por El Doctor Pluma
La pareja aborda el transporte. La gente mira de reojo, nada
nuevo, nada que llame mucho la atención, es simplemente una pareja más de las
que tanto abundan en esta vida, sin adjetivos, sin palabras de más.
Más por mera tradición social, que por un gesto de
caballerosidad, el hombre permite que ella pase, mientras él intenta completar
el pasaje de ambos, cuenta con poca atención las monedas que trae en la mano,
pregunta si es lo exacto y da media vuelta.
Ella, sonriente, como si jamás hubiera abordado un autobús junto
a su pareja, pregunta a dónde quiere que se sienten. Con desatención el hombre
responde “donde sea” y comienza a maldecir ese momento incómodo que le produce
la estúpida pregunta de su amada.
Qué carajos importa dónde nos sentemos; como si hubiese una
diferencia entre estar del lado izquierdo o del lado derecho del autobús.
Al sentarse, ella de inmediato voltea y le dibuja una
sonrisa afectuosa y sincera; él, sin mucho afán de entrar en lo que considera
el petulante intercambio de expresiones pasionales, la mira y de inmediato
aleja su mirada hacia un punto cualquiera en el espacio.
Ella lo abraza, lo besa, o al menos lo intenta; él rehúye,
lo único que desea en ese momento es que el viaje sea corto y lo menos soporífero
posible.
La mujer intenta crear un ambiente de cordialidad, no quiere
perder la oportunidad de demostrarle su cariño a ese hombre con quien se casó
hace cinco años. De pronto hace una pregunta cuya respuesta se limita a un “sí”
o un “no”. No hay tema de conversación, las palabras de la mujer no encuentran
eco en los oídos sordos del hombre.
No obstante lo desdichada que puede sentirse una persona al ver
reducida su esperanza de recepción afectuosa, ella se recuesta en él y respira
profundamente, al tiempo que observa a través del ventanal, quebrado éste en
uno de sus extremos por lo que parece ser un impacto de bala, producto, claro
está, de algún asalto a mano armada, de los que tanto abundan en esta ciudad.
Pero ella no se preocupa tanto por ello, como por pasarla
bien al lado del hombre que ama. Al fin y al cabo se trata de un escaparate de
la tediosa rutina que los obliga a mirarse a diario más como compañeros, que
como verdaderos amantes.
Los demás pasajeros duermen, otros escuchan con atención la
música de fondo que invariablemente “ameniza” el viaje; otros platican, otros
ven, otros leen; otros, como él, no hacen más que buscar un punto en el cual
fijar su atención para no sentir la pesadez de abandonar el hogar exactamente el
único día en que se puede descansar sin preocupaciones.
La mujer afanosamente busca los labios de su pareja, él
evade, no es un beso lo que desea en estos momentos, de hecho no sabe lo que
quiere, pero un beso, no, definitivamente no.
“¿Qué tienes?”, pregunta con un tono preocupante aquella
mujer rechazada, sin reparar que aquella acción, en cualquier otra especie viva
de este mundo, se paga con una reacción de indiferencia generalizada, que
inexorablemente termina con toda clase de vínculo sentimental.
Pero ella lo ama, lo ama de verdad; además ha habido momentos
más bochornosos que éste a lo largo de su relación, nada lo suficientemente
preocupante para armar un drama en estos momentos.
A la pregunta de su amada, él, con una indiferencia que ya
se vuelve más palpable, responde con un “nada” a secas. No pasa nada,
absolutamente nada, tan no pasa nada que ni las palabras encuentran sentido en
los labios de aquel hombre que alguna vez fue (o sigue siendo) el ejemplo de
masculinidad que ella siempre buscó.
La mujer agota los intentos por comenzar ese estimulante juego
de los besos y las caricias; su hombre no va a responder, no piensa ceder, para
qué hacerlo… vaya, menuda pregunta.
Cansada, la mujer prefiere acomodarse en su asiento y cavilar,
si puede, con el paso del autobús.
Y comienza así el exasperante ir y venir de ideas, plagadas
todas ellas de interrogantes cuyas respuestas se refuerzan con la poca disponibilidad
de él para, al menos, responder a aquel fiel y soberano gesto de humanidad que
ha sido concedido a la quizá más erógena de las zonas del cuerpo: los labios.
Un beso, ¿qué tenían los labios de la mujer hace cinco años,
que no tengan ahora?, ¿juventud, belleza, pasión, deseo, libertad? ¿Acaso ya no
besa con amor como lo hacía cuando la relación encontró su punto de partida? ¿Y
cómo sabrá él qué es besar con amor y qué no?, ¿será porque tiene un amante, o
en más de una ocasión ha probado los labios de otra mujer?
Preguntas que viajan de prisa en la mente de la mujer y que
se matizan y acentúan con el paisaje gris que se asoma, con aquellos árboles corroídos
a punto de morir, con los lagos que se extinguen en medio de la contaminada
ciudad y, peor aún, con el rostro indolente del hombre.
Voltea a verle, quiere encontrar sus ojos para con una
sonrisa intentar de nuevo crear ese ambiente decoroso que toda pareja debería
crear cuando se encuentran juntos.
Pero nada, no la mira, no la toca, seguramente ni siquiera
la piensa; puede que por su mente pasen toda clase de pensamientos (fútbol,
cerveza, trabajo, amigos, dinero, autos, fútiles excentricidad típicas de un
hombre), menos el de ella, el de la mujer con quien hace cinco años se casó.
“Sé que no me quiere, pero al menos nunca me ha golpeado y
hasta donde sé no me ha sido infiel”; ya con la dignidad desmoronada y
esfumándose con el humo contaminante de aquel autobús, la mujer justifica el
actuar de su hombre. Claro, podría ser peor, mas no lo es y por tanto ha de
aguantar hasta llegar a donde deben de llegar.
Un último intento, por qué no, es mujer y puede permitirse
el lujo de intentarlo una vez más, incluso a sabiendas de que el resultado será el mismo. Y lo es.
Ahora viene la molestia de la mujer, demasiado tarde; él ha
ganado suficiente terreno, que un dejo de enfado de ella no cambiará en
absoluto la situación. Sólo resta esperar, cada cual en su mundo, a que la
máquina de acero llegue a donde debe y la historia concluye.
El autobús se detiene, han llegado a donde era necesario (o
no) llegar; el hombre estira un poco los brazos, se para de su asiento y espera
a que la mujer haga lo propio para permitirle, más por mera tradición social,
que por un gesto de caballerosidad, pasar primero.
El rostro de la mujer lo dice todo: otro viaje, como durante
los últimos cinco años, plagado de displicencia por parte de él. El rostro del
hombre… qué importa, ha llegado a su destino, mejor aprovechar la estancia
porque, maldita sea, falta el viaje de regreso.
0 comentarios:
Publicar un comentario