Por: B. Varglez.
La lealtad, qué tanto y cuán importante es para un individuo,
qué tanto nos puede ayudar o pasar a joder la vida; qué peso cargamos cuando le
somos desleales a una persona cercana a nosotros.
¿Será acaso que está igualmente devaluada como el amor y la
honestidad? ¿Dónde quedan la fidelidad, el compromiso, el apoyo a nuestro
prójimo? Es un valor difícil de tener, una cualidad, pero también a veces en
gran parte resulta ser un estorbo en nuestra vida.
Desde pequeños se nos enseña a no mentir, a no defraudar, a no
ser desleales, pero estas teorías familiares se caen cuando ves que tu padre o
tu madre le dan una mordida al poli para que no se lleve el auto o no levante una
infracción; al maestro para que te pase de año, a la autoridad en el SAT para
que te perdone unas cuantas declaraciones en ceros; al de la basura para que no
deje de barrer la banqueta.
Todo en nuestra vida se termina resumiendo a que para tener la
lealtad de alguien que no nos estime, directamente lo haga sólo por el hecho de
que le dimos una “propinita”.
Pero la lealtad va más allá aún: es un instrumento en nuestra
vida que vemos girar alrededor de nosotros como un Pepe Grillo, y que nace en
la mentada consciencia; es el compromiso de defender algo. Pero, ah, cómo
molesta discernir el bien del mal, y no porque no sepamos lo que es malo, lo
que es jodido y lo que es ya una chingadera, simplemente lo hacemos porque nos
vale madre, porque al momento sólo pensamos en nosotros.
La lealtad termina siendo más una obligación que el hecho de
cumplir un compromiso hacia una circunstancia o una persona. La otra cara de la
moneda es la traición. Hay diferentes tipos de traición: hacía un amigo, hacia
un jefe, hacia un colega, la del gobernante a su pueblo; a la esposa, a la
novia, incluso a la mascota, pero todas dejan un rastro y dice cómo somos
realmente y hasta dónde somos capaces de llegar por conseguir lo que se desea,
valiéndonos un soberano cacahuate la canija lealtad y nos la terminamos pasando
por donde el viento a Juárez.
Y es aquí donde entramos en un punto crítico: ¿se vale hacer
mierda a una persona por conseguir algo que verdaderamente queremos? ¿Valdrá la
pena traicionar, y nos durará y servirá lo conseguido?, Hablando con honestidad
dudo mucho que en este mundo alguno de los aquí presentes no hayamos
traicionado, con o sin querer (casi siempre con querer, no se hagan).
Tal vez lo que calificamos no es la deslealtad sino el grado y
el nivel que se alcanzó, porque podemos criticar a Enrique Peña Nieto por vendepatrias
y hasta por pendejo, pero no castigamos tan duramente al cuate que se echó a la
novia del amigo o la amiga, que contó un secreto a un tercero; eso lo vemos
normal, cotidiano y hasta podemos superarlo.
Pero a los altos mandos no les perdonamos sus deslealtades, y
como dice un tío: “El que es caballeroso, lo es hasta en el lugar más bodrio” y
sí es verdad. Si somos capaces de echar mierdas a los políticos por sus
deslealtades, debemos de calificar igual las “cosillas” que suceden en nuestro
entorno.
Ahora también, dicho sea de paso, nada sabe tan rico como
cuando comemos del plato ajeno, traemos la semilla de querer lo que no es
nuestro, de ensoñarnos con la idea de hacer algo oculto, ilícito y que nos de
una sensación orgásmica de logro. Por ello nos cegamos y llegamos a la
traición. La sensación de haber conseguido algo que otro quería o tiene, nos
deja en un limbo de placer.
Además, claro, de haber tenido los güevos bien puestos, de
haber hecho y desecho aunque nos tachen de ojetes -porque al final de cuentas
vida sólo tenemos una y lo que no hagamos en ésta no lo repetiremos nunca más-,
sólo nos queda intentar que los daños no sean tan colaterales.
Por ello, si ya pecamos y pensamos volverlo hacer, que la mano
derecha no se entere lo que hace la izquierda, y guardemos nuestras culpas
gustosas para nosotros mismos. No tenemos para qué vanagloriar en público
nuestras deslealtades y ser juzgados, para eso están los servidores públicos;
nosotros somos simples mortales que no defraudamos pueblos ni países enteros.
Al final cada quien allá
con su consciencia, cada quien sabe a dónde le aprieta el zapato y cada quien
sabrá qué tan culero le gusta ser. La única deslealtad más grave es la que nos
hagamos a nosotros mismos al traicionar nuestro propio nivel de lealtad. Eso
sí, no chillen si les caen en la movida y les sale cara la factura. Pero para
eso hay que saber ser astutos.
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