sábado, 20 de abril de 2013

Plato fuerte


por P.I.G.

Cuando comenzamos la relación le prometí que la llevaría a conocer a mis cerdos que viven en aquella granja alejada de la ciudad donde acostumbraba  ir a descansar de la rutina.

Cuando terminó la relación, aunque en pedazos, conoció de cerca a mis cerdos, y puedo asegurar que aún en estos momentos su cuerpo sigue enclavado en los intestinos de mis mascotas, ocho mascotas para ser exactos.

No pueden recriminarme que no cumplí mi promesa. Se conocieron tan de cerca y puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que mis cerdos disfrutaron de ella; les cayó bien mi ahora ex mujer.

Podría presumirles que la nuestra fue una relación monumental, llena de altibajos como todas las que conozco, pero tan disfrutable como el mejor de los orgasmos.

Compartíamos gustos, tendencias, fantasías. Pero había una diferencia que marcó el rumbo de la relación y la llevó al peor de los desenlaces: ella quería un auto, una lujosa casa en una zona “bien”, rodeada de gente de elevada alcurnia que la hicieran sentirse en un cuento de hadas. Quería una vida, pues.

Yo sólo quería tener lo suficiente para vivir bien, para comer, para beber, para tener tiempo de disfrutar del amanecer y no maldecirlo cada que saltara de mi cama para ir al trabajo.

Se empeñó tanto en hacerme cambiar de parecer, que día a día cambiaba las técnicas tan suyas para convencerme de que lo que estaba haciendo con mi vida, y de paso con la de ella, terminaría en una completa mierda.

Con sus acciones cutres y con mi determinación cuasi militar de no moverme de lugar, supe que mi diagnóstico era sencillo: no tenía remedio.

Si la maté fue por la simpe razón de que me había engañado, sí, como lo han leído, me engañó con un joven bonachón de su universidad, un hombre inteligente, guapo, extremadamente carismático, con dinero, con buen porte, bueno mozo, seguramente con buen futuro y además de todo un demócrata a ultranza, una puta intelectual, pues. Y si supieran cómo me cagan las putas intelectuales.

Sé que al ochenta por ciento de las mujeres les encantan los tipos así, ¿pero a ella?, no, a ella no le gustaban esa clase de productos comerciales que se venden por montones en escaparates. Tan es así que me amaba, y sé que me amaba porque nunca me lo decía, pero siempre lo hacía saber.

¿Qué por qué diablos me engañó entonces?, porque, muy ensimismada en su anhelo de hacerme cambiar, quiso poner a prueba mis celos. Y sépanse todos que quizá soy el hombre menos celoso de este mundo. Es más, y lo digo seriamente, pude haber tolerado ese acto de infidelidad (porque en realidad eso es lo que fue), pues entiendo que el ser humano lleva esa partícula de infidelidad clavada muy en el fondo del trasero, o del corazón, o del cerebro, o del alma, o en los putos riñones, o en los testículos de mierda, y no soy nadie para juzgar eso.

¿Qué por qué putas la maté entonces?, porque se atrevió a decir que él era mejor en la cama, y no, señores, en eso puedo asegurarles que se equivocaba. Y ella estaba consciente de su mentira atroz, pero, sólo por joderme la existencia, o quizá para engrosar la lista de razones para matarla, aseguraba casi con lágrimas en los ojos que era cierto.

Lo único que se me ocurrió fue comprobarlo, y no porque dudara de mis habilidades, si no para tener pruebas suficientes para recriminarle a mi ahora ex mujer que el macarra de trajes finos no podía llegar a excitar ni siquiera a una ninfómana. No fui a violarle, por supuesto, ni mucho menos. Simple: busqué, abordé, intimidé, emborraché y luego pregunté a las mujeres que, una vez metidas hasta el hoyo de drogas, caían en sus redes. Y no, como temía, no era un gran amante.

Cuando mi ex mujer se enteró de lo que había hecho, cayó en cuenta de que mi moral no tenía muchos fundamentos para defenderse. Tomó sus cosas y se fue de la casa. Y estúvole presumiendo a su familia, amigos, nuevos amantes y comunidad en general que yo era un patán, un desagradecido, un mal esposo; si hubiésemos tenido un hijo bien podría haber sido un mal padre (eso decía ella); era un mal ejemplo para el país, un alcohólico, un drogadicto, un mujeriego, un sexualmente precoz, un leproso, un maldito traidor, un terrorista y desertor de las filas rojas de la KGB. En fin, merecía la muerte.

¿Cómo me enteré de todo ello? Sus primas, mis nuevas amantes en ese entonces, se esforzaron en endulzar las palabras que de la boca de mi ahora ex mujer salieron tan pronto llegó a casa de su madre. Dulce o amargo, me enteré de la verdad que soslayaba por todos los rincones donde se paraba. Pero no fue por eso que la maté.

Y tampoco fue por envidia, aunque después de que mis cerdos devoraron su cuerpecito de modelo telenovelesca, pude comprender que los cerdos comemos los despojos del mundo, mientras que las clases sociales “avanzadas”, las que van por arriba de la pirámide y a las que les toca ir sentados en el transporte, siempre se alimentan bien, hasta el hartazgo, hasta que la palabra gula cobre sentido. La envidiaba, pues, porque comía mejor que yo…

Seré sincero. La maté porque era fea*, y cuando la cité para que conociera, ya sin relación de por medio, a mis mascotas, me maldije por haber desaprovechado tantas noches a su lado y no haber  tenido el arrojo épico de tomar un cuchillo y matarle en esos momentos.

Es que era fea, muy fea, y no es que tenga algo contra las feas o los feos, me da igual su existencia, pero ella, oh mierda, era mi mujer, algo tenía que hacer con ella, ¿no?

*Tomado de la canción de Eyaculación Post-Mortem 

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