miércoles, 8 de mayo de 2013

Con rumbo a lo desconocido


Por: Martín Soares.

Un gato casi destroza a un pobre pajarito. Volvía del trabajo cuando vi que un gato estaba atento a lo que había debajo de un carro. En primera instancia pensé que era una rata. Así que dejé que el felino hiciera su labor. Luego de dar un par de pasos escuché el canto del ave, por ello, deshice mis pasos, ahuyenté al gato e intenté tomar al pajarillo.

Casi todos los animales me dan miedo. Soy un hombre que creció en la ciudad y a causa de eso, la naturaleza me espanta. El sonido de los ríos, del bosque, del viento, del mar, los sonidos de los animales, me provoca angustia, de la cual no puedo escapar. En esa ocasión, tomar al pájaro me ponía nervioso. Sentir su plumaje me intranquilizaba. El leve aleteo del animal, provocó que lo tirara inmediatamente. Luego, fui en búsqueda de una bolsa. La encontré en la banqueta y así lo tomé. Lo metí al bolsillo de mi saco y partí en seguida hacia mi casa.

Ya en casa busqué una caja de zapatos para implementarle una casa al pajarillo. Coloqué en una tapa de garrafón un poco de agua y se la acerqué. El animalito estaba temblando. Lo peor ya había pasado. Lo más probable era que el gato, con toda su habilidad y astucia, haya sorprendido al pájaro y que haya intentado matarlo. Por fortuna seguía vivo. Tembloroso pero vivo. No se le veían rastros de sangre o mordidas a simple vista, aunque al parecer no podía ponerse en pie. Mi primer diagnóstico fue que el gato, le había fracturado sus patas.

Coloqué la caja junto a mi computadora. Tenía mucho trabajo, pero no quería dejar a la avecilla sola. Estaba mal, a punto de morir y en la soledad no era justo dejarla. Puse música acorde al momento. Me pregunté qué ritmo vendría bien para la ocasión. Pensé seriamente en el momento en el cual estuviera a punto de morir. Qué me gustaría escuchar. No pude responderme como quisiera. La verdad es que preferiría tener toda una lista. Tener al menos una hora para poder escuchar las ultimas melodías en esta vida, pero pocas veces tendremos ese tiempo. O se sufre demasiado y el dolor no deja percibir lo que nos rodea o la muerte nos llega de sopetón que ni siquiera nos permite gritar.

Pensé en colocar música alegre. Los buenos ritmos suelen alegrar el alma, dicen por ahí. Aunque la verdad no creo mucho en eso. Hay instantes en los cuales el alma necesita estar triste, es parte de su función. Y creo que la antesala a la muerte debe ser triste. Se está a punto de perder algo y siempre que pasa eso es imposible tener una sonrisa de felicidad. ¿A caso cuando somos niños y nos quitan el biberón acabamos contentos? O cuando nuestro primer amor se larga con otro ¿nos alegramos por su futuro y por el nuestro? ¿Cuándo dejamos un trabajo, uno que nos haya gustado, podemos festejar? Hay personas que lo hacen, se sienten muy bien con eso o al menos intentan presentar esa cara a los otros. Los otros siempre rondan sus cabezas, pero muy en el fondo la tristeza carcome una parte de ellos. No se puede estar feliz antes o después de una perdida. Es imposible aunque en la actualidad haya gente que diga lo contrario. La tristeza en este mundo parecer ser un pecado más.

No sé si el ave estuviera triste cuando comenzó a escuchar el Requiem de Mozart. No sé si entendiera la música. No sé qué pasaría por su cabeza en ese instante. Sólo sé que sentía la proximidad de la muerte. Los temblores en su pequeño cuerpecillo eran la reacción lógica de la caricia de la muerte. Estaba a punto de irse de esta vida, cruel, maldita, apestosa, pero al fin y al cabo vida. De la cual se debía desprender no porque ella quisiera, sino porque alguien más se la había arrebatado.

Trabajé toda la tarde y parte de la noche. El pajarillo no se movió para nada. Sólo temblaba y abría y cerraba los ojos. Estaba exhausto. La entrada al otro mundo lo desgastaba poco a poco. No se decidía en partir, a pesar de que le decía que se relajara, que se dejara ir, que aquí ya no había nada para él.

Dieron las cero horas y debía dormir. Me llevé la caja de zapatos a mi cuarto. Encendí la luz del buró y coloqué la caja con el ave bajo su luz. Salí a lavarme los dientes y la cara. Cuando regresé el ave estaba de pie en la orilla de la caja. Aún entreabría los ojos. Al parecer su lucha estaba resultando buena. Estaba ganando un poco más de vida aunque todo estaba en su contra: la música, mis palabras, la situación.

Me acosté con la alegría de que tal vez el siguiente día presentaría un mejor aspecto. Soñé con comprar una jaula para que estuviera ahí mientras se seguía recuperando. Comprar alpiste para que comiera. Y luego, un buen día, con sol y viento leve, lo dejaría ir. Lo soltaría para que volviera a su vida de pájaro. A las tres de la mañana escuché claramente que aleteaba. Aún con los ojos medio cerrados vi que se había acurrucado otra vez en la caja. Su vida, al parecer, iba mejorando.

Cuando desperté el pajarillo seguía acurrucado. Por fin había muerto. Al parecer había elegido el silencio de la noche, la oscuridad del cuarto y el resoplido, sino es que un ronquido, de un humano triste y preocupado por su vida. No sé a qué hora había partido y eso me entristeció más. Quería estar para él. Deseaba acompañarlo en su suplicio porque tal vez quiero que hagan eso por mí en su momento. Pero al parecer el pájaro había elegido la soledad para marcharse. Demostró que viviría cuando estaba conmigo. No se dejaría vencer a los ojos del otro. Sin embargo, en la soledad se dejó ir. Hizo lo que quiso y se fue, se fue volando por ahí.

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