martes, 29 de enero de 2013

Bajo las sábanas de un hotel


Por: Martín Soares.

Los únicos días tranquilos en la colonia es cuando la luz se va. Cuando estoy a oscuras debido a “fallas técnicas en el sistema”, recuerdo mi infancia. De niño odiaba esos días porque mi única distracción, la televisión, se iba al carajo. Debía jugar con mis carritos o muñecos o salía a la calle con mi bicicleta, es decir, ejercicio físico o mental, ambos me chingaban la madre.

Ahora es diferente. La electricidad sólo me genera caos. Prefiero el silencio, la imposibilidad de utilizar aparatos eléctricos, la tranquilidad del barrio sin música a alto volumen resulta acogedora y hasta me atrevo a pronunciar, hermosa.

Hablo de todo esto porque ayer nos quedamos sin electricidad. Aún no regreso al trabajo y como es costumbre estaba solo en casa. Mi desayuno tuvo un toque romántico, con un par de velas en la mesa y un poco de vino que me había sobrado de la noche anterior. Al terminar, decidí tomar el libro que tenía olvidado por ahí. Sólo leí un capítulo, andaba un poco inquieto. Tenía ganas de ir a buscar a una amiguita y así pasar el tiempo, pero ahora es más difícil encontrarla.

Carmencita está casada desde hace un año. Ella era buena compañía. Cuando uno estaba cansando de la rutina diaria iba en búsqueda del otro para desahogar entre la cama todas las penurias. Casi siempre llegaba a mi cuartucho, comenzábamos la plática de las penas y luego un beso se escapaba. Luego el otro continuaba con las tristezas y la mano propia ya se encontraba en el sexo ajeno. Así pasaban las cosas hasta que nos veíamos obligados a no hablar y sólo besar. El estrés se nos iba con el último gemido, con la última gota de sudor, con el último líquido.

Ahora no puedo ni siquiera buscarla por medio de mensajes al celular. Carmencita se buscó un loco por esposo. El tipo la cela hasta con sus propios primos y la pobre ya ni trabaja, ni siquiera sale al mercado sola, ¡pobre! Ayer tenía unas ganas tremendas de hablarle y no sólo de verla en la cama. Ella es de las mujeres que les encanta la plática, la buena charla.

Estuve tentado en enviarle un mensaje, pero mi fuerza de voluntad fue mayor. Salí a la azotea del edificio para fumarme un par de cigarritos. Escuché el ruido de los niños de la escuela mientras veía la ciudad tranquila. Los autos ponían un poco de desorden en ese mundo paralizado, pero aun así el aire esparcía la calma.

Con ese paisaje me cuestionaba seriamente si debería continuar viviendo ahí. La colonia ha perdido su encanto, según yo. La falta de energía la tomé como un aviso para salir cuanto antes. Necesito un poco de paz porque luego de diez años habitando el mismo lugar he enloquecido un poco. Es como el cuerpo cuando está mucho tiempo en reposo. Como esos pobres hombres en el hospital a los cuales se les forman llagas por tanta pasividad. Al alma también se le forman llagas si uno no cambia de vida. Cuántos hombres y mujeres ahí afuera andan sufriendo por heridas provocadas por ellos mismos. La pasividad en la vida genera daños a nuestra parte interna, alma, espíritu o lo que sea.

Justo cuando estaba ampliando esta idea salió a la azotea doña Antonia. Señora de buen ver, cabe aclarar. Tiene dos hijos y es viuda. Antonia o Toñita me ha echado la mano cuando los problemas surgen. Es la buena vecina del edificio, aunque algunos la vean como su pendeja. Con ella siempre he mantenido una relación de respeto porque es de los pocos seres humanos que se merecen ser tratados así.

Salió a recoger su ropa tendida. Iba con canasto en mano y aún en chanclas. Me saludó como de costumbre y mientras tomaba las prendas del tendedero me preguntó sobre cómo iban mis vacaciones. Le respondí que estaba ya harto de todo. Deseaba volver al trabajo para al menos entretenerme en algo. Me recomendó salir de la ciudad para perderme en una playa, ya que si ella tuviera esa oportunidad se rajaba a tomar el sol en alguna playita oaxaqueña, según me comentó. Bromeando le dije que nos fuéramos, que así no nos aburriríamos y tendríamos todo el tiempo del mundo para disfrutar. Al parecer la idea no le cayó bien. Pensó que mi comentario iba en serio, por lo cual, cambió el tema y me platicó sobre su hijo más pequeño.

Me informó de todas sus penas con sus chamacos. A esta altura ya estaba sentada junto a mí. Le había ofrecido un cigarro al cual no se negó y la escuchaba atento y fumando también. Sus condenados hijos la van a matar un día a causa de un coraje, pensé. Burros, desobligados, irresponsables y un largo etcétera escuchaba salir de su delicada boca, mas no podía darle consejo alguno. Cuando no se tienen hijos lo mejor es cerrar la boca o no opinar sobre esos temas. Cada padre es libre de actuar como le plazca y el consejo de un soltero, borracho, irresponsable y desobligado nunca tendrán peso en esas discusiones.

Toñita terminó su cigarro justo cuando las palabras se le acabaron. Se quedó contemplando la tranquilidad de la ciudad. El sol nos daba de lleno en el rostro, pero ahí seguíamos. Una repasando mentalmente todos los problemas que la aquejaban, mientras el otro pensaba qué palabras decir para reanudar la charla. Luego de unos segundos le ofrecí ir a mi cuarto para tomarnos una taza de café. Me vio como antes, desconfiada y huraña. Muy respetuosa, Toñita se despidió. Luego se perdió por las escaleras del edificio.

Unas gotas de sudor ya resbalaban por mi frente. Sabía que era hora de volver al cuartucho y decidirme a hacer algo. La plática con Toña me había traído el recuerdo de Carmen, pero el sol en la azotea también me había traído unas ganas de verla. No lo pensé dos veces y le marqué a su celular. Sonó y sonó y sonó. Nunca respondió. Intenté otras dos ocasiones, pero obtuve el mismo resultado.

Me dirigí a la mesa. Abrí una cerveza. Intenté calmar mis ideas de dos fumadas y dos largos tragos. No funcionaron en lo absoluto, sólo me provoqué asco. Entre trago y trago ideaba un plan para realizar ese día, mas nada resultaba interesante.

Tal vez la idea de irme a la playa, al final no era tan descabellada. Aunque ir solo es algo triste. A lo mejor mi broma a Toñita iba en serio. Por muy buena que sea, ha de necesitar una que otra escapada. Juntos podíamos caminar por un malecón, escuchar el canto del mar, sentir la brisa en el rostro. Sería bueno salir de aquí, pero ya pronto regreso al trabajo. En la siguiente ocasión me prepararé con dos boletos rumbo a un lugar lejano y con mar. Invitaré a Toña o a Carmen, o a las dos, con la única finalidad de enterrar los problemas bajo la arena, o bien, bajo las sabanas de un hotel.

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