Por: P.I.G.
Lo único que puedo argumentar en
mi defensa es que siempre he sido un voyeurista sin descaro, un voyeurista que,
no obstante, prefiere guardar en sus adentros tanto cuanto ha visto a lo largo
de su vida.
Empero, esta vez la experiencia
merece ser contada, si no con lujo de detalle, al menos sí destacando y dejando
en claro que lo que experimenté aquella ocasión fue lo más humano que he podido
apreciar de cerca.
La invitación corrió por cuenta
de aquella mujer que conocí sin más en un bar de esos que ya no suelen
encontrarse en este mundo. Esa noche le correspondía un cliente necesitado de
pasión lúgubre, pasión que el simple roce de los cuerpos desnudos no puede
satisfacer así como así.
Acepté bajo la condición de que
mi eterna premisa, profesional si se quiere ver así, no faltaría a su palabra
en aquella ocasión: no hablaría de nada a nadie, guardaría el secreto y jamás
haría mención de lo que esa noche ocurriese.
Así, luego de unos tragos que
siempre sirven como lubricante para un cuerpo semioxidado como el mío, me
encontraba en una habitación iluminada a medias, donde lo único que destacaba
era el hedor que desentrañaba el inodoro que hacía juego con la cama que se
encontraba en medio de la estancia: ambos muebles igual de sucios, igual de
solitarios, igual de innecesarios.
La mujer no reparó en el espacio
y dedicó su primer impulso a despojarse de toda las prendas que cubrían su
cuerpo, delicado éste como el de una virgen que muere por ser penetrada hasta
agotados los latidos del corazón.
El hombre, ensimismado, hizo lo
propio esperando a que ella tomase la batuta y le guiara en ese baile que todos
desean bailar y que, bien o mal, llevan a cabo todos los seres humanos, cada
quien con sus respectivos y muy personales pasos.
Los cuerpos abalanzados y
aprovechando la flexibilidades que les permitían los músculos de piernas,
brazos, manos, lenguas y sexos, se dejaron llevar por el ritmo cadencioso y
omiso del chillar de los grillos, único ruido tolerable de la velada.
La carne, ahora amorfa y
convertida en una sola, aprovechaba cada milímetro de la habitación, dejando
tras de sí esa característica estela de olor de los sexos cuando se unen y
crean batallas propias, personales, ajenas a las del resto del cuerpo.
Llegando al límite y punto máximo
del éxtasis, y no encontrando un después de aquella experimentación, la mujer
comenzó a morder las extremidades del hombre y obligóle a perforar con sus uñas
aquella piel blanca, ahora rosada por la fricción que provocan los cuerpos
ajenos.
Con fuerza le atraía y le pedía,
sin hablarle, que le dañara, que le lastimara, que hundiera esos dedos en la
piel y socavara sin reparo hasta llegar al fondo, si existía.
Desconcertado por la poca
experiencia frente a situaciones tales, el hombre se alejó un poco pero no
permitió que su miembro, ahora fuerte como su determinación de continuar,
escapara de la cavidad todavía húmeda de la mujer, concentrada ella en recibir
la mayor cantidad posible de dolor.
No teniendo otro remedio, dado
que el hombre y su inexperiencia comenzaban a aburrirle, tomó el cinto que hace
unos minutos sostenía su vestido y comenzó a golpearle con fuerza, sin
sutileza, sin pudor, sin reparo.
Lo que en un inicio era placer,
paulatinamente se convertía en dolor y luego en angustia. El hombre sabía que
no soportaría mucho tiempo el ir y venir de ese látigo que le quemaba, pero era
tal la furia con la que era golpeado, que se vio obligado a retroceder, luego a
enroscarse y cubrirse como pudo el rostro, que hasta entonces era la única
parte del cuerpo, junto con las manos, que no había sido golpeada.
Con intención o sin ella, la
mujer lanzó un golpe certero en la cien del sujeto, que de inmediato lo
desvaneció y le hizo desfallecer, aun cuando el miembro se mantenía firme y
determinante.
Temblando de excitación, la mujer
se abalanzó y trató, sin lograrlo, de morder todas y cada una de las partes del
cuerpo del hombre. Recobrando la cordura -si la hubo- miró su reflejo en mis
ojos y sentenció que aquella noche sería su noche.
Al igual que lo hizo cuando llegó
a la habitación, dedicó ese segundo impulso a despojarse de todas las prendas
que le cubrían el cuerpo: piel, carne, tejidos, grasa, venas, intestinos,
viscosidades y asquerosas composiciones que nadie se imagina pueden existir
dentro de una figura bella como la de aquel monumento femenino.
Con una sonrisa sardónica
despidió el acto, mientras de su entrepierna brotaba aquel líquido tibio,
prueba de un orgasmo consumado. Su cuerpo desvaneció, tal vez murió al
instante, tal vez murió luego de derramar la última gota, tal vez nunca estuvo
viva.
Cuando reparé en aquella escena,
me encontraba derrumbado en medio de la habitación, casi sin poder moverme,
casi sin poder respirar, con el dolor ajeno y el propio pegado a los huesos.
Salí huyendo como pude del lugar
y jamás volví a pararme por ahí, aunque no niego que estuve a punto de volver,
tan pronto como cruce la puerta, tan sólo para masturbarme y dar por concluido
mi papel como voyeurista aquella noche.
Si me jacto, como ya he dicho, de
ser un observador implacable y silencioso de las escenas carnales de la gente,
por qué vengo a participarles de aquella inexplicable escena, se preguntarán.
Prefiero reservarme las profundas razones; lo único que puedo argumentar en mi
defensa es que estuve a punto de morir, una vez más, por culpa de la pasión, la
locura y el desenfreno.
Si mis manos y el recuerdo fueron
lo único que sobrevivió esa noche, me veo obligado a contarles esta historia.
Mi cuerpo está desecho, lo que sugiere que jamás volveré a ser un voyeurista-partícipe
de las excentricidades del ser humano, nunca más.
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