martes, 26 de febrero de 2013

Pequeños mundos en formación


Por: Martín Soares. 

Chino ha renunciado. Chino era el típico hombre que aguantaba toda la porquería llamada trabajo. Llegaba con una sonrisa, laboraba con ella y cuando se despedía también nos iluminaba con su cálida risa. Ese hombre amaba lo que hacía. Nunca escuché una queja, además de ser el que inundaba la oficina con una alegría atípica en este país. Hoy, Chino renunció.

Llegué tarde para variar un poco. El jefe había aparecido temprano, así que decidí abstenerme de la taza de café matutino. Comencé a trabajar como loco, pero me sorprendió el hecho de no ver aquella risa por el lugar. Al principio, y por el estrés que me cargaba, no le di importancia. Chino podría andar platicando con las chicas en el pasillo o buscando algún expediente. Él siempre estaba de aquí para allá, siempre en movimiento. Fue hasta medio día que empecé a cuestionarme seriamente sobre su paradero.

La tensión había decrecido un poco ya que el jefe se metió en su oficina como si el cabrón tuviera un trabajo serio. Me levanté de la maldita silla que siempre me jode las nalgas (sillas cogedoras) y fui con mi Sofi para que me contara las buenas nuevas. Esa Sofi, todo un mujerón. Siempre iba a verla nomás para echarme un taquito, para apaciguar el hambre de carne; aunque también para obtener información relevante de los asuntos intrascendentes de la oficina. Ella no es muy guapa, no tiene el mejor cuerpo, sin embargo, es inteligentísima. Cada poro de su cuerpo irradia sabiduría, que tan sólo de verla se me antoja susurrarle el repertorio de palabras bonitas que me sé.

Le pregunté por Chino directamente. Me respondió que El Alegre no se había presentado, que lo más seguro era que el jefe le haya dado permiso para faltar. Algún problema familiar o güeva personal, me dijo Sofi, aunque eso no cuadraba en la personalidad del Chino. Él nunca faltaba, ni porque estuviera enfermo. Recuerdo la vez en que trabajó a pesar de que su hijito cumplía años y él debía asistir a la fiesta. Chino anteponía el trabajo a todo, por eso la respuesta de mi amada Sofi me resultó extraña.

El trabajo suele ser tan aburrido que me propuse investigar a fondo el paradero de Chino. Me despedí de mi amorsecretodeoficina y le fui a dar una visitada al jefazo. Don Fermín estaba todo ancho atrás de su escritorio. Revisaba cosas en su computadora y al entrar a su oficina, sus diminutos ojos dejaron la pantalla para posarse en los míos. Lo saludé y me preguntó inmediatamente: qué era lo que buscaba ahí. Con ese señor no puedo andarme por las ramas, así que le pregunté sobre Chino. Don Fermín respondió que el “cabroncito ese” aún no había llegado, pero que en cuanto lo hiciera, le pondría una regañiza que el “pendejete inútil” jamás iba a olvidar por “güevónirresponsable”. Estas palabras me dieron muy mala espina.
En verdad me preocupaba Chino. No éramos los mejores amigos, qué va, ni amigos; no obstante, su alegría me contagiaba, me creaba una propia que a veces, sólo a veces, me hacía seguir yendo al trabajo. Su ausencia me preocupó, pero no tanto para parar mis actividades.

El día pasó sin contratiempos. Iba a salir a comer cuando vi que la sonrisa entraba por la puerta. Llegó con un traje bonito, todo elegante. Me vio desde lejos y me gritó un saludo. El hombre-alegría volvía al trabajo. Se dirigió hacia la oficina de don Fermín. Vi que la puerta se cerró e imaginé la regañiza con las cual el vejete idiota recibiría a Chino.

Ahí, sólo había tres personas. Guadalupe, Antonio y yo. Los demás se habían ido a comer. Digamos que nos tocó un show privado. Yo estaba ahí porque mi cartera se me había perdido. El retraso me hizo espectador de la furia del Huracán de la Alegría. Primero en la oficina de don Fermín escuchamos gritos: “tú no vas a venirme a ofender en mi oficina”, “Qué te has creído tú, muchacho de mierda” “Esto no es una democracia. Tu opinión me importa un comino”. Don Fermín regañaba a Chino, pero Chino respondía con valor. Había ofendido a don Fermín, lo había hecho explotar.

Luego de esos gritos, vimos que la puerta se abría y Chino, con sonrisa incluida, salía de la oficina. Me vio y me guiñó el ojo. Después gritó con toda la fuerza contenida en sus pulmones: “esto es una mierda. Una maldita mierda de la cual salgo hoy.” Fue un grito potente que me dejó totalmente sorprendido. No sé si los cristales vibraron, pero eso percibí. Con menos voz, a los tres presentes, nos recomendó renunciar, “váyanse, tomen sus cosas y dejen este repugnante sitio”.

Luego de todo eso, Chino salió tirando expedientes, hojas, plumas, lápices de los escritorios vecinos. Don Fermín sólo vio desde la entrada de su oficina, mientras movía su cabeza con gesto de reprobación, aunque creo que era con un poco de impotencia. Ya a lo lejos, seguramente Chino estaba en el pasillo, soltó otro grito: “Todos a la mierda. Todos, toditos”.

Don Fermín nos pidió disculpas. Mis dos colegas ayudaron a recoger las cosas que el huracán de la alegría había dejado a su paso. Yo encontré mi cartera debajo de unos papeles. La tomé y me fui. Ni madres que ayudaría a recoger ese desmadre.

Cuando presioné el botón del elevador, pensé en la escenita de Chino. ¿Qué haría explotar a un hombre de esa forma? Chino parecía feliz con su trabajo y con su vida. Me hizo pensar que todos escondemos grandes secretos que un día salen a la luz. Somos pequeños puntos listos para explotar y crear todo un universo. Chino, el día de hoy, creó el suyo y salió con la frente en alto.

El elevador llegó. Lo abordé. Descendía cuando me dieron unas ganas tremendas de gritar. ¡aaaahhhh! Me agité, tenía fuerzas para intentar algo como lo que había hecho Chino. Por fortuna o mala suerte, cuando el levador abrió las puertas, vi a lo lejos al señor Augusto, el don de los tacos de canasta. Tenía mucha hambre para poder transformarme en un huracán, para poder crear un universo. Primero comería y luego, luego ya vería qué hacer.

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