Comencé a divagar y a viajar a través de años de vida
arrojada abruptamente a un charco de lodo. El inicio de la relación, amor puro,
desenfrenado, sin preocupaciones, sin necesidades que no fueran las naturalmente
sexuales. Ir, venir, conocer gente, conocer mundo, conocer la desesperación que
provoca un condón roto, una vez, dos, diez, casi todas las veces que
fornicamos. Mierda, nunca he sido bueno para colocar correctamente un condón.
Y ya. Era lo único que podía recordar. Mi relación con ella
se resumía en eso. ¿Entonces por qué coños no era tan sencillo olvidarla? La pregunta
me dio vueltas alrededor de una hora, hasta que caí en cuenta que lo que estaba
haciendo era precisamente con la intención de no pensar en la respuesta y
lanzar todo, junto con ella misma, por la borda.
Segundo día. Qué puta madre estaba pensando. Desde el inicio
sabía que no lo lograría, pero envalentonado por mi carga de adrenalina entré al
ruedo, sin capote, sin armadura, descalzo, sin muchos cigarrillos, sin toro, ni
público.
El alcohol era suficiente para la recta final. Mi hígado era
el que parecía inservible. Orinaba despacio, el ardor me tambaleaba; el hedor
del orín acumulado me distorsionaba el escenario. Más de una vez mojé mi mano
pero evité a toda costa el contacto con el agua. Si ya estaba tomándola con
licor, sería un descaro lavarme después de orinar o, peor aún, tomar una ducha.
Era un despojo de ser, un cretino. Apestaba a perdición. Pero lo
estaba logrando. Si en aquel momento hubiese habido un espejo, seguramente al verme
reflejado en él habría caído en un llanto inconsolable. Pero ni en el agua me
reflejaba, ni el agua se atrevía a dibujar sobre su superficie mi estampa,
raquítica, deplorable.
Me levanté, o eso intenté, y caí como plomo sobre el piso
lleno de ceniza, polvo y sudor seco y una serie de sustancias que preferí no
averiguar exactamente qué eran. Llevaba horas en la misma posición, sólo me
levantaba para orinar, desacomodar un poco más los muebles y de vuelta a mis
cincuenta centímetros cuadrados de estancia.
Con el ánimo fulminado y con el lívido en cero, decidí
masturbarme. Mano izquierda, miembro de fuera, imposible. Era un genio con mi
mano derecha, era muy hábil, orgasmo seguro, pero estaba aún convaleciente de
los azotes sádicos que le había propinado un día anterior.
Si tan sólo estuviera ella… no, tendría que levantarme, hablar,
explicarle todo el embrollo, excusarme y
pedir permiso para ir al baño, lavarme las manos, vaciar mi bebida y hacerme el
derrotado, una vez más, frente a ella.
Un día, sólo un día más. Bendito sea el señor que siempre
tuve esa manía de apagar los cigarros antes de que se consumieran por completo.
Fumé lo que alcancé a rescatar de las colillas, fumé el filtro, y sólo porque
la naturaleza sigue tan imperfecta como siempre, pues habría fumado de mis
dedos si fuera posible.
Era una locura demencial. Ya no era el efecto del chupe, no
era mi intestino retorciéndose de hambre, era el cansancio, del cuerpo, de la
mente, del alma. Necesitaba cerrar los ojos, descansarlos un poco. Si lo hacía
caería en los brazos de la puta de Morfeo y mi misión habría valido un pinche
carajo.
“Se me acabó la fuerza de mi mano derecha”, se acabaron los
cigarrillos, el alcohol, el deseo de alimentarme. Era necesario salir y buscar
un poco de dinero para comprar más vino. Tarea difícil en una ciudad llena de
cámaras de vigilancia, un big brother
pequeño y de tercer mundo. Y en estas condiciones hasta las cucarachas huirían
de mí antes de siquiera poder acercarme lo suficiente para pescarlas,
quemarlas un poco con mi encendedor y
masticarlas para sacarle provecho a su carne tostada.
Regresé a mi habitación, cual atleta que no ha logrado
hacerse de una medalla en los juegos olímpicos. Perfume con agua, cloro con
agua, orines con agua, agua con agua. Estaba perdido.
Si cambiaba el menú terminaría por abortar la misión. Entre
la meta y yo había una brecha de ocho horas. Podía lograrlo, sólo era cuestión
de mantenerme despierto, ocupado, fumando, bebiendo y pensando en ella, así el
recuerdo y el desprecio hacia su persona avivaría mi escondida voluntad y me
empujaría a culminar mis tres días de estupidez.
Fumé (o intenté hacerlo) los restos de periódico, fumé las
revistas, los libros, el papel higiénico, parte de un calcetín. No, era
imposible, tarde o temprano se secaría mi garganta y me vería en la necesidad
de beber algo para calmar la sequedad. Y si bebía agua explotaría y moriría al
instante. Y morir no era una salida, quería olvidarla, pero no joder mi vida
por completo sólo porque nunca me supe poner correctamente un condón. No era humano
hacer eso.
Mordí mi mano izquierda y me encontré con unas uñas largas,
delgadas, mugrosas, llenas de no sé qué tanta basura, listas para devorarse. Al
menos mi hambre dejaría de ser un problema. ¿Beber? Recordé aquel experimento
con un can, que al mostrarle comida de inmediato comenzaba a salivar. No la vi,
pero la pensé (la comida), pensé en todo lo que en ese momento sería capaz de
tragar: filetes de pescados, cortes de carne, chatarra china, pastelillos,
tortas, tacos, hamburguesas, pizzas, un coño, unas piernas.
Eureka, comencé a salivar como nunca y la saliva surgió sin
gran problema. Otro problema resuelto. Ahora era cuestión de esperar, gastar
unas cuantas horas y dejar que el estado de podredumbre llegara para sentirme
miserable y empezar a olvidar.
Después de trituradas mis uñas hasta el límite y succionada
hasta la última gota de saliva, y una vez pasadas las horas necesarias para
concluir mi campaña de tres días, decidí dar por concluida la labor.
Froté mis manos sobre mi rostro y logré como pude
incorporarme. Todo me daba vueltas. Mi cuerpo estaba inservible, ni escupir
podía, ni parpadear normalmente, ni pensar; hablar hubiera sido algo
extraordinario en ese momento.
Salí de la habitación, apestoso, devastado, con las piernas
temblando. La decadencia estaba presente, me inundaba, me abrazaba, me tocaba
los huevos. Era ése el momento que estaba esperando, pero ahí, parado frente a
mi puerta, el recuerdo de aquella bastarda vino y me inundó. Puedo asegurar que,
no me crean, tuve una erección, pero tal vez fue mi imaginación.
Mierda y mil veces mierda. Si mi misión hubiese tenido éxito
no habría escrito todo esto. No la olvidé, estuve dos semanas internado en el
hospital luego del jueguito ese de beber y olvidar; saliendo del sanatorio me
casé con ella.
Ya no bebo, ni fumo; orino y desaguo el escusado como dios
manda; las moscas me dan nauseas. Pero sigo, a estas alturas del partido, sin
saberme poner un condón correctamente.
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