Por: Martín Soares.
Los únicos días tranquilos en la
colonia es cuando la luz se va. Cuando estoy a oscuras debido a “fallas
técnicas en el sistema”, recuerdo mi infancia. De niño odiaba esos días porque
mi única distracción, la televisión, se iba al carajo. Debía jugar con mis
carritos o muñecos o salía a la calle con mi bicicleta, es decir, ejercicio
físico o mental, ambos me chingaban la madre.
Ahora es diferente. La electricidad
sólo me genera caos. Prefiero el silencio, la imposibilidad de utilizar
aparatos eléctricos, la tranquilidad del barrio sin música a alto volumen
resulta acogedora y hasta me atrevo a pronunciar, hermosa.
Hablo de todo esto porque ayer
nos quedamos sin electricidad. Aún no regreso al trabajo y como es costumbre
estaba solo en casa. Mi desayuno tuvo un toque romántico, con un par de velas
en la mesa y un poco de vino que me había sobrado de la noche anterior. Al
terminar, decidí tomar el libro que tenía olvidado por ahí. Sólo leí un
capítulo, andaba un poco inquieto. Tenía ganas de ir a buscar a una amiguita y
así pasar el tiempo, pero ahora es más difícil encontrarla.
Carmencita está casada desde hace
un año. Ella era buena compañía. Cuando uno estaba cansando de la rutina diaria
iba en búsqueda del otro para desahogar entre la cama todas las penurias. Casi
siempre llegaba a mi cuartucho, comenzábamos la plática de las penas y luego un
beso se escapaba. Luego el otro continuaba con las tristezas y la mano propia
ya se encontraba en el sexo ajeno. Así pasaban las cosas hasta que nos veíamos
obligados a no hablar y sólo besar. El estrés se nos iba con el último gemido,
con la última gota de sudor, con el último líquido.
Ahora no puedo ni siquiera
buscarla por medio de mensajes al celular. Carmencita se buscó un loco por
esposo. El tipo la cela hasta con sus propios primos y la pobre ya ni trabaja,
ni siquiera sale al mercado sola, ¡pobre! Ayer tenía unas ganas tremendas de
hablarle y no sólo de verla en la cama. Ella es de las mujeres que les encanta
la plática, la buena charla.
Estuve tentado en enviarle un
mensaje, pero mi fuerza de voluntad fue mayor. Salí a la azotea del edificio
para fumarme un par de cigarritos. Escuché el ruido de los niños de la escuela
mientras veía la ciudad tranquila. Los autos ponían un poco de desorden en ese
mundo paralizado, pero aun así el aire esparcía la calma.
Con ese paisaje me cuestionaba
seriamente si debería continuar viviendo ahí. La colonia ha perdido su encanto,
según yo. La falta de energía la tomé como un aviso para salir cuanto antes.
Necesito un poco de paz porque luego de diez años habitando el mismo lugar he
enloquecido un poco. Es como el cuerpo cuando está mucho tiempo en reposo. Como
esos pobres hombres en el hospital a los cuales se les forman llagas por tanta
pasividad. Al alma también se le forman llagas si uno no cambia de vida.
Cuántos hombres y mujeres ahí afuera andan sufriendo por heridas provocadas por
ellos mismos. La pasividad en la vida genera daños a nuestra parte interna,
alma, espíritu o lo que sea.
Justo cuando estaba ampliando
esta idea salió a la azotea doña Antonia. Señora de buen ver, cabe aclarar.
Tiene dos hijos y es viuda. Antonia o Toñita me ha echado la mano cuando los
problemas surgen. Es la buena vecina del edificio, aunque algunos la vean como
su pendeja. Con ella siempre he mantenido una relación de respeto porque es de
los pocos seres humanos que se merecen ser tratados así.
Salió a recoger su ropa tendida.
Iba con canasto en mano y aún en chanclas. Me saludó como de costumbre y
mientras tomaba las prendas del tendedero me preguntó sobre cómo iban mis
vacaciones. Le respondí que estaba ya harto de todo. Deseaba volver al trabajo
para al menos entretenerme en algo. Me recomendó salir de la ciudad para perderme
en una playa, ya que si ella tuviera esa oportunidad se rajaba a tomar el sol
en alguna playita oaxaqueña, según me comentó. Bromeando le dije que nos fuéramos,
que así no nos aburriríamos y tendríamos todo el tiempo del mundo para disfrutar.
Al parecer la idea no le cayó bien. Pensó que mi comentario iba en serio, por
lo cual, cambió el tema y me platicó sobre su hijo más pequeño.
Me informó de todas sus penas con
sus chamacos. A esta altura ya estaba sentada junto a mí. Le había ofrecido un
cigarro al cual no se negó y la escuchaba atento y fumando también. Sus
condenados hijos la van a matar un día a causa de un coraje, pensé. Burros,
desobligados, irresponsables y un largo etcétera escuchaba salir de su delicada
boca, mas no podía darle consejo alguno. Cuando no se tienen hijos lo mejor es
cerrar la boca o no opinar sobre esos temas. Cada padre es libre de actuar como
le plazca y el consejo de un soltero, borracho, irresponsable y desobligado
nunca tendrán peso en esas discusiones.
Toñita terminó su cigarro justo
cuando las palabras se le acabaron. Se quedó contemplando la tranquilidad de la
ciudad. El sol nos daba de lleno en el rostro, pero ahí seguíamos. Una
repasando mentalmente todos los problemas que la aquejaban, mientras el otro
pensaba qué palabras decir para reanudar la charla. Luego de unos segundos le
ofrecí ir a mi cuarto para tomarnos una taza de café. Me vio como antes,
desconfiada y huraña. Muy respetuosa, Toñita se despidió. Luego se perdió por
las escaleras del edificio.
Unas gotas de sudor ya resbalaban
por mi frente. Sabía que era hora de volver al cuartucho y decidirme a hacer algo.
La plática con Toña me había traído el recuerdo de Carmen, pero el sol en la
azotea también me había traído unas ganas de verla. No lo pensé dos veces y le marqué
a su celular. Sonó y sonó y sonó. Nunca respondió. Intenté otras dos ocasiones,
pero obtuve el mismo resultado.
Me dirigí a la mesa. Abrí una
cerveza. Intenté calmar mis ideas de dos fumadas y dos largos tragos. No
funcionaron en lo absoluto, sólo me provoqué asco. Entre trago y trago ideaba
un plan para realizar ese día, mas nada resultaba interesante.
Tal vez la idea de irme a la
playa, al final no era tan descabellada. Aunque ir solo es algo triste. A lo
mejor mi broma a Toñita iba en serio. Por muy buena que sea, ha de necesitar
una que otra escapada. Juntos podíamos caminar por un malecón, escuchar el
canto del mar, sentir la brisa en el rostro. Sería bueno salir de aquí, pero ya
pronto regreso al trabajo. En la siguiente ocasión me prepararé con dos boletos
rumbo a un lugar lejano y con mar. Invitaré a Toña o a Carmen, o a las dos, con
la única finalidad de enterrar los problemas bajo la arena, o bien, bajo las
sabanas de un hotel.
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