lunes, 26 de agosto de 2013

Calma y paz

por P.I.G.


Antes de ocupar el que ahora es mi cuerpo y antes de postrar mis pies a donde en este momento se encuentran, fui otra persona, tan distinta, ambivalente, contraria quizá. Era una maldita resonancia extraviada, demorada, que evitaba llegar a la primer meta trazada.
  
              En ese entonces existía en mí un odio irracional, pero, según yo, bien fundamentado, hacia los negros, homosexuales, inmigrantes, judíos, gitanos, a las personas externas, a los que habitaban detrás de mis pupilas, a todos en general. 

  Era un rencoroso victorioso de las guerras del hombre.

      Me sentía pleno, supremo, eterno. En mi interior se movía la cólera y la ira, y eran esas “cualidades” las que me mantenían con los ojos siempre abiertos, siempre alerta, guías que me movían entre las sombras, aguijones que penetraban y me hacían responder la agresión.

Pasó el tiempo y los menesteres irracionales de la mente trastornaron y trastocaron mi panorama, lo ampliaron y le dieron más color a la imagen grisácea y tenue que se dibujaba en los años atrás. El cambio de paradigma típico de una película con anunciado final feliz.

                      Voltee a ver a todos lados, el mundo se postraba ante mí con todo su esplendor, bello (si lo es). Un dejo de alegría y todo como si nada. Y reproché mis noches en las que el odio no permitía conciliar el sueño. Traté en vano de olvidar, de renegar mi pasado, y cambié los símbolos de furia por los de placer y calma. Borré los tatuajes y los transformé en nueva piel.

Y ahora que he vuelto a reencontrar, si no la paz al menos sí la calma y la indiferencia para con los demás, siento que el mundo se me mueve de un lado para el otro y no me deja respirar con la misma facilidad con que lo hacía antes. Es una droga posesiva que se mete sin permiso por cada uno de los poros y quema por dentro, más que el dolor del alma, más que los besos que nunca serán.

Es complejo de explicar dado que el equilibrio creí haberlo conseguido haciendo uso de una mezcla de circunstancias que rodean siempre y de una manera perturbadora e incansable, la vida. Pero el equilibrio no llega, parece haberse esfumado, y no encuentro justificación ni sentido a una vida rotundamente antipersonal e inhumana, una puta antivida.

Qué hacer, pues, con el latir del corazón, qué hacer con el aliento que penetra hasta el más recóndito y escondido lugar de nuestros pulmones.

Debería existir un término medio para una situación así, donde lo uno no afectara lo otro y, por el contrario, se retroalimentaran, como el frío del calor, o el gozo del sufrimiento, o ese instante de bienestar cuando se ve interrumpido por los reveses que la vida se encarga de propinarte sólo para recordarte que sigues vivo y que mientras ocupes un lugar en este mundo también te toca un golpe en el culo de vez en vez.

¿Y si comenzara por odiarme a mí y de esa forma estar en absoluto trance que me permita acabar con ese desesperante estruendo que manipula a su antojo las señales de mi mente y me señala a dónde debo virar y en qué dirección debo caminar y qué tan poco o mucho debo sentir?

¿O debería, mejor aún, odiar a todos, a hombres y mujeres, niños y adultos, negros y blancos, judíos y gentiles, a los changos y también a los lobos, a los leones, a las aves, y de igual forma odiar a los peces, a los insectos, los gusanos, roedores, a las pulgas, o a las lombrices que corroen los intestinos de los seres humanos?

¿Por qué no odiar el polvo, la luz, el sonido, la sangre, la mierda, la saliva, el bello púbico, el sudor, el sexo, el viento, el agua, la calma y la paz? 

¿Y si odiara todo, hasta escribir estas líneas que no reflejan si no en absoluto en desequilibrio mental que carece de siquiera un parte médico coherente?

Tal vez entonces lleguemos (nosotros, los todos que nos encontramos reunidos aquí, entre los órganos, esqueleto, músculos y grasa) a un estado de inconsciencia, estado de nítida y coherente inconsciencia, que nos haya permitido conservar ese odio desenfrenado que previamente se descargó, y así, tan rápido como empezó, en este momento habría concluido la guerra interna de una detestable envoltura de carne.



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