miércoles, 24 de abril de 2013

Solos y solitarios


Por: Martín Soares.

Mi celular se descompuso. Intenté llamar por la mañana a mi madre y justo cuando ella respondía, el apartejo se apagó. Debí salir a llamarla desde un teléfono público bajo los malditos rayos del sol, disfrutando el olor a podredumbre de la ciudad y visto por todos los vecinos.

El celular lo obtuve luego de que salí de la universidad. Mi primera paga la utilicé para ir a comprar uno, ya que María quería que todo el tiempo estuviéramos comunicados. Lo compré y aguantó muchísimas desgracias. Se cayó, se mojó, estaba bien rayado, pero aun así funcionaba a la perfección.

En él recibí todo tipo de mensajes. El más cruel fue el que me anunció la muerte de uno de mis tíos. Recuerdo que estaba en la oficina cuando me llegó el maldito sms. Pensé que había sido una broma por parte de algún familiar. Por si las moscas hablé, todavía tranquilo, con mi madre. Ella me contó sobre el terrible accidente que sufrió Manuel.

Mi tío trabajaba en una construcción. Era uno de  los mejores maestros albañiles que existían en este pobre país pobre. Uno de sus trabajadores dejó flojas unas tablas que servían de puente y justo cuando Manuel pasaba, la madera no aguantó su peso. Pinche gordo, si tan sólo no hubiera comido tanto en esta vida el cabroncito estaría todavía vivo… o tal vez no.

Con la muerte uno ya no sabe qué hacer o qué no hacer. Pareciera que está atenta para que en el último instante, en ese en el cual no estamos con la guardia arriba nos meta un gancho que nos mande a volar hasta la tumba. Eso le pasó a Manuelito. Se cuidó tanto al final de su vida. Hacía ejercicio, comía balanceadamente, eliminó de su dieta los refrescos y todo azúcar. El hombre quería recuperar un poco de tiempo, pero se cubrió del lado equivocado. La muerte lo agarró desprevenido y su rostro post-mortem así lo dejaba ver.

En la familia todos le lloraron. Era de las personas más querida tanto por sus familiares como por la colonia. Era un hombre bondadoso y nada egoísta en este mundo malparido repleto de inmundicias. Entrenaba al equipo de futbol de su hijo. Todos los jueves iban a la deportiva y al finalizar, Manuel les compraba bonafinas a todos los escuincles. El día de su velorio las madres llevaron a los niños para que se despidieran del entrenador. Todos lloraban en el garaje de la casa de mi tío. Las señoras despeinadas, la familia hipócrita, los amigos traicioneros, todos lloraban, menos yo.

Por más que quería las lágrimas no salían. Intentaba apretar los ojos para que se escurrieran apenas un par de gotas, pero no tuve éxito. Lo quería como a ninguna otra persona, pero nunca pude llorarle. Mi madre en aquella ocasión me dijo que estaba seco, que carecía de sentimientos.

Al pasar el tiempo, me percaté que era verdad. Mi madre nunca se equivocaba y yo era una roca, no un hombre. Pasé un largo tiempo pensando que nunca podría ser como los demás. Me imaginaba el nacimiento de mi hijo sin mostrar alegría alguna; o la muerte de mi madre sin siquiera estar triste. Me desganaba a diario con esa idea hasta que acepté que la opinión de los otros me valía tres reverendos pitos.

No sé por qué debemos sentir todos de la misma manera. Sentí la partida de mi tío como ningún otro, sentí la partida de mi exmujer cuando se fue con el jipí putón, sentí la derrota de mi equipo en el clásico. Los sentimientos me parecen pequeños fantasmas penando dentro de la cabeza de las personas. Nadie sabe qué son, nadie sabe si existen, pero en ocasiones los culpamos cuando la piel se nos pone de gallina.

De cierta manera también me siento mal por mi celular. Era ya parte de mí. Lo había adoptado como una extensión de mi cuerpo. Ahora me han mutilado. Deberé ir a comprar otro y sustituirlo enseguida. Si todo lo que se nos va fuera tan fácil de sustituir, nadie derramaría una sola lágrima en esta vida. Pero por desgracia nos vamos quedando solos y vamos dejando a otros solitarios.

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