miércoles, 5 de junio de 2013

Pasión, locura, desenfreno

Por: P.I.G.

Lo único que puedo argumentar en mi defensa es que siempre he sido un voyeurista sin descaro, un voyeurista que, no obstante, prefiere guardar en sus adentros tanto cuanto ha visto a lo largo de su vida.

Empero, esta vez la experiencia merece ser contada, si no con lujo de detalle, al menos sí destacando y dejando en claro que lo que experimenté aquella ocasión fue lo más humano que he podido apreciar de cerca.

La invitación corrió por cuenta de aquella mujer que conocí sin más en un bar de esos que ya no suelen encontrarse en este mundo. Esa noche le correspondía un cliente necesitado de pasión lúgubre, pasión que el simple roce de los cuerpos desnudos no puede satisfacer así como así.

Acepté bajo la condición de que mi eterna premisa, profesional si se quiere ver así, no faltaría a su palabra en aquella ocasión: no hablaría de nada a nadie, guardaría el secreto y jamás haría mención de lo que esa noche ocurriese.

Así, luego de unos tragos que siempre sirven como lubricante para un cuerpo semioxidado como el mío, me encontraba en una habitación iluminada a medias, donde lo único que destacaba era el hedor que desentrañaba el inodoro que hacía juego con la cama que se encontraba en medio de la estancia: ambos muebles igual de sucios, igual de solitarios, igual de innecesarios.

La mujer no reparó en el espacio y dedicó su primer impulso a despojarse de toda las prendas que cubrían su cuerpo, delicado éste como el de una virgen que muere por ser penetrada hasta agotados los latidos del corazón.

El hombre, ensimismado, hizo lo propio esperando a que ella tomase la batuta y le guiara en ese baile que todos desean bailar y que, bien o mal, llevan a cabo todos los seres humanos, cada quien con sus respectivos y muy personales pasos.

Los cuerpos abalanzados y aprovechando la flexibilidades que les permitían los músculos de piernas, brazos, manos, lenguas y sexos, se dejaron llevar por el ritmo cadencioso y omiso del chillar de los grillos, único ruido tolerable de la velada.

La carne, ahora amorfa y convertida en una sola, aprovechaba cada milímetro de la habitación, dejando tras de sí esa característica estela de olor de los sexos cuando se unen y crean batallas propias, personales, ajenas a las del resto del cuerpo.

Llegando al límite y punto máximo del éxtasis, y no encontrando un después de aquella experimentación, la mujer comenzó a morder las extremidades del hombre y obligóle a perforar con sus uñas aquella piel blanca, ahora rosada por la fricción que provocan los cuerpos ajenos.

Con fuerza le atraía y le pedía, sin hablarle, que le dañara, que le lastimara, que hundiera esos dedos en la piel y socavara sin reparo hasta llegar al fondo, si existía.

Desconcertado por la poca experiencia frente a situaciones tales, el hombre se alejó un poco pero no permitió que su miembro, ahora fuerte como su determinación de continuar, escapara de la cavidad todavía húmeda de la mujer, concentrada ella en recibir la mayor cantidad posible de dolor.

No teniendo otro remedio, dado que el hombre y su inexperiencia comenzaban a aburrirle, tomó el cinto que hace unos minutos sostenía su vestido y comenzó a golpearle con fuerza, sin sutileza, sin pudor, sin reparo.

Lo que en un inicio era placer, paulatinamente se convertía en dolor y luego en angustia. El hombre sabía que no soportaría mucho tiempo el ir y venir de ese látigo que le quemaba, pero era tal la furia con la que era golpeado, que se vio obligado a retroceder, luego a enroscarse y cubrirse como pudo el rostro, que hasta entonces era la única parte del cuerpo, junto con las manos, que no había sido golpeada.

Con intención o sin ella, la mujer lanzó un golpe certero en la cien del sujeto, que de inmediato lo desvaneció y le hizo desfallecer, aun cuando el miembro se mantenía firme y determinante.

Temblando de excitación, la mujer se abalanzó y trató, sin lograrlo, de morder todas y cada una de las partes del cuerpo del hombre. Recobrando la cordura -si la hubo- miró su reflejo en mis ojos y sentenció que aquella noche sería su noche.

Al igual que lo hizo cuando llegó a la habitación, dedicó ese segundo impulso a despojarse de todas las prendas que le cubrían el cuerpo: piel, carne, tejidos, grasa, venas, intestinos, viscosidades y asquerosas composiciones que nadie se imagina pueden existir dentro de una figura bella como la de aquel monumento femenino.

Con una sonrisa sardónica despidió el acto, mientras de su entrepierna brotaba aquel líquido tibio, prueba de un orgasmo consumado. Su cuerpo desvaneció, tal vez murió al instante, tal vez murió luego de derramar la última gota, tal vez nunca estuvo viva.

Cuando reparé en aquella escena, me encontraba derrumbado en medio de la habitación, casi sin poder moverme, casi sin poder respirar, con el dolor ajeno y el propio pegado a los huesos.

Salí huyendo como pude del lugar y jamás volví a pararme por ahí, aunque no niego que estuve a punto de volver, tan pronto como cruce la puerta, tan sólo para masturbarme y dar por concluido mi papel como voyeurista aquella noche.

Si me jacto, como ya he dicho, de ser un observador implacable y silencioso de las escenas carnales de la gente, por qué vengo a participarles de aquella inexplicable escena, se preguntarán. Prefiero reservarme las profundas razones; lo único que puedo argumentar en mi defensa es que estuve a punto de morir, una vez más, por culpa de la pasión, la locura y el desenfreno.

Si mis manos y el recuerdo fueron lo único que sobrevivió esa noche, me veo obligado a contarles esta historia. Mi cuerpo está desecho, lo que sugiere que jamás volveré a ser un voyeurista-partícipe de las excentricidades del ser humano, nunca más.

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