Por: Martín Soares.
Su nombre no importa mucho en la
historia. Ella existió y es lo único que necesita saber usted. Hace varios años
que no sé de su existencia. La última vez que platicamos estábamos en un café
del centro de la ciudad. Ya en ese tiempo éramos los eternos amantes porque
teníamos una larga historia.
Ella era mi eterna pareja. Sabía
que a pesar de estar separados, a pesar de tener cada uno su familia, siempre
nos encontraríamos juntos, porque cabe aclarar que no creíamos en el amor como
lo ve la mayoría. No necesitábamos estar juntos para saber que estábamos enamorados
el uno del otro.
Nos conocimos en la universidad. Un
gran amigo me la presentó en la biblioteca de la institución. Ambos estudiaban
la misma carrera y él era un gran amigo mío. No caeré en el viejo romanticismo
de decir que desde que la vi me enamoré de ella, no, eso nunca pasa.
Compartíamos ciertos gustos, los cuales hicieron que nuestra amistad fuese
creciendo hasta terminar en una relación magnífica.
Duramos como novios alrededor de
6 años. Una relación con problemas normales, es decir, aquellos sin
importancia. Discutíamos por pequeñeces. No luchábamos mucho por los celos, ya
que sabíamos que cada uno era independiente y podía hacer lo que quisiera. Que
el engaño no radicaba en un beso o en un acostón de una noche, sino en la
mentira a nosotros mismos. Supe de sus aventuras porque ella me las platicaba y
no me sentía por ello incomodo… sólo a veces. Entendía que tenía necesidad de
conocer otro cuerpo, otras formas y que en verdad no me estaba engañando porque
el sentimiento por mí estaba presente, sabía que no me dejaría por ningún otro.
Aunque eso pasó sin tener que
besar o encamarse. El buen cabrón la invitó a caminar por la ciudad. Desconozco
de lo que se habló, pero debió ser algo interesante porque ella, desde esa
tarde, cambió por completo. Mentiría si no acepto que me dolió mucho nuestra
separación. Me fui a beber con los amigos hasta caer rendido, hasta mentar
madres a esa pinche ciudad que había prestado su hermosura para conquistar a la
mujer que amaba. Me encerré a ver películas, a leer, a escuchar música. No
deseaba saber absolutamente nada de lo que pasaba ahí a fuera, pero darle
tiempo al tiempo, me decían y así fue.
No supe nada de ella por dos
años. Rehíce mi vida, conocí otras personas, tuve nuevos amigos y esas cosas
que suelen pasar después de un rompimiento. Sin embargo, un día ella volvió.
Volvió para ser mi amiga. Una amiga de cama, de besos robados, de amantes
discretos en la ciudad que un día maldije.
Nuestros encuentros eran medio
imprevistos y medio acordados. La encontraba en sitios algunas veces y otras
tantas la citaba en nuestros lugares de siempre. Salíamos a comer, beber un
café y luego nos íbamos a un hotel para perdernos en las sabanas, en los besos,
en las caricias que parecían venir desde mucho tiempo atrás. Cuando salíamos de
nuestro improvisado salón amatorio cada uno seguía su camino y nos despedíamos
con un beso que no se daba, sino que se llevaba ya por dentro, como si fuera un
tatuaje pintado en los labios de cada uno.
Recuerdo a la perfección cuando
me anunció su casamiento. Se casaría con el cabrón que tanto odié. Lo conocí el
día de la boda, justo cuando llegamos a la recepción. Ella me presentó como su
mejor amigo y yo le dirigí a él una sonrisa amable y un abrazo. Ese día supe
que no era un cabrón, era buen hombre. Nos emborrachamos juntos y le dije que
se casaba con mi novia eterna. Él no entendió y sólo rió. También aquella noche
la besé, le di su beso de novia, atrás de una puerta que nos sirvió de
escondite. Le deseé lo mejor y no la volví a ver durante mucho tiempo.
Luego me casé con la segunda
mujer más bella que conocía. No invité a muchas personas, sólo unos cuantos
familiares de ambos. Tuvimos una boda sencilla, pero hermosa. Mi mujer nunca se
enteró de mi mejor amiga porque pensé que había desaparecido de mi vida por
completo.
Sin planear nada la vi una tarde
de septiembre. Los dos estábamos en la misma librería. Oteábamos la sección de
literatura hispanoamericana, nuestra eterna debilidad. Sus ojos se escondía en
la contraportada de un poeta chileno del siglo XX y yo tenía en la mano una
colección de cuentos de un escritor español. Le comenté, aún con tono de
desconocido, que ese poeta era el preferido del amor de mi vida. Cuando ella
volteó y me vio, el mundo no se detuvo ni nada de eso, sólo en nuestros ojos se
reflejó la alegría producida por la presencia de los dos en el mismo lugar.
Fuimos a tomar un café. Me
platicó sobre su hijo y su esposo. Sobre su vida y sus sinsabores. No hablé
mucho sobre mi vida, comenté lo esencial: mi boda, mi esposa, mi hija y mi
trabajo. Caminamos por la que ya era nuestra ciudad, nos pertenecía por derecho
ya que ella había visto toda nuestra historia juntos. Nos pertenecía como
nosotros le pertenecíamos. Caminamos hasta que los pies nos pidieron descanso y
luego, en una banca de un jardín perdido nos besamos como antes. Nos besamos
para recordad y para crear. Renacía lo muerto y nos convertíamos en los eternos
amantes.
Los eternos amantes
desaparecíamos por los rincones de la ciudad buscando hoteles, cafés y restaurantes.
No buscábamos alegría ni aventura en esas escapadas, sólo buscábamos nuestras
bocas, nuestras manos, nuestro cuerpo, pero principalmente nuestras palabras,
éstas eran las únicas importantes en nuestra relación. En la taza de café
nacían palabras, en el restaurante surgían de los platos y en los hoteles de
las almohadas aún sudadas, de las sucias sabanas y de nuestro cuerpo, del
cuerpo que pertenecía al otro.
Un par de años duró esa nueva
relación. Dos años nos conformamos con vernos dos veces a la semana. Ahora, no
sé nada de ella y sé que no volveré a verla porque aquella tarde en el café de
la calle Constitución se despidió. Me dio un adiós simple y sencillo. Un beso
suave y dulce en la boca y sus palabras tranquilas, a pesar de la terrible
historia que le perseguía, intentaron aplacar la tormenta de tristeza que nos
habitaba.
Desde ese día visito el café sólo
para recordarla. Veo pasar a la gente por el cristal del local y todo me
recuerda ella. Y ahí estoy todos los jueves, mirando a la calle y viéndola pasar
con sus movimientos que irradiaban alegría y hermosura. Ahí ella está, justo detrás
del cristal.
1 comentarios:
zas..... suele pasar ajajajaja
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