lunes, 5 de agosto de 2013

Un buen sabor de boca (II/II)

Comencé a divagar y a viajar a través de años de vida arrojada abruptamente a un charco de lodo. El inicio de la relación, amor puro, desenfrenado, sin preocupaciones, sin necesidades que no fueran las naturalmente sexuales. Ir, venir, conocer gente, conocer mundo, conocer la desesperación que provoca un condón roto, una vez, dos, diez, casi todas las veces que fornicamos. Mierda, nunca he sido bueno para colocar correctamente un condón.

Y ya. Era lo único que podía recordar. Mi relación con ella se resumía en eso. ¿Entonces por qué coños no era tan sencillo olvidarla? La pregunta me dio vueltas alrededor de una hora, hasta que caí en cuenta que lo que estaba haciendo era precisamente con la intención de no pensar en la respuesta y lanzar todo, junto con ella misma, por la borda.

Segundo día. Qué puta madre estaba pensando. Desde el inicio sabía que no lo lograría, pero envalentonado por mi carga de adrenalina entré al ruedo, sin capote, sin armadura, descalzo, sin muchos cigarrillos, sin toro, ni público.

El alcohol era suficiente para la recta final. Mi hígado era el que parecía inservible. Orinaba despacio, el ardor me tambaleaba; el hedor del orín acumulado me distorsionaba el escenario. Más de una vez mojé mi mano pero evité a toda costa el contacto con el agua. Si ya estaba tomándola con licor, sería un descaro lavarme después de orinar o, peor aún, tomar una ducha.

Era un despojo de ser, un cretino. Apestaba a perdición. Pero lo estaba logrando. Si en aquel momento hubiese habido un espejo, seguramente al verme reflejado en él habría caído en un llanto inconsolable. Pero ni en el agua me reflejaba, ni el agua se atrevía a dibujar sobre su superficie mi estampa, raquítica, deplorable.

Me levanté, o eso intenté, y caí como plomo sobre el piso lleno de ceniza, polvo y sudor seco y una serie de sustancias que preferí no averiguar exactamente qué eran. Llevaba horas en la misma posición, sólo me levantaba para orinar, desacomodar un poco más los muebles y de vuelta a mis cincuenta centímetros cuadrados de estancia.

Con el ánimo fulminado y con el lívido en cero, decidí masturbarme. Mano izquierda, miembro de fuera, imposible. Era un genio con mi mano derecha, era muy hábil, orgasmo seguro, pero estaba aún convaleciente de los azotes sádicos que le había propinado un día anterior.

Si tan sólo estuviera ella… no, tendría que levantarme, hablar, explicarle todo el embrollo, excusarme y pedir permiso para ir al baño, lavarme las manos, vaciar mi bebida y hacerme el derrotado, una vez más, frente a ella.

Un día, sólo un día más. Bendito sea el señor que siempre tuve esa manía de apagar los cigarros antes de que se consumieran por completo. Fumé lo que alcancé a rescatar de las colillas, fumé el filtro, y sólo porque la naturaleza sigue tan imperfecta como siempre, pues habría fumado de mis dedos si fuera posible.

Era una locura demencial. Ya no era el efecto del chupe, no era mi intestino retorciéndose de hambre, era el cansancio, del cuerpo, de la mente, del alma. Necesitaba cerrar los ojos, descansarlos un poco. Si lo hacía caería en los brazos de la puta de Morfeo y mi misión habría valido un pinche carajo.

“Se me acabó la fuerza de mi mano derecha”, se acabaron los cigarrillos, el alcohol, el deseo de alimentarme. Era necesario salir y buscar un poco de dinero para comprar más vino. Tarea difícil en una ciudad llena de cámaras de vigilancia, un big brother pequeño y de tercer mundo. Y en estas condiciones hasta las cucarachas huirían de mí antes de siquiera poder acercarme lo suficiente para pescarlas, quemarlas  un poco con mi encendedor y masticarlas para sacarle provecho a su carne tostada.

Regresé a mi habitación, cual atleta que no ha logrado hacerse de una medalla en los juegos olímpicos. Perfume con agua, cloro con agua, orines con agua, agua con agua. Estaba perdido.

Si cambiaba el menú terminaría por abortar la misión. Entre la meta y yo había una brecha de ocho horas. Podía lograrlo, sólo era cuestión de mantenerme despierto, ocupado, fumando, bebiendo y pensando en ella, así el recuerdo y el desprecio hacia su persona avivaría mi escondida voluntad y me empujaría a culminar mis tres días de estupidez.

Fumé (o intenté hacerlo) los restos de periódico, fumé las revistas, los libros, el papel higiénico, parte de un calcetín. No, era imposible, tarde o temprano se secaría mi garganta y me vería en la necesidad de beber algo para calmar la sequedad. Y si bebía agua explotaría y moriría al instante. Y morir no era una salida, quería olvidarla, pero no joder mi vida por completo sólo porque nunca me supe poner correctamente un condón. No era humano hacer eso.

Mordí mi mano izquierda y me encontré con unas uñas largas, delgadas, mugrosas, llenas de no sé qué tanta basura, listas para devorarse. Al menos mi hambre dejaría de ser un problema. ¿Beber? Recordé aquel experimento con un can, que al mostrarle comida de inmediato comenzaba a salivar. No la vi, pero la pensé (la comida), pensé en todo lo que en ese momento sería capaz de tragar: filetes de pescados, cortes de carne, chatarra china, pastelillos, tortas, tacos, hamburguesas, pizzas, un coño, unas piernas.

Eureka, comencé a salivar como nunca y la saliva surgió sin gran problema. Otro problema resuelto. Ahora era cuestión de esperar, gastar unas cuantas horas y dejar que el estado de podredumbre llegara para sentirme miserable y empezar a olvidar.

Después de trituradas mis uñas hasta el límite y succionada hasta la última gota de saliva, y una vez pasadas las horas necesarias para concluir mi campaña de tres días, decidí dar por concluida la labor.

Froté mis manos sobre mi rostro y logré como pude incorporarme. Todo me daba vueltas. Mi cuerpo estaba inservible, ni escupir podía, ni parpadear normalmente, ni pensar; hablar hubiera sido algo extraordinario en ese momento.

Salí de la habitación, apestoso, devastado, con las piernas temblando. La decadencia estaba presente, me inundaba, me abrazaba, me tocaba los huevos. Era ése el momento que estaba esperando, pero ahí, parado frente a mi puerta, el recuerdo de aquella bastarda vino y me inundó. Puedo asegurar que, no me crean, tuve una erección, pero tal vez fue mi imaginación.

Mierda y mil veces mierda. Si mi misión hubiese tenido éxito no habría escrito todo esto. No la olvidé, estuve dos semanas internado en el hospital luego del jueguito ese de beber y olvidar; saliendo del sanatorio me casé con ella.

Ya no bebo, ni fumo; orino y desaguo el escusado como dios manda; las moscas me dan nauseas. Pero sigo, a estas alturas del partido, sin saberme poner un condón correctamente.  

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