por PIG
Linda trabajaba en una oficina postal del centro de la
ciudad. Era un sitio viejo, rancio, de esos que apestan a color sepia por lo
aburrido de su estancia. Pero Linda, ella era la excepción, era el matiz vivo
de todo lo medianamente muerto de aquel lugar.
Hacía honor a su nombre, eso era obvio para todos: un lindo
rostro, una linda figura (tetas y nalgas duras y firmes), una mirada excitante;
la mujer que todo jefe de área quiere llevarse a la cama como trofeo sexual. Y
Linda estaba consciente de las erecciones que provocaba en la oficina, lo sabía
y se aprovechaba de ello para hacer su trabajo a medias o pedir favores a
cambio de sonrisas coquetas.
El contrato decía “Labores generales de oficina”, pero se
dedicaba única y exclusivamente a pasar su lengua por los sobres que llegaban y
que requerían ser enviados lo antes posible.
Esa lengua era un desperdicio consciente, todo mundo lo
sabía; Linda fingía ignorarlo. El jefe la acechaba en busca de un descuido para
llevarla a su “despacho” y “despacharla” como, por contrato, era su obligación.
Nadie sabía si alguien había tenido la fortuna de tener un
romance o una aventura con ella; muchos se jactaban de haber pasado una noche
en un hotel con Linda (falso); otros se creían los elegidos para el acto, pues
en repetidas ocasiones recibían miradas insinuantes.
¿Una puta? Jamás, era el tesoro de la oficina a la que todos
querían.
Un día, la puta… es decir, el tesoro de la oficina, recibió
un paquete de sobres con sus respectivas cartas. Vamos, no era nada fuera de lo
común: abrir el sobre, meter la carta, pasar la lengua por encima del pegamento
seco y cerrar el sobre. Unas treinta o cuarenta veces.
Acabó exhausta, la lengua y ella, y concluyó la jornada. Un
par de besos para dejar la llama prendida en más de uno de sus compañeros, la
despedida cariñosa con el jefe y a la mierda el trabajo, al menos ese día.
Días después, Linda llegó, como siempre, tarde a la oficina,
pero su rostro no era el de todas las mañanas, el que denotaba belleza y
juventud, maquillaje caro y cero imperfecciones: tenía un rostro enfermo,
pálido, sucio quizá.
La preocupación (interesada) no se hizo esperar por parte de
los hombres del servicio postal. La idea de tomar la mañana libre para llevar a
Linda a su casa revoloteaba en la pinga de medio departamento.
¿Qué coño pasaba con ella? El único con autorización para
preguntar sin verse como un interesado en busca de sexo casual (aunque así
fuese) era el jefe. Linda tenía una infección, pero con un día de descanso o
dos sería suficiente, volvería a su rutina, dejando la estela de perfume a su
paso y causando infidelidad de pensamiento en todos lados.
Un día, dos, tres, cinco. Linda no se reportaba. El jefe,
preocupado porque su personal trabaja sin inspiración y porque, claro, también
extrañaba verle las nalgas a la joven rubia, acudió a su departamento para
saber qué había pasado con “su” trabajadora estrella y de paso, entre líneas, ofrecerle
un aumento a cambio de favores carnales.
No, Linda estaba pudriéndose en vida, ya no era sexualmente
atractiva, sus tetas y nalgas, que alguna vez fueron duras y firmes, ahora
desaparecían bajo sus ropajes. Su bello rostro ya no estaba donde antes… su
lengua, esa lengua que se antojaba toda sexo oral, estaba bastante hinchada, no
le cabía en la boca, se desbordaba de forma asquerosa.
Algo había que hacer para que la obviedad sexual no fuera
tan obvia. El jefe llamó a una ambulancia, la llevaron a la sala de urgencias y
estuvo ahí durante un par de horas.
El parte médico: uno de esos sobres postales contenía
huevecillos de cucaracha; al pasar su lengua sobre ellos, los huevecillos se incubaron
y encontraron el alimento para desarrollarse a tope con la carne interna de su
lengua. Grotesco.
Linda fue despedida antes de morir, así no tenían que pagar
gastos médicos y todas esas cosas que el jefe tiene que pagar cuando uno de sus
trabajadores se enferma o muere. Muerta ya no era sexualmente atractiva, nadie
le lloró. Menos mal que fueron sobres de cartas y no pingas.
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