por P.I.G.
Esa noche lo único que quería hacer era olvidarme de aquella
bastarda, borrarla, embarrar su recuerdo como se embarra la mierda en el papel
una vez que se ha defecado a gusto en un baño público. Para dicha tarea era
necesario sentirme completamente mediocre, petulante y nefasto, un despojo de
hombre. Y desde que me topé con él, no he encontrado mejor remedio que el
alcohol.
Sólo era cuestión de beber tres o cuatro días, sentirme
miserable, entrar en un estado de decadencia mental desorbitada, y tan pronto
como la resaca se hiciere presente, comenzaría el lento y agónico proceso de
olvidar.
Bebí como el joven que sabe que llegando a casa habrán de
reprimirlo, lo hice sin descaro, primero con cigarrillos, muchos, luego no tantos.
Tampoco mi situación económica me permitía una borrachera de lujo. Mis últimos
ahorros me alcanzaron para hacerme de una botella enorme de licor barato y tres cajetillas
de pitillos ilegales, hechos exclusivamente para deshacer las gargantas más
curtidas que existan en el mundo.
Había que beber rápido, no podía darle tiempo a ella de
descolgar el teléfono y en un ataque de arrepentimiento menopáusico llamarme y pedirme
perdón por todo, o, en el peor de los casos, implorar por un espacio de tiempo
en el que seguramente desahogaría sus penas, me recriminaría, me insultaría y
después, como en un principio, concluiría con que aún no era tiempo para
terminar definitivamente.
Debía ir un paso adelante. El primer día lo logré. Pude
introducirme en el estado etílico con gran facilidad y creía que el resto del
recorrido sería pan comido. El único problema era comer. Podía resistir dos o
tres días bebiendo y fumando desproporcionadamente, pero la borraches de hambre
y cansancio sería un reto un tanto complicado de superar.
Tomé parte del periódico que afanosamente coleccionaba
cuando creía ser un periodista responsable, lo mojé con agua con sal y comí un
poco. Era asqueroso, casi vomito y estuve a punto de ahogarme con el primer
bocado.
Desistí y opté por mantenerme despierto y medianamente
íntegro golpeando mi mano derecha contra la pared. Primero eran golpes mínimos,
después aumentó la intensidad y con ella el dolor.
Un golpe, un trago, una bocanada de humo. Durante un par de
horas ésa fue mi rutina, imparable. Si me mantenía bajo esa constante, o mi
mano terminaría por reventar, o los cigarrillos por perecer, o mi botella,
considerablemente llena aún, dejaría de serlo y me vería en la penosa necesidad
de abandonar mi plan.
Con la mano izquierda todavía servible tomé una cubeta llena
de agua, limpia al menos a simple vista, y vacié el licor para hacer una mezcla
un tanto lúgubre de agua con alcohol.
El sabor, ustedes lo imaginarán, vomitable.
Tenía que mantenerme alejado del recuerdo, o llamarlo y
atarlo a mí, tanto que me resultara execrable y así irlo alejando
inconscientemente de mí, mantenerlo atado a una pata de la cama y no dejarlo ir
hasta que yo decidiera hacerlo.
Los muebles, el sofá, la mosca volando incesante sobre mi
cabeza, todo comenzaba a volverse interesante. Cambiar de lugar los muebles,
partir en dos el sofá o partir en dos a la mosca, todo comenzaba a volverse una
tarea necesaria.
Debo confesar que fue más fácil hacer lo primero, pues las
moscas, mierderas como suelen serlo, son más difíciles de atrapar cuando se
saben observadas por un desquiciado que sólo quiere entretenerse con su cuerpo
y jugar a ser un hombre maduro que puede olvidar su vida en un lapso de
borrachera inclemente.
No lo logré, preferí obsequiarle unos minutos más de vida.
Al final, después de llegado el momento de concluir mi labor, ella estaría
muerta (la mosca), enroscada en la telaraña de una tarántula de las que suele
haber detrás de mi inservible estufa, o acabaría cediendo al humo del
cigarrillo, o escaparía por la ventana en la primera oportunidad, o terminaría
cortando sus alas y lanzando el último suspiro junto a mí.
Un día completo. Los esfuerzos parecían dar frutos. Pero los
cigarrillos escaseaban, el olor del escusado comenzaba a volverse incómodo y
encima el alcohol amenazaba con terminarse sin más.
Sobrevivir así cuatro días sería difícil, imposible.
Cobardemente decidí reducir a tres días la jornada, con la condición de que
acelerara el paso y duplicara las raciones. Bebería el doble, pensaría a la
mitad, respiraría menos, y trataría de olvidar más, mucho más.
El ardor estomacal me doblegaba, era urgente un poco de
sabor en mi bebida; era urgente también comer algo, engañar al organismo y
hacerle creer que lo que ingería era un pedazo de bistec término medio, con
aderezo de aceite animal y una guarnición de vegetales frescos. Todo eso
parecía aquel pedazo de periódico (creo que era la sección de nota roja). Lo
intenté de nuevo; lo probé, engañé a mi mente, pero mi estómago se dio cuenta
de la treta y me obligó a escupirlo.
Estaba jodido. Tenía que resignarme a pasar tres días
encerrado en mi habitación, solo, sin mucho aire puro, sin cigarrillos, sin
alimento, sin mosca, intentando olvidar y con una cubeta llena de agualcohol.
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