sábado, 30 de marzo de 2013

Un podrido concepto acerca de la lujuria


por P.I.G.

La lujuria es muchas de las cosas que vemos y que ni siquiera reparamos de qué se trata. Lujuria es más que el residuo de semen que camina lenta y tibiamente por los sexos de la pareja, recién ha venido el orgasmo (hombre-mujer), o es el fluido vaginal que, húmedo, sirve como muestra de que el placer no se detiene a pensar en esa vulgaridad acerca de los géneros humanos (mujer-mujer).

La lujuria es más que un soplido en el pubis, más que escupir los sexos para acelerar la entrada; es saliva y es aire y ambas cosas, pues la lujuria también se transforma, mas nunca se crea ni se destruye.

La lujuria toca a la puerta y es bien recibida; es la bien recibida visita que ese hogar llamado cuerpo pide a gritos que vuelva, hoy, mañana, el próximo fin de semana, o en unas cuantas horas, después de ir a vomitar el resto del licor.

La lujuria se traga, tan magnificente como es, como las palabras, como el sexo del opuesto, como la vida, pero también como la hostia consagrada que el sacerdote empuja a la boca del confieso, cual pene en busca de una boca para desvirgar.

La lujuria eres tú esperando a que la lluvia te bañe por fuera y no por dentro, para sentir el vesicante alivio de seguir siendo tú y no alguien más. Dentro de la lujuria no se permiten las obscenas apologías que infringen en ese afrentoso delito llamado respeto.

La lujuria es el monstruo que camina solo y que sabe cuál es su destino; es, a diferencia del amor, un cúmulo de palpitaciones corpóreas y mentales que conocen el resultado antes de iniciar el juego.

Lujuria es tu madre y tu padre fornicando, es el bello retrato de los humanos trascendiendo, aunque sea por un segundo, a terrenos que ni el clero, ni el cielo, ni el celo paternal pueden gobernar a sus anchas.

Lujuria es saberse del contrario pero no de sí, de una, de dos, de la orgía completa; es olvidarse de el nombre y apellidos; es el alcohol derramado a propósito en los senos de aquella mujer ebria, es el cigarrillo que con nostalgia se apaga entre los dedos del idiota que siempre se pierde de la mejor parte de la fiesta.

Lujuria son miradas lascivas por encima y por debajo de la mesa; es corromper el inapetente estereotipo de “la prueba del amor”; lujuria es sexo salvaje, es una violación consentida y consensuada.

Es tu falda que se niega a ser levantada porque más de uno ya cayó en cuenta de mi imperiosa necesidad de sentirme dentro de ti.

Lujuria es tomarnos de la mano y que el sudor haga su aparición triunfal, es ese deseo de que todos se vayan al carajo y reventar los sexos con cada grito de los niños en el parque; es esperar a que regreses a casa para preguntarle a tu cuerpo cómo ha estado sin siquiera hablar.

La lujuria es ese beso de despedida, esa maldita expresión tuya al recibir un “no” tras una propuesta indecorosa; es saber hacerse a un lado cuando no es tu piel la que se busca, pero es también no quitar nunca el dedo del renglón.

Lujuria es aquella vagina cubierta de una corona de espinas, y eres tú lanzándote sin dejo de preocupación; es tu ego lanzado al cesto de basura y es acercar sin cuidado la cabeza de Cristo para ser flagelado noche y día.

Lujuria es tu sombra cuando abandonas la habitación después de una erección fallida; son mis manos que piden a gritos volver a dar vida a ese olor penetrante que me dura años en los dedos; lujuria es haberte arrebatado todo, menos tu ego de mujer absorta en imágenes de revista.

Lujuria, señores, no se lee, se vive, se experimenta, se vomita en las etéreas tardes de resaca, se cura con la masturbazione proprio y se reafirma con un deseo incontrolable de buscar carne nueva o usada que calme la temperatura del alma.

La lujuria es la habitación maloliente tras una orgía tristemente realizada; es la iglesia llena en los días donde todos deberían estar presumiendo que están vivos gracias a que a alguien se le ocurrió ser medianamente (o completo en lo absoluto) lujurioso, para ir corromper el candoroso lecho de los padres y fornicar y fecundar y procrear previo al eterno lamentar de una vida echada a perder.

Lujuria es darse la vuelta después del acto, cerrar los ojos y dormir y soñar con la pareja que ahora ya no lo es; es saberse atado de por vida a una mujer que quizá nunca fue lo que en verdad se quiso, es morder las sábanas con las manos, es tragar saliva, voltear de nuevo, besar esos labios que apestan a alcohol y llevar la mano a la entrepierna de aquélla.

La lujuria es ser partícipe del acto, aun cuando no se haya sido convocado al casting.

La lujuria son esos ojos salvajes que a gritos piden ver todo lo que el resto del mundo se ha negado a ofrecer; es la claridad de tu mirada, es la suavidad que caracteriza esos labios que no se cansan de probar un poco de libertad en cada beso.

La lujuria se mama, se traga con asco, se acumula en el estómago y se transforma en ese deseo inexorable de vomitar sangre.

La lujuria vive contigo y te acompaña al colegio, al hospital, al supermercado, a la iglesia; está a tu lado mientras alimentas  a quien dices es el único hijo que quisiste tener; es el platillo de entrada y el postre.

Mierda, que si la lujuria fuera la cruz, todos seríamos Cristo. 

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