Por: Martín Soares.
Al parecer mi
exmujer se ha rendido. Se cansó de venir a visitarme. La indina siempre se
cansa de mí, por eso la vez pasada me dejó. En esta ocasión ya me tenía harto
de sus paseítos por mi cuarto. Venía cuando quería. Tomaba mi comida. Cocinaba
como si fuéramos una familia. Sólo estaba aburrida, no encontraba una pareja y
ahora por fin la ha conseguido.
La semana pasada
vino a buscarme, pero principalmente a buscar una gran pelea. Primero me echó
en cara que ya no la quisiera como antes. Que era un pendejo por no retomar la
segunda oportunidad que la vida me daba. Cuando escuché su patético argumento
ni siquiera la risa me salió. Moví mi cabeza y guardé en el fondo de mi
garganta la grosería que estaba por salir.
Ella cree
firmemente que me hace un favor al estar conmigo. En su cabeza de chorlito se
crea la idea de que mi soledad me aqueja, que me carcome y que si no he llegado
al extremo de explotar es a causa de lo que dirán los demás. No me conoce
bastante bien, a pesar de que estuvo casada conmigo.
Es una mujer
hermosa, con un buen cuerpo para su edad. Tiene unos ojos y unas curvas que no
se las he visto a nadie más. Esa hermosura que le caracteriza la ha hecho creer
que es el centro de mi mundo. Lo fue hace años, pero luego de la separación
aprendí a ordenar mis prioridades.
Su regreso se
debió a que su pareja la dejó. Pensó que estaría dispuesto a echar el pasado en
una bolsa y continuar el camino. Nunca se imaginó que conocí lo mejor de esta
vida estando sólo. Ahora venía a hacer una obra de caridad, a recoger las
piezas del pasado, pero se engañaba. No quería estar sola en este mundo. Tiene
miedo de enfrentarse al público sin una mano que la tome en los momentos
difíciles.
Cambió de trabajo recientemente. Según ella, se había cansado de hacer las mismas
cosas todos los días. Había caído en una supuesta rutina que le echó a perder
todo. La verdad es que conocía a todos los hombres de ahí. Necesitaba salir,
encontrar otras presas para estar en plenitud. Lo hizo. Ahora junto a ese
hombre buscará su felicidad y trata de hacerme sentir mal, de culparme por lo
que pasa o por lo que no pasó para que pueda irse con la mente tranquila.
Mi culpabilidad
en el juicio que me hizo se debía a no aceptar el manjar que ella me ofrecía.
La diosa venía a ofrecer su cuerpo al mortal y éste en su estupidez la mandó
directo al carajo. El mortal no supo entender la oferta que la deidad le había
hecho, por lo cual sería castigado con el abandono. Tomó las pocas cosas que había en el cuarto y
con el cliché de la puerta azotada se fue. Me quedé sentado en el sillón viendo
la televisión y fumándome el último cigarro de la cajetilla.
Al terminar la
última calada, salí. Pensaba seriamente en mi situación. Tenía la libertad de
antes, me sentía más ligero. Cuando salí del edificio vi que seguí ahí. Lloraba
y esperaba. Esperaba un taxi o un micro, qué sé yo. Crucé la calle como si
fuera una total desconocida. Entré a la tienda y pedí una cajetilla de
Delicados. Al salir de la tiendita ella seguía ahí. Me vio y observé su rostro
empapado por lágrimas de cocodrilo. Pensaba que los dioses no lloraban, pensaba
que eran fuertes y que la decisión de un mortal rebelde les tenía sin cuidado.
Me acerqué a ella y le pregunté por qué lloraba. Me dijo que era un estúpido.
Ella sólo quería tener una buena relación conmigo. Quería enmendar sus errores
y una sarta de tonterías más. La abracé, le limpié el rostro y paré el taxi que
pasaba en ese momento. Lo abordó y se fue.
No entendí bien
el porqué de su llanto. La mujer realmente no quería estar conmigo. Bueno, tal
vez sí. Me quería como un juguete, como un objeto que alguien deja guardado
para que nadie más lo toque. Su idea era tenerme en el limbo por el resto de su
vida. Llego, me voy y tú te quedas ahí a la espera de que tenga ganas de verte.
No estoy para esos jueguitos, o mejor dicho, no estoy para los juegos de
alguien más. Cada quien inventa las reglas que quiere, pero no es justo imponer dichos reglamentos a los otros. El
problema, su problema, radica en ver a los demás como objetos sin decisiones
propias, al menos este objeto tiene pensamiento, un vasto pensamiento para
saber qué quiere y qué no, para mandar a quien desee a que le dé por culo a su
madre.
Regresé a mi
cuarto. Encendí nuevamente el televisor. Abrí el paquete de Delicados y comencé
a fumar. Ahí va el humo esparciéndose en la habitación. Lo veo, lo huelo. De
pronto desaparece y se va dejando un pequeño rastro de muerte y placer. Así
ella, dejó una parte de maldad y gozo en cada rincón de mí.
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