por El Doctor Pluma
En una de tantas noches en las que desgastaban los cuerpos
intentando alcanzar el éxtasis físico al que todo ser humano pretende llegar,
él le dijo, un tanto en tono de broma, pero con cierta carga de verdad, que prefería
verla muerta antes que en los brazos de otro hombre.
Él sabía que bromeaba, ella no tanto, pero olvidó de
inmediato las palabras, pues las pulsaciones carnales impidieron centrar su
atención en frases promulgadas de buenas a primeras por su en aquel entonces amante ideal.
Como tantas cosas en esta vida, y por detestable y petulante
que resulte, el amor de ambos tocó su punto final cuando, sin avisar, la muerte,
cual perra que es, acarició la delicada mano de aquella joven y sin detenerse a
explicar las razones, como si fuese capaz de hacerlo, le arrancó de aquel lecho
creado a partir de lo que sanamente podría llamarse afecto y cariño.
Los días que siguieron a aquel desastroso capítulo fueron,
usted podrá imaginarlo, un infierno para él. Razones escasas para sonreír, para
hablar, para pensar siquiera en un futuro, en ese futuro que se niegan quienes
han perdido a algún ser querido, todo ello a razón de que la pérdida humana
acaba con el mañana, con el después, con el segundo que viene… no hay futuro
para quienes viven la muerte de cerca.
Ello mismo le ocurrió a aquel joven que, inexperto como
todos en esta vida, no encontró otra alternativa más que cruzar a aquella
habitación donde las penas suelen guarecerse para, de un golpe, arremeter en
conjunto y suprimir toda voluntad de salir avante de la misión.
Perdióse, pues, en el mar de la decadencia y dejo que las pirañas
le carcomieran la escasa piel que, después de tanto llanto, aún permanecía
atada al hueso.
¿Acaso le habían matado sus celos, sus reproches, sus
malditas vanidades o sus perversas fijaciones?
Tras mancillarse los intestinos con cualquier cantidad de elixires
malignos que un ser humano, producto este pensamiento de las buenas costumbres
de la sociedad, no debería ingerir, sentó su visión en aquella escena cuyo diálogo
se resumía en simples palabras de adolescente: antes muerta que en los brazos
de otro hombre.
¿Había terminado con la vida de su amada sólo por temor a
verla, en otro momento y bajo otro contexto, atada en cuerpo y sentimiento a
otra persona? Nada más falso.
La vida, con sus caprichos inexplicables y por tanto
inexorables, había jugado una vez más con las piezas del tablero y, arrojados
los dados al vacío, optó por arrancarle de su lado. Malditas son las reglas de
un juego al que ni siquiera fuimos invitados a jugar, pero del cual formamos
parte desde que nacemos.
¿Para que mataría, entonces, aquel amante a su amada, si el
simple hecho de observarse solitario, ya sin su compañía, ya sin su aroma, ni
sus pechos, ni sus muslos, ni ese corazón palpitante lleno de vida, le hacía el
ser más miserable de este mundo?
Tras una serie de lucubraciones, todas éstas sin rumbo fijo,
cayó en cuenta que la muerte, perra como lo es hasta ahora, no podía separar un
amor tan profundo sólo por meras maniobras de estado-espacio-tiempo-forma.
El joven, aún perdido en ese delirio típico de quien se sabe
abandonado, decidió lanzar la última moneda al pozo de los deseos y jugar el
juego de la muerte.
Sin consideraciones que pudieran llevarlo a un inmediato
arrepentimiento, vistióse cual elegante mozo que se mantiene a la espera de la
mujer de su vida, ingenió un plan un tanto carente de brillantez y se lanzó,
bajo la lluvia torrencial que azotaba a la ciudad, en busca de la lápida donde
yacía su amada.
Sin importarle lo enfermo que pudiera verse exhumando un
cadáver, desprovisto de toda razón naturalmente humana, se dio a la tarea de
escarbar con sus propias manos hasta dar con aquel féretro, ahora seguramente hecho
añicos por el tiempo, donde lo esperaban apacibles los restos de aquella mujer a
la que alguna vez llegó a desear tanto como a la vida misma.
Llegado el punto donde las manos se encontraron con los
huesos carcomidos y putrefactos, ciego tal vez por la adrenalina, tal vez por
el amor aún expectante, soltó en llanto al mirar de frente aquel cráneo
descarnado de su amante. Claro, la extrañaba como nunca antes.
La tomó en sus brazos y sin esperar a que la muerte se
revelase para subestimar sus esfuerzos, de su smoking sacó una daga y penetróse
el pecho con tan admirable delicadeza, que sólo un verdadero poeta, y no un
escritor de segunda como éste, su servidor, habría podido capturar tan bella
escena, matizada ésta con majestuosas palabras.
El cuerpo aún tibio del joven cayó de inmediato fulminado
por el dolor del frío acero, mas nunca soltó el cuerpo de la mujer; el
sufrimiento le aferró a ella como quien se siente amenazado y se niega a ser
separado del regazo de la madre.
Muy a pesar de la tormenta y del desorden en la ahora
destrozada tumba, los cuerpos abrazados, sumidos en el sueño eterno de los no
vivos, habían logrado revelarse contra las leyes de la vida y la muerte y, de
esta forma, también habían violando la lógica del círculo de la vida, trasladando
su amor a otro terreno, al inmaterial, a donde los sentimientos, dicen los que
saben, jamás perecen.
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