lunes, 29 de abril de 2013

El llanto de la deidad


Por: Martín Soares.

Al parecer mi exmujer se ha rendido. Se cansó de venir a visitarme. La indina siempre se cansa de mí, por eso la vez pasada me dejó. En esta ocasión ya me tenía harto de sus paseítos por mi cuarto. Venía cuando quería. Tomaba mi comida. Cocinaba como si fuéramos una familia. Sólo estaba aburrida, no encontraba una pareja y ahora por fin la ha conseguido.

La semana pasada vino a buscarme, pero principalmente a buscar una gran pelea. Primero me echó en cara que ya no la quisiera como antes. Que era un pendejo por no retomar la segunda oportunidad que la vida me daba. Cuando escuché su patético argumento ni siquiera la risa me salió. Moví mi cabeza y guardé en el fondo de mi garganta la grosería que estaba por salir.

Ella cree firmemente que me hace un favor al estar conmigo. En su cabeza de chorlito se crea la idea de que mi soledad me aqueja, que me carcome y que si no he llegado al extremo de explotar es a causa de lo que dirán los demás. No me conoce bastante bien, a pesar de que estuvo casada conmigo.

Es una mujer hermosa, con un buen cuerpo para su edad. Tiene unos ojos y unas curvas que no se las he visto a nadie más. Esa hermosura que le caracteriza la ha hecho creer que es el centro de mi mundo. Lo fue hace años, pero luego de la separación aprendí a ordenar mis prioridades.

Su regreso se debió a que su pareja la dejó. Pensó que estaría dispuesto a echar el pasado en una bolsa y continuar el camino. Nunca se imaginó que conocí lo mejor de esta vida estando sólo. Ahora venía a hacer una obra de caridad, a recoger las piezas del pasado, pero se engañaba. No quería estar sola en este mundo. Tiene miedo de enfrentarse al público sin una mano que la tome en los momentos difíciles.

Cambió de trabajo recientemente. Según ella, se había cansado de hacer las mismas cosas todos los días. Había caído en una supuesta rutina que le echó a perder todo. La verdad es que conocía a todos los hombres de ahí. Necesitaba salir, encontrar otras presas para estar en plenitud. Lo hizo. Ahora junto a ese hombre buscará su felicidad y trata de hacerme sentir mal, de culparme por lo que pasa o por lo que no pasó para que pueda irse con la mente tranquila.

Mi culpabilidad en el juicio que me hizo se debía a no aceptar el manjar que ella me ofrecía. La diosa venía a ofrecer su cuerpo al mortal y éste en su estupidez la mandó directo al carajo. El mortal no supo entender la oferta que la deidad le había hecho, por lo cual sería castigado con el abandono.  Tomó las pocas cosas que había en el cuarto y con el cliché de la puerta azotada se fue. Me quedé sentado en el sillón viendo la televisión y fumándome el último cigarro de la cajetilla.

Al terminar la última calada, salí. Pensaba seriamente en mi situación. Tenía la libertad de antes, me sentía más ligero. Cuando salí del edificio vi que seguí ahí. Lloraba y esperaba. Esperaba un taxi o un micro, qué sé yo. Crucé la calle como si fuera una total desconocida. Entré a la tienda y pedí una cajetilla de Delicados. Al salir de la tiendita ella seguía ahí. Me vio y observé su rostro empapado por lágrimas de cocodrilo. Pensaba que los dioses no lloraban, pensaba que eran fuertes y que la decisión de un mortal rebelde les tenía sin cuidado. Me acerqué a ella y le pregunté por qué lloraba. Me dijo que era un estúpido. Ella sólo quería tener una buena relación conmigo. Quería enmendar sus errores y una sarta de tonterías más. La abracé, le limpié el rostro y paré el taxi que pasaba en ese momento. Lo abordó y se fue.

No entendí bien el porqué de su llanto. La mujer realmente no quería estar conmigo. Bueno, tal vez sí. Me quería como un juguete, como un objeto que alguien deja guardado para que nadie más lo toque. Su idea era tenerme en el limbo por el resto de su vida. Llego, me voy y tú te quedas ahí a la espera de que tenga ganas de verte. No estoy para esos jueguitos, o mejor dicho, no estoy para los juegos de alguien más. Cada quien inventa las reglas que quiere, pero no es justo  imponer dichos reglamentos a los otros. El problema, su problema, radica en ver a los demás como objetos sin decisiones propias, al menos este objeto tiene pensamiento, un vasto pensamiento para saber qué quiere y qué no, para mandar a quien desee a que le dé por culo a su madre.

Regresé a mi cuarto. Encendí nuevamente el televisor. Abrí el paquete de Delicados y comencé a fumar. Ahí va el humo esparciéndose en la habitación. Lo veo, lo huelo. De pronto desaparece y se va dejando un pequeño rastro de muerte y placer. Así ella, dejó una parte de maldad y gozo en cada rincón de mí.

0 comentarios: