a donde los sentimientos, dicen los que saben, jamás perecen.

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