jueves, 12 de diciembre de 2013

Imperfección

por Amethyst

Marcela caminó entre los pasillos de la tienda un poco más relajada y un tanto pensativa. Ya había reunido en el carrito todo lo que necesitaba para la despensa, sin embargo sabia que le sobraría un poco de dinero, el cual no quería gastar en más “calorías” o en ofertas engañosas de productos que no necesitaba. Se desvió del pasillo de carnes frías y del de galletas y chocolates, caminó deliberadamente por el pasillo de bebés; la ropita y los pañales no le llamarían para nada la atención y sí la conducirían a los de la ropa para “dama”.

Sus ojos se agrandaron cuando descubrió que todos los calzones y sostenes eran de color rojo, amarillo y dorado; un golpecito en el corazón que retumbo hasta su estomago le recordó que estaban próximas las fiestas de fin de año. ¿Cómo lo pudo haber olvidado? Pero si apenas estamos en los primeros días de noviembre.

Desilusionada por comprar algo bonito empezó a descolgar uno y otro para revisarlo. De hecho ya no tenía ganas de comprar ropa, “pero esto duraría toda la temporada, de aquí hasta que termine el año”, pensó para sí, Entonces por qué no comprar algo, por qué no seguirle la corriente a todos, por qué no estar feliz de ponerse “rojo en la Navidad y amarillo en año nuevo”. ¡Qué flojera! Sonrió burlonamente y replico: “lo haría si alguien los admirara y me los quitara”.

Un timbre discreto de su celular la sacó de sus pensamientos perversos, era el número de su madre que ya le había llamado seis veces en una hora de estar en la tienda. Apresuró el paso y buscó la fila menos saturada. Aun cuando quiso poner atención a la empleada en toda la letanía de preguntas que le emitió “¿encontró lo que buscaba?, ¿desea hacer una recarga?, ¿redondea sus centavos?”, se limitó a contestar “no”, pagó rápidamente y tomó las bolsas para dirigirse a su auto. El celular sonó nuevamente y esta vez contestó irritada a la llamada.

Sintió un gran alivio cuando introdujo la llave en la puerta de su apartamento, al fin podría comer algo y descansar antes de volver al trabajo. Con el rabillo del ojo se percató que la vecina de enfrente había colgado ¡ya! una corona con muñequitos y escarchas brillantes con la frase cursi de ¡let it snow! Nuevamente sintió el movimiento del estómago, una especie de cólico repulsivo con un toque de intolerancia.

Puso música como todas las veces que comía, le agradaba disfrutar cada bocado de comida; en realidad se sentía plena y a salvo en ese lugar donde cada detalle, cada mueble, cada utensilio había sido cuidadosamente seleccionado por ella. El trabajo en la Secretaría de Hacienda le había redituado esas comodidades que no cualquiera podía darse; sabía que había vendido su alma a ese empleo, cada día desde muy temprano la absorbía, tres horas para comer y otra vez hasta muy entrada la noche regresaba a su refugio.

Cansada de dar explicaciones de su estado civil “sola”, se limitaba a contestar: simplemente no existe el hombre perfecto para mí. Ya algunas de sus primas y familiares cercanos le habían llamado lesbiana en varias ocasiones, pero eso no le importaba, sabía que la envidiaban y por lo mismo evitaba tener contacto familiar alguno, incluyendo a su madre, que pensaba casi igual. 

El hombre perfecto no existía, aquél a quien amaba era tan imperfecto como la  vida, como la sociedad, como la Navidad. Vivía en cada latido de su corazón, inundaba cada pensamiento en la mente de Marcela, respiraba por cada poro de su piel, cada acción de todos y cada uno de los días del año eran en torno a él.

Y es que era imposible no amar a alguien así, lo había esperado durante tanto, lo había buscado en cada rincón que visitaba. Cuando se conocieron fue un choque de trenes, desde la primera vez que se miraron no dejaron de hacerlo con la misma pasión y deseo siempre. Decidió amarlo porque aquel hombre que pertenecía a una familia, que tenía hijos y una esposa amorosa le desnudaba el alma con sólo mirarla. Sólo él la ponía nerviosa con aquellos ojos claritos como la miel, profundos y seductores, que la hacían perder el aliento.

Tuvieron contacto dos veces por semana durante un año, él proveía los materiales de papelería a la secretaría, con ella tenía que ver lo de los pedidos y recepciones de dichos materiales. La relación comercial permitió que intercambiaran sus historias de vida, ambas rutinarias y vacías, ambos esclavos del capitalismo y la simulación de sentimientos, siempre bajo la mirada atónita de quienes no entendían el porqué de las carcajadas de Marcela con ese hombre. Ella que siempre había demostrado una pulcritud y seriedad inamovible. Nunca se vieron fuera del trabajo, había llamadas, mensajes, promesas y miradas, sobre todo miradas.

Cuando lo removieron del trabajo, Marcela lo buscó desesperada, le mandó miles de mensajes diciéndole que no le importaba que estuviera casado, que… le entregaba su vida. Nunca hubo respuesta.

Es Navidad, se escuchan las risas alegres, la música guapachosa que nunca ponen los del 303 porque ellos compran en “Zara”, pero hoy se lo permiten porque es “Navidad”. Hay que estar alegres, en el teléfono hay cantidad de llamadas de la madre de Marcela. Ni loca iría a cenar con su familia,

Acostada con las luces apagadas, una copa de vino tinto en la mano derecha y la otra acariciando su cabello, suspira, se imagina cómo será la cena de navidad de Enrique; el recuerdo de esos ojos que la seguían cuando ella caminaba hacia el escritorio contiguo, el roce de sus manos cuando intercambiaban documentos, el beso rápido sin cerrar los ojos para ver cuando alguien viniera, todo eso que ella habría escogido minuciosamente para tener una relación.

Hace frio, sin embargo Marcela decide quitarse el fino vestido que compró hace tiempo para una conferencia, lleva los calzones y el sostén rojos que compró; se mira en el espejo, le agrada lo que ve: es una silueta delgada bien proporcionada.


Se acaricia las piernas y luego su cabello, se toca los pezones y lleva su mano a la vagina que esta húmeda y ansiosa de que esa mano fuese de Enrique.  Los movimientos suaves y sensuales le llevan a un orgasmo único. Entre sollozos y gemidos pronuncia un solo nombre. El cansancio y también las varias copas de vino que tomó la llevan a la cama; duerme profundamente y no alcanza a escuchar el teléfono que insistentemente llama, un mensaje aparece en la pantalla: “Feliz Navidad”.

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