Por: Martín Soares.
Gritar
no arregla las cosas. He visto la escena más interesante de mi vida. Por
supuesto que fue en el metro de mi hermosa y asquerosa ciudad. En él se puede
encontrar toda la patria, para qué diablos van a los estados. Toma un boleto de
metro, trépate en él y encontrarás a los del norte con los del sur, a los del
centro con los de las costas. Todos sentaditos, apestando el lugar y con caras
largas.
El
metro es mi segundo hogar. Paso, algunas veces, más tiempo en él que en mi
propia casa. Viajo aproximadamente dos horas de ida y luego dos horas más de
regreso. He visto de todo por ahí. Alguna vez fui testigo del rompimiento de
una parejita de chamacos en pleno catorce de febrero. El muy cabrón iba
riñéndole a su chica, mientras ésta lloraba a moco tendido. Toda la decoración
en el metro estaba a cargo de los novios románticos. Globos, flores, peluches y
demás artilugios innecesarios eran el fondo de la escena donde el cabroncito
terminaba la relación con lo mujercita de buen ver. Ese día observé el espectáculo.
Me regodeé en la tristeza y extrañeza de la escena. Cuando descendí del metro
me sentí mejor. Al final mi catorce de febrero no había sido tan mierda como el
de aquella niña.
El
día de ayer viajaba con relativa calma. Ya no me importa llegar tarde a donde
voy. Me senté y saqué el libro con el que ando. Un historia de una mujer que
desaparece siempre. El hombre anda en su búsqueda por las calles de Madrid,
pero por mala suerte nunca la encuentra. Es una historia interesante para leer
en el metro. En ella me refugio para desaparecer. Para hacer más corto mi
viaje.
Estaba
leyendo con placer cuando escuché el grito de la señora que se sentaba atrás de
mí. La vieja se quejaba con su marido por causa de la mala relación que lleva
en el trabajo. Al parecer los dos trabajaban juntos y el señor tenía un mejor
puesto que ella. Ésta se quejaba con él porque nadie le hacía caso. Todos la
mandaban al diablo y nadie le hacía pleitesía por ser la esposa del
coordinador.
La
tipa parecía merolica. Hablaba y hablaba. No se callaba para nada. Durante el
lapso de su perorata nunca escuché la voz de su marido. En un momento volteé a
ver la escena y el señor sólo asentía. No le importaba mucho lo que decía su
esposa. Al parecer se había desterrado del mundo. Hacer oídos sordos contra una
queja recurrente. Ponerse vendas en los ojos para no observar la mierda de
siempre. Pobre hombre que debía vivir con esa mujer incapaz de callarse por un
momento.
Mi
tortura ese día se debió a la voz estridente de la cacatúa y del ruido
insoportable de los vagoneros. No sé por qué debemos vivir entre tanto ruido.
Entre tanto merolico que se la pasa gritando y quejándose contra una vida que
de por sí ya es pesada para cada uno. Por qué demonios hacer partícipes a los
otros de un mundo totalmente desdichado. A mi parecer, la mujer hubiera
encontrado alguna palabra consoladora por parte de su marido si ésta hubiera
hablado más tranquila. Si entre ambos, hablando de una manera más serena,
encontraran soluciones y no sólo quejas.
Sin
embargo, al parecer estamos hechos para el llanto y el sufrimiento. Las salidas
conciliadoras y pacíficas no se hicieron para nosotros los seres humanos. Somos
una especie desalmada, violenta y guerrera. Cuando es necesario provocamos el
mal a otros sin importarnos de nada. Ahí vemos a los vagoneros con su ruidero,
los cuales no se importan si el bebé está dormido o si provocan sordera. Ahí
vemos a los que se hacen los dormidos para no ceder el asiento a los ancianos,
a las embarazadas, a los que trabajaron como burros y sólo desean un poco de
sosiego. También viajan los arrimacamarones,
los ladrones, los mentirosos, violadores, estafadores y canallas. Ahí vamos
todos mezclados. Si pusieran una bomba, todos llorarían por pura hipocresía,
sólo por eso. Para sentirnos más “humanos”. Qué porquería.
Tuve
que cerrar el libro y descender en la siguiente estación. Ese día no estaba con
la voluntad de aguantar pendejadas. Necesitaba desestresarme y sobre todo
olvidarme de que somos tan mierdas. Salí de la estación y encendí un cigarro.
Me quedé fumando en las escaleras del metro. Interrumpí el paso de los usuarios
por un momento y contaminé su aire. Necesitaba, también, sentirme humano y así
arruinar la vida de los demás a costa de mi bien personal.
0 comentarios:
Publicar un comentario