miércoles, 6 de marzo de 2013

Bragas rojas


por P.I.G.

Odio las bragas rojas, las detesto, podría decir que hasta ronchas me salen en la piel cuando estoy cerca de ella, y, créanme, no es casual ni gratuito mi desprecio a ese color.

Por principio de cuentas, y para que no empiecen a formarse ideas desequilibradas, debo dejar en claro que no tengo nada en contra de la ropa interior femenina, al contrario; es más, podría tolerar, con sus considerables reservas, un sostén rojo… al fin y al cabo lo que cubre (o trata de ocultar) no es sino el primer alimento de todo ser humano, y francamente los senos de una mujer me son imprescindibles hasta cierto punto; no así lo que cubre (o trata de ocultar aún más) una braga.

Y es que ya lo decía el primer diálogo de la gran Taxidermia: “la vagina mueve el mundo”; la vagina le da movimiento y suerte a este apuntodeextinguirse planeta, y por ello una braga bien podría considerarse la puerta de entrada a este apuntodeextinguirse planeta, es la llave que echa a andar el motor con el cual el apuntodeextinguirse mundo es capaz de moverse.

Pero una ropa interior, justo en ese lugar, color rojo, es por principio de cuentas un "detente y piénsalo dos veces". Llámenle manía, fijación, anti-fetiche, carencia de raciocinio sexual, lo que sea, pero la vida me ha colmado de tan malas experiencias con las bragas rojas (quizá a ello se deba mi repulsión), que toda clase de momentos sexuales se desploman tan pronto hurgo debajo del pantalón de una mujer y me encuentro… ¡oh, Dios santo!... con ellas, las jodidas bragas de color rojo.

Y vaya que el destino te jode cuando así se lo propone, pues en mi vida me he topado con muchas de ellas, aunque al decirlo se me tilde de presuntuoso, lo cual en mi estado ya me importa un carajo.

La primera vez que vi un calzón femenino rojo fue cuando niño, en la casa de mis tías; calzones rojos por todos lados: en el tendedero, en las llaves de las regaderas, sobre la mesa, en la tabla de planchar, ¡arriba del televisor, puta madre!, o en la cama perfectamente doblados y bien acomodados, eso sí, al lado del bra rojo, que, repito, ni me viene ni me va.

Pensar en los viajes que mis tías hacían para surtirse de una línea completa de trusas rojas, me hacía pensar en sus rostros degenerados al observarlos en el aparador, al medírselos sobre la ropa frente al espejo, al comprarlos y, una vez en casa, sin descaro alguno, ponérselos para ver “qué tal quedan”, situación que, estoy seguro queda de manifiesto, a más de uno dejaría perplejo.

Esas cuatro situaciones me tocó vivirlas, las primeras dos porque acompañé a las hermanas de mi padre de compras a una boutique exclusivamente para mujeres, y las segundas dos porque (la aversión siempre va acompañada del morbo) se me ocurrió asomarme justo cuando se las medían en su habitación. Sí, lo sé, tan pronto asomé la vista aprendí la lección.

A partir de aquel momento el rojo dejó de ser un color significativo para mí; no representaba el amor, ni el respeto, la abundancia o el erotismo, sino la sangre, pero no la sangre de las banderas, ni esa sangre que abunda en el mundo gore, no… sino la sangre de la feminidad...

Mi primer contacto sexual (a los pocos años de edad, para no entrar en detalles), además de todo lo aparatoso que pudo ser, se vio eclipsado por una eyaculación obligada, por una cuasi violación de la niñera y por ese maldito calzón rojo (grande como un mantel de comedor), que si bien no dejó de pasar a segundo término (porque lo importante era mi inmediata entrada a las filas de los no vírgenes), sí provocó que más que recordarla con beneplácito, la recordara con tristeza y aversión… o con nostalgia infantil tal vez.

Conforme fui creciendo, mi hostilidad no hizo más que crecer, ora porque las vecinas colgaban sus ropajes interiores a la luz del mundo en la azotea de sus casas, como si de izar una bandera se tratase; ora porque mis compañeros de escuela decían que quien utilizaba bragas rojas era para evitar que “esos días” se evidenciaran con manchitas incómodas; ora porque la maestra de Historia de México llevaba bajo sus sábanas en forma de falda unos horribles calzones rojo carmesí, que no me pregunten cómo es que alcancé a ver en más de una ocasión.

Al pasar los años me topé con que en Navidad y Año Nuevo las personas acostumbraban hacerse de unos buenos calzones rojos, dizque para atraer la abundancia con el año entrante o sólo para hacerle segunda y juego a las flores de Noche Buena.

Imaginarme que en esas fiestas más de uno de mi familia portaba orgulloso su trusa, comprada horas antes con absoluta desesperación en el tianguis, me obligaba a abandonar la reunión y encerrarme en el baño o en mi habitación, eso sí, con unas cubas y los cigarrillos de papá ilegalmente adquiridos… era un rebelde medianamente pendejo, pues.

Muchas de las novias a las que tanto quise, dejé de querer al enterarme que al menos entre su colección de calzoncitos había un incómodo color rojo. Ni modo, era una manía obsesiva que no dejaba de causarme conflictos cuasi existenciales.

Al entrar en el mundo del alcohol y las drogas agresivas y los días de jüerga consecutivos, conocí a muchas mujeres, de las cuales no tengo malos recuerdos. Tal vez el alcohol y las sustancias nocivas desprendieron poco a poco esa hostilidad mía hacia tan peculiar complemento femenino, no sé.

Pero como nada dura para siempre, ni las drogas, ni el dinero, ni el olor de los hoteles, había que ingeniárselas para seguir la diversión sin dar marcha atrás. Mis dotes improvisados de amante me permitieron hacerme de una enriquecida lista de admiradoras que cambiaban el sexo por unas cuantas dosis de pastillas que seguramente los médicos y las dependientas de farmacias comerciales conocían a la perfección. Es cuestión de decir que se trata de drogas europeas o asiáticas y traerlas siempre en bolsas de plástico metalizado; todo lo ilegal viene en bolsas de plástico metalizado, sino vean los condones.

Dada mi repulsión por las trusas rojas, me vi en la necesidad de buscar mujeres ahí donde sabes que jamás una mujer puede utilizar calzones rojos: en los hospitales y escuelas de enfermería. Claro, sabes que ni por dinero lo harían a menos que quieran evidenciar el color de su ropa interior, y esas situaciones, hombre, se deben aprovechar al máximo.

Conciertos de rock, antros, bares, puteros, funerales, iglesias, retiros, partidos de futbol, óperas, teatros, cines, etcétera, etcétera, etcétera, completamente descartados. Prefería perderme la oportunidad de dormir acompañado, antes que encontrarme con ese vomitivo color en medio de las piernas de mi acompañante.

Mi escasa buena suerte (como muchas cosas que escasean en mi vida) terminó cuando me topé con una mujer, que al principio parecía serlo, con calzones rojos. El elevado nivel de anfetaminas me impidió hacer uso de mis facultades al cien por ciento, por lo que una vez entrados en calor no me importó toparme con una braga roja, muy roja… mierda, es que en verdad era roja.

Al tratar de ir más allá de lo que alcanzaba a ver, debajo de la cremallera me topé con un miembro descomunal, con proporciones nada humanas, muy bien disimulado, eso sí, por la liga que lo mantenía fijo al cuerpo, lo que en un principio me impidió advertirlo a distancia.

El trauma fue tal que las drogas perdieron su efecto para posteriormente bajarme de la nube y hacerme entrar en razón nuevamente y toparme con esa estampa desagradable, no el miembro descomunal (que, insisto, vaya que lo era), sino con el calzón rojo… rojo como la sangre que recorría aceleradamente mi cuerpo y me subía a la cabeza, inyectaba mis ojos y me llenaba de ira.

Lo que ocurrió con la mujer (que no era) sólo lo sabe quien encontró el cuerpo casi desfallecido por lo golpes que le propiné, lo mismo con las armas que a mi paso encontré, que con mis propias manos… 

El trauma volvió, se metió en mí, me hizo recordar mi odio hacia el rojo en la ropa interior femenina; volvieron a mi mente mis tías en el espejo, las niñas con rojos calzones, la niñera depravada, la bandera comunista, cuya hoz y martillo fueron bordadas sobre una braga roja… ja ja ja no tanto, pero nada más faltaba.

Desde entonces no he vuelto a saber de las drogas, ni del alcohol, ni de las mujeres por temor a encontrarme con mi rival. He buscado ayuda profesional, y ni el señor psicólogo, ni el sacerdote, ni el rabino, ni los chamanes de la sierra han podido arrancarme esa repulsión.

Ahora pues estoy aquí en la habitación que me corresponde en este hospital; no es una galantería, pero las paredes acolchonadas vaya que son suaves como la piel de una ninfa. He procurado hacer un espacio entre ellos para que, tú sabes, necesidades fisionómicas. 

Es lindo estar aquí, aislado de ese puto mundo que cada vez huele peor… lo único malo de mi estancia aquí es cuando viene esa gorda y asquerosa enfermera que me alimenta y que (sé que lo hace muy a propósito) siempre usa tanga roja.