Por: El Doctor Pluma.
Viajan ellos plácidamente por la
avenida Tlalpan. El tráfico los mantiene varados bajo el abrazador sol del
mediodía. Su mirada, apuntando hacia
abajo, expresa el repudio que sienten
hacia los demás. Así son ellos.
Viajan cómodos, con la cabeza
recostada en las manos colocadas detrás de la nuca. Los otros, el resto de la
sociedad, nosotros, los de este lado, tenemos que viajar, los que corremos con
un poco de suerte, sentados; otros, en cambio, de pie, sin muchas esperanzas de
que un lugar en el transporte público se desocupe.
Ellos, por el contrario, se saben
afortunados, pues nadie, salvo ellos, en esa avenida y quizás en esta ciudad a
esta hora, puede viajar de la forma en la que ellos lo hacen. Ríen, bromean,
escupen el asfalto; voltean hacia cualquier lado, en fin, ese mundo, hasta
donde alcanza la mirada, en este momento les pertenece.
El tránsito avanza. Se
incorporan, pero no dejan de demostrar su comodidad tanto como pueden.
A su lado viaja un Mustang, un
Corvette, un Lamborghini, un puto auto de lujo negro, que ruge y desgasta
gasolina como ningún otro; pero ellos no le toman en cuenta. A ese bastardo que
maneja el convertible seguramente le urge llegar a la oficina para firmar mil y
un papeles que irán directamente al sesto de basura de
cualquierjefemillonariohijodevecino.
Ellos no se inmutan, ninguna responsabilidad
los espera, o quizá sí, pero no es momento para preocuparse. Las
responsabilidades son un maldito aguijón clavado, que entre más esfuerzo se
haga por sacarlo, más se entierra, así como los dolores del corazón, los de la
mente, los de los testículos o los del espíritu.
Miran con morbo a las chicas que
se asoman por las ventanas de los autos para desnudarlas y violarlas; por sus
mentes (de ellos) pasan infinidad de imágenes, todas éstas soeces e impúdicas,
que invariablemente conjugan un par de senos, una vagina, un pene, sexo,
orgasmo, y un final que nadie que haya tenido una fantasía de ese calado ha
querido o podido si quiera contemplar.
Por su mente (de ellas) pasan una
serie de emociones, mezcla de desprecio, indiferencia, interés, rencor, miedo,
asco, deseo… en fin, esa serie de emociones que suelen deambular como abeja sin
panal por la mente de las mujeres.
Como intentando retar a la
autoridad, uno de ellos extrae de su saco una pequeña botella de licor, y sin
reparo en las patrullas estacionadas a un costado de la gasolinera bebe hasta
que su sed es saciada por completo.
Después de limpiar las gotas que
resbalaron por su boca, lanza un escupitajo que cae justo en el parabrisas de
uno de los coches que viajan a un costado. Ríe para sí y vuelve a acostarse sin
el más mínimo deseo de discutir su acción.
Otro, el más joven, no deja de
mirar a los transeúntes, gente apresurada, gente preocupada, ensimismada, inerte,
viva pero muerta; cúmulos de carne y hueso que robóticamente se mueven bajo la
premisa universal de que ser feliz está prohibido. Los mira con desdén, le
produce nauseas el brillo escrupuloso de los zapatos de aquel hombre, o ese
perfume penetrante y castrante de la mujer que camina intentando no tropezar
sobre sus pasos.
Hipocresía pura, Infelicidad por
doquier.
Felices ellos, que viajan
cómodos, que no reparan en el chofer, su chofer, que, al igual que los demás,
sufre la inclemencia de un clima atroz, de la sequedad del asfalto, del
terrible tráfico, de la pinche contaminación muy común en la ciudad de México.
Ellos saben disfrutar ese
momento, no como aquella pareja de recién casados que desgastan las horas -que
bien podrían invertirse en una buena charla- en hacer mil mierdas con un
celular inteligente; en mandar, recibir mensajes; en llamar, recibir llamadas;
en dar, recibir señales de vida (si a eso se le llama vida hoy día).
El tumulto de automóviles ha
quedado atrás y ahora piden al hombre al volante que acelere hasta donde
permita esa máquina de acero. Ellos abrazan como nada se puede abrazar la brisa
que corre con el viento. El viaje está cercano a su final, pero no les apura,
son dueños del mundo, cómodos como sólo ellos en ese viejo y asqueroso camión
de basura.
Descienden, unos con residuos de
comida o grasa industrial adherida a la ropa, otros con el cabello lleno de
polvo, polvo que se eleva en la ciudad, polvo de años perdidos realizando la
misma rutina todos los días, incluido el sábado a mediodía.
Una vez en el basurero, y antes
de iniciar la titánica labor de separar la basura y recolectar lo recolectable
y desechar lo desechable, giran la mirada y la apuntan hacia lo que aún queda a
la vista de ciudad.
Fueron reyes por unos minutos,
nadie como ellos. Ahora son la misma mierda que el resto de la gente, pues tienen
que bajarse al nivel de los demás para llevar algo de comer a casa.
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