lunes, 24 de junio de 2013

A costa del bien personal

Por: Martín Soares.

Gritar no arregla las cosas. He visto la escena más interesante de mi vida. Por supuesto que fue en el metro de mi hermosa y asquerosa ciudad. En él se puede encontrar toda la patria, para qué diablos van a los estados. Toma un boleto de metro, trépate en él y encontrarás a los del norte con los del sur, a los del centro con los de las costas. Todos sentaditos, apestando el lugar y con caras largas.

El metro es mi segundo hogar. Paso, algunas veces, más tiempo en él que en mi propia casa. Viajo aproximadamente dos horas de ida y luego dos horas más de regreso. He visto de todo por ahí. Alguna vez fui testigo del rompimiento de una parejita de chamacos en pleno catorce de febrero. El muy cabrón iba riñéndole a su chica, mientras ésta lloraba a moco tendido. Toda la decoración en el metro estaba a cargo de los novios románticos. Globos, flores, peluches y demás artilugios innecesarios eran el fondo de la escena donde el cabroncito terminaba la relación con lo mujercita de buen ver. Ese día observé el espectáculo. Me regodeé en la tristeza y extrañeza de la escena. Cuando descendí del metro me sentí mejor. Al final mi catorce de febrero no había sido tan mierda como el de aquella niña.

El día de ayer viajaba con relativa calma. Ya no me importa llegar tarde a donde voy. Me senté y saqué el libro con el que ando. Un historia de una mujer que desaparece siempre. El hombre anda en su búsqueda por las calles de Madrid, pero por mala suerte nunca la encuentra. Es una historia interesante para leer en el metro. En ella me refugio para desaparecer. Para hacer más corto mi viaje.

Estaba leyendo con placer cuando escuché el grito de la señora que se sentaba atrás de mí. La vieja se quejaba con su marido por causa de la mala relación que lleva en el trabajo. Al parecer los dos trabajaban juntos y el señor tenía un mejor puesto que ella. Ésta se quejaba con él porque nadie le hacía caso. Todos la mandaban al diablo y nadie le hacía pleitesía por ser la esposa del coordinador.

La tipa parecía merolica. Hablaba y hablaba. No se callaba para nada. Durante el lapso de su perorata nunca escuché la voz de su marido. En un momento volteé a ver la escena y el señor sólo asentía. No le importaba mucho lo que decía su esposa. Al parecer se había desterrado del mundo. Hacer oídos sordos contra una queja recurrente. Ponerse vendas en los ojos para no observar la mierda de siempre. Pobre hombre que debía vivir con esa mujer incapaz de callarse por un momento.

Mi tortura ese día se debió a la voz estridente de la cacatúa y del ruido insoportable de los vagoneros. No sé por qué debemos vivir entre tanto ruido. Entre tanto merolico que se la pasa gritando y quejándose contra una vida que de por sí ya es pesada para cada uno. Por qué demonios hacer partícipes a los otros de un mundo totalmente desdichado. A mi parecer, la mujer hubiera encontrado alguna palabra consoladora por parte de su marido si ésta hubiera hablado más tranquila. Si entre ambos, hablando de una manera más serena, encontraran soluciones y no sólo quejas.

Sin embargo, al parecer estamos hechos para el llanto y el sufrimiento. Las salidas conciliadoras y pacíficas no se hicieron para nosotros los seres humanos. Somos una especie desalmada, violenta y guerrera. Cuando es necesario provocamos el mal a otros sin importarnos de nada. Ahí vemos a los vagoneros con su ruidero, los cuales no se importan si el bebé está dormido o si provocan sordera. Ahí vemos a los que se hacen los dormidos para no ceder el asiento a los ancianos, a las embarazadas, a los que trabajaron como burros y sólo desean un poco de sosiego. También viajan los arrimacamarones, los ladrones, los mentirosos, violadores, estafadores y canallas. Ahí vamos todos mezclados. Si pusieran una bomba, todos llorarían por pura hipocresía, sólo por eso. Para sentirnos más “humanos”. Qué porquería.


Tuve que cerrar el libro y descender en la siguiente estación. Ese día no estaba con la voluntad de aguantar pendejadas. Necesitaba desestresarme y sobre todo olvidarme de que somos tan mierdas. Salí de la estación y encendí un cigarro. Me quedé fumando en las escaleras del metro. Interrumpí el paso de los usuarios por un momento y contaminé su aire. Necesitaba, también, sentirme humano y así arruinar la vida de los demás a costa de mi bien personal.

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