Por: Martín Soares.
Mi celular se descompuso.
Intenté llamar por la mañana a mi madre y justo cuando ella respondía, el apartejo
se apagó. Debí salir a llamarla desde un teléfono público bajo los malditos
rayos del sol, disfrutando el olor a podredumbre de la ciudad y visto por todos
los vecinos.
El celular lo obtuve
luego de que salí de la universidad. Mi primera paga la utilicé para ir a
comprar uno, ya que María quería que todo el tiempo estuviéramos comunicados.
Lo compré y aguantó muchísimas desgracias. Se cayó, se mojó, estaba bien
rayado, pero aun así funcionaba a la perfección.
En él recibí todo tipo
de mensajes. El más cruel fue el que me anunció la muerte de uno de mis tíos.
Recuerdo que estaba en la oficina cuando me llegó el maldito sms. Pensé que había sido una broma por
parte de algún familiar. Por si las moscas hablé, todavía tranquilo, con mi
madre. Ella me contó sobre el terrible accidente que sufrió Manuel.
Mi tío trabajaba en una
construcción. Era uno de los mejores
maestros albañiles que existían en este pobre país pobre. Uno de sus
trabajadores dejó flojas unas tablas que servían de puente y justo cuando
Manuel pasaba, la madera no aguantó su peso. Pinche gordo, si tan sólo no
hubiera comido tanto en esta vida el cabroncito estaría todavía vivo… o tal vez
no.
Con la muerte uno ya no
sabe qué hacer o qué no hacer. Pareciera que está atenta para que en el último
instante, en ese en el cual no estamos con la guardia arriba nos meta un gancho
que nos mande a volar hasta la tumba. Eso le pasó a Manuelito. Se cuidó tanto
al final de su vida. Hacía ejercicio, comía balanceadamente, eliminó de su
dieta los refrescos y todo azúcar. El hombre quería recuperar un poco de
tiempo, pero se cubrió del lado equivocado. La muerte lo agarró desprevenido y
su rostro post-mortem así lo dejaba ver.
En la familia todos le
lloraron. Era de las personas más querida tanto por sus familiares como por la
colonia. Era un hombre bondadoso y nada egoísta en este mundo malparido repleto
de inmundicias. Entrenaba al equipo de futbol de su hijo. Todos los jueves iban
a la deportiva y al finalizar, Manuel les compraba bonafinas a todos los
escuincles. El día de su velorio las madres llevaron a los niños para que se
despidieran del entrenador. Todos lloraban en el garaje de la casa de mi tío.
Las señoras despeinadas, la familia hipócrita, los amigos traicioneros, todos
lloraban, menos yo.
Por más que quería las
lágrimas no salían. Intentaba apretar los ojos para que se escurrieran apenas
un par de gotas, pero no tuve éxito. Lo quería como a ninguna otra persona, pero
nunca pude llorarle. Mi madre en aquella ocasión me dijo que estaba seco, que
carecía de sentimientos.
Al pasar el tiempo, me
percaté que era verdad. Mi madre nunca se equivocaba y yo era una roca, no un
hombre. Pasé un largo tiempo pensando que nunca podría ser como los demás. Me imaginaba
el nacimiento de mi hijo sin mostrar alegría alguna; o la muerte de mi madre
sin siquiera estar triste. Me desganaba a diario con esa idea hasta que acepté
que la opinión de los otros me valía tres reverendos pitos.
No sé por qué debemos
sentir todos de la misma manera. Sentí la partida de mi tío como ningún otro,
sentí la partida de mi exmujer cuando se fue con el jipí putón, sentí la
derrota de mi equipo en el clásico. Los sentimientos me parecen pequeños
fantasmas penando dentro de la cabeza de las personas. Nadie sabe qué son,
nadie sabe si existen, pero en ocasiones los culpamos cuando la piel se nos
pone de gallina.
0 comentarios:
Publicar un comentario