por P.I.G.
Odio las bragas rojas, las detesto, podría decir que hasta
ronchas me salen en la piel cuando estoy cerca de ella, y, créanme, no es
casual ni gratuito mi desprecio a ese color.
Por principio de cuentas, y para que no empiecen a formarse
ideas desequilibradas, debo dejar en claro que no tengo nada en contra de la
ropa interior femenina, al contrario; es más, podría tolerar, con sus
considerables reservas, un sostén rojo… al fin y al cabo lo que cubre (o trata
de ocultar) no es sino el primer alimento de todo ser humano, y francamente los
senos de una mujer me son imprescindibles hasta cierto punto; no así lo que
cubre (o trata de ocultar aún más) una braga.
Y es que ya lo decía el primer diálogo de la gran Taxidermia:
“la vagina mueve el mundo”; la vagina le da movimiento y suerte a este apuntodeextinguirse
planeta, y por ello una braga bien podría considerarse la puerta de entrada a
este apuntodeextinguirse planeta, es la llave que echa a andar el motor con el
cual el apuntodeextinguirse mundo es capaz de moverse.
Pero una ropa interior, justo en ese lugar, color rojo, es
por principio de cuentas un "detente y piénsalo dos veces". Llámenle manía,
fijación, anti-fetiche, carencia de raciocinio sexual, lo que sea, pero la vida
me ha colmado de tan malas experiencias con las bragas rojas (quizá a ello se
deba mi repulsión), que toda clase de momentos sexuales se desploman tan pronto
hurgo debajo del pantalón de una mujer y me encuentro… ¡oh, Dios santo!... con
ellas, las jodidas bragas de color rojo.
Y vaya que el destino te jode cuando así se lo propone, pues
en mi vida me he topado con muchas de ellas, aunque al decirlo se me tilde de presuntuoso,
lo cual en mi estado ya me importa un carajo.
La primera vez que vi un calzón femenino rojo fue cuando
niño, en la casa de mis tías; calzones rojos por todos lados: en el tendedero,
en las llaves de las regaderas, sobre la mesa, en la tabla de planchar, ¡arriba
del televisor, puta madre!, o en la cama perfectamente doblados y bien
acomodados, eso sí, al lado del bra rojo, que, repito, ni me viene ni me va.
Pensar en los viajes que mis tías hacían para surtirse de
una línea completa de trusas rojas, me hacía pensar en sus rostros degenerados al observarlos
en el aparador, al medírselos sobre la ropa frente al espejo, al comprarlos y,
una vez en casa, sin descaro alguno, ponérselos para ver “qué tal quedan”, situación
que, estoy seguro queda de manifiesto, a más de uno dejaría perplejo.
Esas cuatro situaciones me tocó vivirlas, las primeras dos
porque acompañé a las hermanas de mi padre de compras a una boutique
exclusivamente para mujeres, y las segundas dos porque (la aversión siempre va
acompañada del morbo) se me ocurrió asomarme justo cuando se las medían en su
habitación. Sí, lo sé, tan pronto asomé la vista aprendí la lección.
A partir de aquel momento el rojo dejó de ser un color
significativo para mí; no representaba el amor, ni el respeto, la abundancia o
el erotismo, sino la sangre, pero no la sangre de las banderas, ni esa sangre
que abunda en el mundo gore, no… sino la sangre de la feminidad...
Mi primer contacto sexual (a los pocos años de edad, para no
entrar en detalles), además de todo lo aparatoso que pudo ser, se vio eclipsado por una eyaculación obligada, por una cuasi violación de la niñera y por ese
maldito calzón rojo (grande como un mantel de comedor), que si bien no dejó de
pasar a segundo término (porque lo importante era mi inmediata entrada a las
filas de los no vírgenes), sí provocó que más que recordarla con beneplácito,
la recordara con tristeza y aversión… o con nostalgia infantil tal vez.
Conforme fui creciendo, mi hostilidad no hizo más que
crecer, ora porque las vecinas colgaban sus ropajes interiores a la luz del
mundo en la azotea de sus casas, como si de izar una bandera se tratase; ora
porque mis compañeros de escuela decían que quien utilizaba bragas rojas era
para evitar que “esos días” se evidenciaran con manchitas incómodas; ora porque
la maestra de Historia de México llevaba bajo sus sábanas en forma de falda
unos horribles calzones rojo carmesí, que no me pregunten cómo es que alcancé a
ver en más de una ocasión.
Al pasar los años me topé con que en Navidad y Año Nuevo las
personas acostumbraban hacerse de unos buenos calzones rojos, dizque para
atraer la abundancia con el año entrante o sólo para hacerle segunda y juego a
las flores de Noche Buena.
Imaginarme que en esas fiestas más de uno de mi familia portaba
orgulloso su trusa, comprada horas antes con absoluta desesperación en el tianguis,
me obligaba a abandonar la reunión y encerrarme en el baño o en mi habitación,
eso sí, con unas cubas y los cigarrillos de papá ilegalmente adquiridos… era un
rebelde medianamente pendejo, pues.
Muchas de las novias a las que tanto quise, dejé de querer
al enterarme que al menos entre su colección de calzoncitos había un incómodo
color rojo. Ni modo, era una manía obsesiva que no dejaba de causarme
conflictos cuasi existenciales.
Al entrar en el mundo del alcohol y las drogas agresivas y
los días de jüerga consecutivos, conocí a muchas mujeres, de las cuales no
tengo malos recuerdos. Tal vez el alcohol y las sustancias nocivas
desprendieron poco a poco esa hostilidad mía hacia tan peculiar complemento
femenino, no sé.
Pero como nada dura para siempre, ni las drogas, ni el
dinero, ni el olor de los hoteles, había que ingeniárselas para seguir la
diversión sin dar marcha atrás. Mis dotes improvisados de amante me permitieron
hacerme de una enriquecida lista de admiradoras que cambiaban el sexo por unas
cuantas dosis de pastillas que seguramente los médicos y las dependientas de
farmacias comerciales conocían a la perfección. Es cuestión de decir que se trata de drogas
europeas o asiáticas y traerlas siempre en bolsas de plástico metalizado; todo
lo ilegal viene en bolsas de plástico metalizado, sino vean los condones.
Dada mi repulsión por las trusas rojas, me vi en la
necesidad de buscar mujeres ahí donde sabes que jamás una mujer puede utilizar
calzones rojos: en los hospitales y escuelas de enfermería. Claro, sabes que ni
por dinero lo harían a menos que quieran evidenciar el color de su ropa
interior, y esas situaciones, hombre, se deben aprovechar al máximo.
Conciertos de rock, antros, bares, puteros, funerales,
iglesias, retiros, partidos de futbol, óperas, teatros, cines, etcétera,
etcétera, etcétera, completamente descartados. Prefería perderme la oportunidad
de dormir acompañado, antes que encontrarme con ese vomitivo color en medio de
las piernas de mi acompañante.
Mi escasa buena suerte (como muchas cosas que escasean en mi
vida) terminó cuando me topé con una mujer, que al principio parecía serlo, con
calzones rojos. El elevado nivel de anfetaminas me impidió hacer uso de mis
facultades al cien por ciento, por lo que una vez entrados en calor no me
importó toparme con una braga roja, muy roja… mierda, es que en verdad era roja.
Al tratar de ir más allá de lo que alcanzaba a ver, debajo
de la cremallera me topé con un miembro descomunal, con proporciones nada
humanas, muy bien disimulado, eso sí, por la liga que lo mantenía fijo al
cuerpo, lo que en un principio me impidió
advertirlo a distancia.
El trauma fue tal que las drogas perdieron su efecto para posteriormente
bajarme de la nube y hacerme entrar en razón nuevamente y toparme con esa
estampa desagradable, no el miembro descomunal (que, insisto, vaya que lo era),
sino con el calzón rojo… rojo como la sangre que recorría aceleradamente mi
cuerpo y me subía a la cabeza, inyectaba mis ojos y me llenaba de ira.
Lo que ocurrió con la mujer (que no era) sólo lo sabe quien
encontró el cuerpo casi desfallecido por lo golpes que le propiné, lo mismo con
las armas que a mi paso encontré, que con mis propias manos…
El trauma volvió, se metió en mí, me hizo recordar mi odio
hacia el rojo en la ropa interior femenina; volvieron a mi mente mis tías en el
espejo, las niñas con rojos calzones, la niñera depravada, la bandera
comunista, cuya hoz y martillo fueron bordadas sobre una braga roja… ja ja ja no
tanto, pero nada más faltaba.
Desde entonces no he vuelto a saber de las drogas, ni del
alcohol, ni de las mujeres por temor a encontrarme con mi rival. He buscado
ayuda profesional, y ni el señor psicólogo, ni el sacerdote, ni el rabino, ni
los chamanes de la sierra han podido arrancarme esa repulsión.
Ahora pues estoy aquí en la habitación que me corresponde en
este hospital; no es una galantería, pero las paredes acolchonadas vaya que
son suaves como la piel de una ninfa. He procurado hacer un espacio entre
ellos para que, tú sabes, necesidades fisionómicas.
Es lindo estar aquí,
aislado de ese puto mundo que cada vez huele peor… lo único malo de mi estancia
aquí es cuando viene esa gorda y asquerosa enfermera que me alimenta y que (sé
que lo hace muy a propósito) siempre usa tanga roja.
1 comentarios:
SEHR GUT SCHWEIN
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