martes, 23 de octubre de 2012

Los eternos amantes

Por: Martín Soares.

Su nombre no importa mucho en la historia. Ella existió y es lo único que necesita saber usted. Hace varios años que no sé de su existencia. La última vez que platicamos estábamos en un café del centro de la ciudad. Ya en ese tiempo éramos los eternos amantes porque teníamos una larga historia.

Ella era mi eterna pareja. Sabía que a pesar de estar separados, a pesar de tener cada uno su familia, siempre nos encontraríamos juntos, porque cabe aclarar que no creíamos en el amor como lo ve la mayoría. No necesitábamos estar juntos para saber que estábamos enamorados el uno del otro.

Nos conocimos en la universidad. Un gran amigo me la presentó en la biblioteca de la institución. Ambos estudiaban la misma carrera y él era un gran amigo mío. No caeré en el viejo romanticismo de decir que desde que la vi me enamoré de ella, no, eso nunca pasa. Compartíamos ciertos gustos, los cuales hicieron que nuestra amistad fuese creciendo hasta terminar en una relación magnífica.

Duramos como novios alrededor de 6 años. Una relación con problemas normales, es decir, aquellos sin importancia. Discutíamos por pequeñeces. No luchábamos mucho por los celos, ya que sabíamos que cada uno era independiente y podía hacer lo que quisiera. Que el engaño no radicaba en un beso o en un acostón de una noche, sino en la mentira a nosotros mismos. Supe de sus aventuras porque ella me las platicaba y no me sentía por ello incomodo… sólo a veces. Entendía que tenía necesidad de conocer otro cuerpo, otras formas y que en verdad no me estaba engañando porque el sentimiento por mí estaba presente, sabía que no me dejaría por ningún otro.

Aunque eso pasó sin tener que besar o encamarse. El buen cabrón la invitó a caminar por la ciudad. Desconozco de lo que se habló, pero debió ser algo interesante porque ella, desde esa tarde, cambió por completo. Mentiría si no acepto que me dolió mucho nuestra separación. Me fui a beber con los amigos hasta caer rendido, hasta mentar madres a esa pinche ciudad que había prestado su hermosura para conquistar a la mujer que amaba. Me encerré a ver películas, a leer, a escuchar música. No deseaba saber absolutamente nada de lo que pasaba ahí a fuera, pero darle tiempo al tiempo, me decían y así fue.

No supe nada de ella por dos años. Rehíce mi vida, conocí otras personas, tuve nuevos amigos y esas cosas que suelen pasar después de un rompimiento. Sin embargo, un día ella volvió. Volvió para ser mi amiga. Una amiga de cama, de besos robados, de amantes discretos en la ciudad que un día maldije.

Nuestros encuentros eran medio imprevistos y medio acordados. La encontraba en sitios algunas veces y otras tantas la citaba en nuestros lugares de siempre. Salíamos a comer, beber un café y luego nos íbamos a un hotel para perdernos en las sabanas, en los besos, en las caricias que parecían venir desde mucho tiempo atrás. Cuando salíamos de nuestro improvisado salón amatorio cada uno seguía su camino y nos despedíamos con un beso que no se daba, sino que se llevaba ya por dentro, como si fuera un tatuaje pintado en los labios de cada uno.

Recuerdo a la perfección cuando me anunció su casamiento. Se casaría con el cabrón que tanto odié. Lo conocí el día de la boda, justo cuando llegamos a la recepción. Ella me presentó como su mejor amigo y yo le dirigí a él una sonrisa amable y un abrazo. Ese día supe que no era un cabrón, era buen hombre. Nos emborrachamos juntos y le dije que se casaba con mi novia eterna. Él no entendió y sólo rió. También aquella noche la besé, le di su beso de novia, atrás de una puerta que nos sirvió de escondite. Le deseé lo mejor y no la volví a ver durante mucho tiempo.

Luego me casé con la segunda mujer más bella que conocía. No invité a muchas personas, sólo unos cuantos familiares de ambos. Tuvimos una boda sencilla, pero hermosa. Mi mujer nunca se enteró de mi mejor amiga porque pensé que había desaparecido de mi vida por completo.

Sin planear nada la vi una tarde de septiembre. Los dos estábamos en la misma librería. Oteábamos la sección de literatura hispanoamericana, nuestra eterna debilidad. Sus ojos se escondía en la contraportada de un poeta chileno del siglo XX y yo tenía en la mano una colección de cuentos de un escritor español. Le comenté, aún con tono de desconocido, que ese poeta era el preferido del amor de mi vida. Cuando ella volteó y me vio, el mundo no se detuvo ni nada de eso, sólo en nuestros ojos se reflejó la alegría producida por la presencia de los dos en el mismo lugar.

Fuimos a tomar un café. Me platicó sobre su hijo y su esposo. Sobre su vida y sus sinsabores. No hablé mucho sobre mi vida, comenté lo esencial: mi boda, mi esposa, mi hija y mi trabajo. Caminamos por la que ya era nuestra ciudad, nos pertenecía por derecho ya que ella había visto toda nuestra historia juntos. Nos pertenecía como nosotros le pertenecíamos. Caminamos hasta que los pies nos pidieron descanso y luego, en una banca de un jardín perdido nos besamos como antes. Nos besamos para recordad y para crear. Renacía lo muerto y nos convertíamos en los eternos amantes.

Los eternos amantes desaparecíamos por los rincones de la ciudad buscando hoteles, cafés y restaurantes. No buscábamos alegría ni aventura en esas escapadas, sólo buscábamos nuestras bocas, nuestras manos, nuestro cuerpo, pero principalmente nuestras palabras, éstas eran las únicas importantes en nuestra relación. En la taza de café nacían palabras, en el restaurante surgían de los platos y en los hoteles de las almohadas aún sudadas, de las sucias sabanas y de nuestro cuerpo, del cuerpo que pertenecía al otro.

Un par de años duró esa nueva relación. Dos años nos conformamos con vernos dos veces a la semana. Ahora, no sé nada de ella y sé que no volveré a verla porque aquella tarde en el café de la calle Constitución se despidió. Me dio un adiós simple y sencillo. Un beso suave y dulce en la boca y sus palabras tranquilas, a pesar de la terrible historia que le perseguía, intentaron aplacar la tormenta de tristeza que nos habitaba.

Desde ese día visito el café sólo para recordarla. Veo pasar a la gente por el cristal del local y todo me recuerda ella. Y ahí estoy todos los jueves, mirando a la calle y viéndola pasar con sus movimientos que irradiaban alegría y hermosura. Ahí ella está, justo detrás del cristal.    

1 comentarios:

zas..... suele pasar ajajajaja