martes, 30 de julio de 2013

Un buen sabor de boca (I/II)

por P.I.G.

Esa noche lo único que quería hacer era olvidarme de aquella bastarda, borrarla, embarrar su recuerdo como se embarra la mierda en el papel una vez que se ha defecado a gusto en un baño público. Para dicha tarea era necesario sentirme completamente mediocre, petulante y nefasto, un despojo de hombre. Y desde que me topé con él, no he encontrado mejor remedio que el alcohol.

Sólo era cuestión de beber tres o cuatro días, sentirme miserable, entrar en un estado de decadencia mental desorbitada, y tan pronto como la resaca se hiciere presente, comenzaría el lento y agónico proceso de olvidar.

Bebí como el joven que sabe que llegando a casa habrán de reprimirlo, lo hice sin descaro, primero con cigarrillos, muchos, luego no tantos. Tampoco mi situación económica me permitía una borrachera de lujo. Mis últimos ahorros me alcanzaron para hacerme de una botella enorme de licor barato y tres cajetillas de pitillos ilegales, hechos exclusivamente para deshacer las gargantas más curtidas que existan en el mundo.

Había que beber rápido, no podía darle tiempo a ella de descolgar el teléfono y en un ataque de arrepentimiento menopáusico llamarme y pedirme perdón por todo, o, en el peor de los casos, implorar por un espacio de tiempo en el que seguramente desahogaría sus penas, me recriminaría, me insultaría y después, como en un principio, concluiría con que aún no era tiempo para terminar definitivamente.

Debía ir un paso adelante. El primer día lo logré. Pude introducirme en el estado etílico con gran facilidad y creía que el resto del recorrido sería pan comido. El único problema era comer. Podía resistir dos o tres días bebiendo y fumando desproporcionadamente, pero la borraches de hambre y cansancio sería un reto un tanto complicado de superar.

Tomé parte del periódico que afanosamente coleccionaba cuando creía ser un periodista responsable, lo mojé con agua con sal y comí un poco. Era asqueroso, casi vomito y estuve a punto de ahogarme con el primer bocado.

Desistí y opté por mantenerme despierto y medianamente íntegro golpeando mi mano derecha contra la pared. Primero eran golpes mínimos, después aumentó la intensidad y con ella el dolor.

Un golpe, un trago, una bocanada de humo. Durante un par de horas ésa fue mi rutina, imparable. Si me mantenía bajo esa constante, o mi mano terminaría por reventar, o los cigarrillos por perecer, o mi botella, considerablemente llena aún, dejaría de serlo y me vería en la penosa necesidad de abandonar mi plan.

Con la mano izquierda todavía servible tomé una cubeta llena de agua, limpia al menos a simple vista, y vacié el licor para hacer una mezcla un tanto lúgubre de agua con alcohol.

El sabor, ustedes lo imaginarán, vomitable.

Tenía que mantenerme alejado del recuerdo, o llamarlo y atarlo a mí, tanto que me resultara execrable y así irlo alejando inconscientemente de mí, mantenerlo atado a una pata de la cama y no dejarlo ir hasta que yo decidiera hacerlo.

Los muebles, el sofá, la mosca volando incesante sobre mi cabeza, todo comenzaba a volverse interesante. Cambiar de lugar los muebles, partir en dos el sofá o partir en dos a la mosca, todo comenzaba a volverse una tarea necesaria.

Debo confesar que fue más fácil hacer lo primero, pues las moscas, mierderas como suelen serlo, son más difíciles de atrapar cuando se saben observadas por un desquiciado que sólo quiere entretenerse con su cuerpo y jugar a ser un hombre maduro que puede olvidar su vida en un lapso de borrachera inclemente.

No lo logré, preferí obsequiarle unos minutos más de vida. Al final, después de llegado el momento de concluir mi labor, ella estaría muerta (la mosca), enroscada en la telaraña de una tarántula de las que suele haber detrás de mi inservible estufa, o acabaría cediendo al humo del cigarrillo, o escaparía por la ventana en la primera oportunidad, o terminaría cortando sus alas y lanzando el último suspiro junto a mí.

Un día completo. Los esfuerzos parecían dar frutos. Pero los cigarrillos escaseaban, el olor del escusado comenzaba a volverse incómodo y encima el alcohol amenazaba con terminarse sin más.

Sobrevivir así cuatro días sería difícil, imposible. Cobardemente decidí reducir a tres días la jornada, con la condición de que acelerara el paso y duplicara las raciones. Bebería el doble, pensaría a la mitad, respiraría menos, y trataría de olvidar más, mucho más.

El ardor estomacal me doblegaba, era urgente un poco de sabor en mi bebida; era urgente también comer algo, engañar al organismo y hacerle creer que lo que ingería era un pedazo de bistec término medio, con aderezo de aceite animal y una guarnición de vegetales frescos. Todo eso parecía aquel pedazo de periódico (creo que era la sección de nota roja). Lo intenté de nuevo; lo probé, engañé a mi mente, pero mi estómago se dio cuenta de la treta y me obligó a escupirlo.

Estaba jodido. Tenía que resignarme a pasar tres días encerrado en mi habitación, solo, sin mucho aire puro, sin cigarrillos, sin alimento, sin mosca, intentando olvidar y con una cubeta llena de agualcohol.


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