viernes, 28 de junio de 2013

Los cómodos

Por: El Doctor Pluma.

Viajan ellos plácidamente por la avenida Tlalpan. El tráfico los mantiene varados bajo el abrazador sol del mediodía.  Su mirada, apuntando hacia abajo,  expresa el repudio que sienten hacia los demás. Así son ellos.

Viajan cómodos, con la cabeza recostada en las manos colocadas detrás de la nuca. Los otros, el resto de la sociedad, nosotros, los de este lado, tenemos que viajar, los que corremos con un poco de suerte, sentados; otros, en cambio, de pie, sin muchas esperanzas de que un lugar en el transporte público se desocupe.

Ellos, por el contrario, se saben afortunados, pues nadie, salvo ellos, en esa avenida y quizás en esta ciudad a esta hora, puede viajar de la forma en la que ellos lo hacen. Ríen, bromean, escupen el asfalto; voltean hacia cualquier lado, en fin, ese mundo, hasta donde alcanza la mirada, en este momento les pertenece.

El tránsito avanza. Se incorporan, pero no dejan de demostrar su comodidad tanto como pueden.

A su lado viaja un Mustang, un Corvette, un Lamborghini, un puto auto de lujo negro, que ruge y desgasta gasolina como ningún otro; pero ellos no le toman en cuenta. A ese bastardo que maneja el convertible seguramente le urge llegar a la oficina para firmar mil y un papeles que irán directamente al sesto de basura de cualquierjefemillonariohijodevecino.

Ellos no se inmutan, ninguna responsabilidad los espera, o quizá sí, pero no es momento para preocuparse. Las responsabilidades son un maldito aguijón clavado, que entre más esfuerzo se haga por sacarlo, más se entierra, así como los dolores del corazón, los de la mente, los de los testículos o los del espíritu.

Miran con morbo a las chicas que se asoman por las ventanas de los autos para desnudarlas y violarlas; por sus mentes (de ellos) pasan infinidad de imágenes, todas éstas soeces e impúdicas, que invariablemente conjugan un par de senos, una vagina, un pene, sexo, orgasmo, y un final que nadie que haya tenido una fantasía de ese calado ha querido o podido si quiera contemplar.

Por su mente (de ellas) pasan una serie de emociones, mezcla de desprecio, indiferencia, interés, rencor, miedo, asco, deseo… en fin, esa serie de emociones que suelen deambular como abeja sin panal por la mente de las mujeres.

Como intentando retar a la autoridad, uno de ellos extrae de su saco una pequeña botella de licor, y sin reparo en las patrullas estacionadas a un costado de la gasolinera bebe hasta que su sed es saciada por completo.

Después de limpiar las gotas que resbalaron por su boca, lanza un escupitajo que cae justo en el parabrisas de uno de los coches que viajan a un costado. Ríe para sí y vuelve a acostarse sin el más mínimo deseo de discutir su acción.

Otro, el más joven, no deja de mirar a los transeúntes, gente apresurada, gente preocupada, ensimismada, inerte, viva pero muerta; cúmulos de carne y hueso que robóticamente se mueven bajo la premisa universal de que ser feliz está prohibido. Los mira con desdén, le produce nauseas el brillo escrupuloso de los zapatos de aquel hombre, o ese perfume penetrante y castrante de la mujer que camina intentando no tropezar sobre sus pasos.

Hipocresía pura, Infelicidad por doquier.

Felices ellos, que viajan cómodos, que no reparan en el chofer, su chofer, que, al igual que los demás, sufre la inclemencia de un clima atroz, de la sequedad del asfalto, del terrible tráfico, de la pinche contaminación muy común en la ciudad de México.

Ellos saben disfrutar ese momento, no como aquella pareja de recién casados que desgastan las horas -que bien podrían invertirse en una buena charla- en hacer mil mierdas con un celular inteligente; en mandar, recibir mensajes; en llamar, recibir llamadas; en dar, recibir señales de vida (si a eso se le llama vida hoy día).

El tumulto de automóviles ha quedado atrás y ahora piden al hombre al volante que acelere hasta donde permita esa máquina de acero. Ellos abrazan como nada se puede abrazar la brisa que corre con el viento. El viaje está cercano a su final, pero no les apura, son dueños del mundo, cómodos como sólo ellos en ese viejo y asqueroso camión de basura.

Descienden, unos con residuos de comida o grasa industrial adherida a la ropa, otros con el cabello lleno de polvo, polvo que se eleva en la ciudad, polvo de años perdidos realizando la misma rutina todos los días, incluido el sábado a mediodía.

Una vez en el basurero, y antes de iniciar la titánica labor de separar la basura y recolectar lo recolectable y desechar lo desechable, giran la mirada y la apuntan hacia lo que aún queda a la vista de ciudad.


Fueron reyes por unos minutos, nadie como ellos. Ahora son la misma mierda que el resto de la gente, pues tienen que bajarse al nivel de los demás para llevar algo de comer a casa.

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