miércoles, 4 de diciembre de 2013

Felices fiestas

Por: Gustavo Y.

I
Adolfo parece estar cansado luego de andar por toda la ciudad. Ha ido a buscar los adornos de navidad que Liliana, su esposa, le pidió. Al salir del trabajo se despidió de sus compañeros y tomó el metrobús para dirigirse al centro. Realizar estas compras le parece insulso; sin embargo las recientes peleas con su mujer le han obligado a aceptar condiciones que le impuso en el último conflicto.

La más reciente discusión nació porque Adolfo no le ayudó a colocar la ofrenda de Día de Muertos. En vez de ello, él salió con sus amigos a ver el futbol. Aquella tarde la pasó muy a gusto comentando los recientes resultados de su equipo mientras su mujer compraba la fruta, cocinaba la comida y colocaba la ofrenda. Al regresar a casa Adolfo no hizo ni un comentario acerca de la labor de su esposa. Se fue directo al cuarto, abrió su libro y continuó con su lectura.

Su mujer se aproximó a él. Le preguntó cómo había estado su día y él le respondió con toda cordialidad. Esa manera de contestar, molestó aún más a su esposa. No pudo pensar sus palabras e insultó a Adolfo. Le recriminó su falta de interés por ella, su escasa disposición para compartir momentos y sobre todo por su frialdad en la cama. Adolfo le pidió disculpas, prefería siempre evitar una pelea que iniciarla. Prometió que cambiaría su comportamientos y desde ese momento intentó ser un hombre diferente.

II
Al bajar del metrobús vio las miles de personas que compraban los artículos navideños. Esferas, luces, árboles, nieve en aerosol y todos esos productos importados. Sintió una fatiga enorme al pensar que debía adentrarse en las sucias calles de la ciudad. Odiaba en general la urbe, pero nada podía hacer. Él vivía ahí desde que había nacido y no tenía el valor suficiente para abandonar su lugar de origen, su trabajo y sus pocas amistades para dirigirse a un nuevo sitio.

Alguna vez pasó por su cabeza salir del país. Buscar un empleo que lo llevara a otra nación donde se hablara español y en la cual pudiera desenvolverse sin dificultad alguna. Sólo lo pensó durante un par de meses, con el tiempo y sobre todo con la carga de trabajo olvidó esa inquietud. Intentaba salir lo menos posible al centro de la ciudad, sin embargo, en esta situación debía hacer un gran esfuerzo por su mujer.

Recorrió las primeras calles sin comprar nada. Ni siquiera se detuvo a preguntar precios o a revisar los productos. Caminó sin sentido, olvidando a cada paso la promesa que había hecho. Olvidando que su relación matrimonial estaba puesta en la lista de productos que su mujer le había dado.

Llegó a una cafetería que tenía mesas sobre la banqueta y se sentó. El joven mesero le llevó la carta, pero no gastó miradas en observar los alimentos. Pidió un café americano y con toda cordialidad le regresó al chico la hoja de papel ya arrugada y manchada de café. Sacó de su bolsillo derecho un cigarro y del otro un encendedor que su madre le regaló el año pasado. Con un ademán pidió, desde su asiento, un cenicero. Al darle la primera calada al cigarro pensó en todo lo que tenía que comprar, en las cajas que debía cargar a su casa y en el mundo de gente que encontraría en el metro a su regreso. No obstante, justo cuando empezaba a sentir desespero, imaginó la cara de su mujer. La sonrisa que tal vez le regalaría al regresar a casa y la taza de café que le prepararía. Su esposa era la única persona en el mundo que le provocaba un sentimiento. El resto del mundo era sólo un lugar donde debía habitar porque era un ser humano. Un sitio, una vida que él no había elegido, pero que debía vivir porque las cosas eran así; sin embargo, su esposa era la única verdadera elección que él había hecho. El amor se encontraba en ese acto y por ello debía seguir las reglas que su mujer le dictaba para ser un hombre normal y común como ella era una mujer normal y común.

III
Apuró su taza de café y enseguida se dirigió a realizar las compras. No comparó precios ni la calidad de los productos. No le importó desenbolsar una suma algo elevada por los artículos, sólo deseaba salir de ese sitio e irse a casa para decirle a su mujer, sin afán de discutir, que lo único verdaderamente hermoso en esta vida era ella.

En el camino hacia el metro compró un ramo de rosas. Con las manos apenas libres introdujo su boleto en el torniquete y con varios esfuerzos subió al vagón. El metro, como él ya lo había imaginado, iba repleto. Los usuarios sudaban y el vagón se llenaba de un olor asqueroso a sudor y mugre. Él, como siempre, no sintió asco ni repulsión.

Luego de ocho estaciones bajó y caminó a su casa. En las calles ya se respiraba ese olor característico de la navidad. Ponche, frutas, pólvora. Las luces ya adornaban las casas y los villancicos salían de los puestos de cidis piratas. Llegó a casa un poco agitado porque en los últimos metros había apurado el paso. Por fin deseaba hablar sinceramente con su esposa, decirle todo lo que se había callado porque pensaba que era demasiado cursi. Peparó un discurso mental donde le agradecía por existir, donde le platicaba que su vida no tendría sentido alguno sin su presencia, que ella había sido su única elección acertada y que él, aun siendo un hombre frío, la amaba.

Abrió la puerta de su hogar. Se escuchaba que su mujer estaba lavando los platos en la cocina. Dejó todas las cosas en la sala y sólo con el ramo de rosas llegó a ella. Liliana, al ver las rosas, corrió hacia él. Le rodeó el cuello con los brazos y lo besó en la boca. Un beso que duró poco tiempo pero que a la vez aproximó sus cuerpos. Él sintió una erección, ella también la sintió, por lo cual con un movimiento suave restregó sus pechos en el pecho de él.

Después del beso, Liliana abrazó con todas sus fuerza a Adolfo. Él percibió un olor extraño a Liliana, era colonia de hombre. Sin embargo, luego el perfume del cabello de Liliana lo transportó a los primeros días de noviazgo, se sintió sumamente feliz por encontrarse en ese momento. Al separarse luego del abrazo, los ojos de Adolfo se dirigieron al cuello de Liliana que estaba cubierto por una chamarra de cuello alto. Ahí, por un hueco pudo observar una marca morada, roja todavía. Su mujer escondía algo y él sabía qué era. Le dio dos besos, uno en cada párpado. El discurso que había preparado lo dejó para después. Liliana regresó al fregadero y él se fue directo a su cuarto para retomar su lectura.

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