por P.I.G.
La lujuria es muchas de las cosas que vemos y que ni
siquiera reparamos de qué se trata. Lujuria es más que el residuo de semen que
camina lenta y tibiamente por los sexos de la pareja, recién ha venido el
orgasmo (hombre-mujer), o es el fluido vaginal que, húmedo, sirve como muestra
de que el placer no se detiene a pensar en esa vulgaridad acerca de los géneros
humanos (mujer-mujer).
La lujuria es más que un soplido en el pubis, más que
escupir los sexos para acelerar la entrada; es saliva y es aire y ambas cosas,
pues la lujuria también se transforma, mas nunca se crea ni se destruye.
La lujuria toca a la puerta y es bien recibida; es la bien
recibida visita que ese hogar llamado cuerpo pide a gritos que vuelva, hoy,
mañana, el próximo fin de semana, o en unas cuantas horas, después de ir a
vomitar el resto del licor.
La lujuria se traga, tan magnificente como es, como las
palabras, como el sexo del opuesto, como la vida, pero también como la hostia consagrada
que el sacerdote empuja a la boca del confieso, cual pene en busca de una boca
para desvirgar.
La lujuria eres tú esperando a que la lluvia te bañe por
fuera y no por dentro, para sentir el vesicante alivio de seguir siendo tú y no
alguien más. Dentro de la lujuria no se permiten las obscenas apologías que infringen
en ese afrentoso delito llamado respeto.
La lujuria es el monstruo que camina solo y que sabe cuál es
su destino; es, a diferencia del amor, un cúmulo de palpitaciones corpóreas y
mentales que conocen el resultado antes de iniciar el juego.
Lujuria es tu madre y tu padre fornicando, es el bello
retrato de los humanos trascendiendo, aunque sea por un segundo, a terrenos que
ni el clero, ni el cielo, ni el celo paternal pueden gobernar a sus anchas.
Lujuria es saberse del contrario pero no de sí, de una, de
dos, de la orgía completa; es olvidarse de el nombre y apellidos; es el alcohol
derramado a propósito en los senos de aquella mujer ebria, es el cigarrillo que
con nostalgia se apaga entre los dedos del idiota que siempre se pierde de la
mejor parte de la fiesta.
Lujuria son miradas lascivas por encima y por debajo de la
mesa; es corromper el inapetente estereotipo de “la prueba del amor”; lujuria
es sexo salvaje, es una violación consentida y consensuada.
Es tu falda que se niega a ser levantada porque más de uno
ya cayó en cuenta de mi imperiosa necesidad de sentirme dentro de ti.
Lujuria es tomarnos de la mano y que el sudor haga su
aparición triunfal, es ese deseo de que todos se vayan al carajo y reventar los
sexos con cada grito de los niños en el parque; es esperar a que regreses a
casa para preguntarle a tu cuerpo cómo ha estado sin siquiera hablar.
La lujuria es ese beso de despedida, esa maldita expresión
tuya al recibir un “no” tras una propuesta indecorosa; es saber hacerse a un
lado cuando no es tu piel la que se busca, pero es también no quitar nunca el
dedo del renglón.
Lujuria es aquella vagina cubierta de una corona de espinas,
y eres tú lanzándote sin dejo de preocupación; es tu ego lanzado al cesto de
basura y es acercar sin cuidado la cabeza de Cristo para ser flagelado noche y
día.
Lujuria es tu sombra cuando abandonas la habitación después
de una erección fallida; son mis manos que piden a gritos volver a dar vida a
ese olor penetrante que me dura años en los dedos; lujuria es haberte
arrebatado todo, menos tu ego de mujer absorta en imágenes de revista.
Lujuria, señores, no se lee, se vive, se experimenta, se
vomita en las etéreas tardes de resaca, se cura con la masturbazione proprio y se reafirma con un deseo incontrolable de
buscar carne nueva o usada que calme la temperatura del alma.
La lujuria es la habitación maloliente tras una orgía tristemente
realizada; es la iglesia llena en los días donde todos deberían estar
presumiendo que están vivos gracias a que a alguien se le ocurrió ser
medianamente (o completo en lo absoluto) lujurioso, para ir corromper el candoroso
lecho de los padres y fornicar y fecundar y procrear previo al eterno lamentar
de una vida echada a perder.
Lujuria es darse la vuelta después del acto, cerrar los ojos
y dormir y soñar con la pareja que ahora ya no lo es; es saberse atado de por
vida a una mujer que quizá nunca fue lo que en verdad se quiso, es morder las
sábanas con las manos, es tragar saliva, voltear de nuevo, besar esos labios
que apestan a alcohol y llevar la mano a la entrepierna de aquélla.
La lujuria es ser partícipe del acto, aun cuando no se haya
sido convocado al casting.
La lujuria son esos ojos salvajes que a gritos piden ver
todo lo que el resto del mundo se ha negado a ofrecer; es la claridad de tu
mirada, es la suavidad que caracteriza esos labios que no se cansan de probar
un poco de libertad en cada beso.
La lujuria se mama, se traga con asco, se acumula en el estómago
y se transforma en ese deseo inexorable de vomitar sangre.
La lujuria vive contigo y te acompaña al colegio, al
hospital, al supermercado, a la iglesia; está a tu lado mientras alimentas a quien dices es el único hijo que quisiste
tener; es el platillo de entrada y el postre.
Mierda, que si la lujuria fuera la cruz, todos seríamos Cristo.
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