miércoles, 5 de diciembre de 2012

Un viaje cualquiera


por El Doctor Pluma


La pareja aborda el transporte. La gente mira de reojo, nada nuevo, nada que llame mucho la atención, es simplemente una pareja más de las que tanto abundan en esta vida, sin adjetivos, sin palabras de más.

Más por mera tradición social, que por un gesto de caballerosidad, el hombre permite que ella pase, mientras él intenta completar el pasaje de ambos, cuenta con poca atención las monedas que trae en la mano, pregunta si es lo exacto y da media vuelta.

Ella, sonriente, como si jamás hubiera abordado un autobús junto a su pareja, pregunta a dónde quiere que se sienten. Con desatención el hombre responde “donde sea” y comienza a maldecir ese momento incómodo que le produce la estúpida pregunta de su amada.

Qué carajos importa dónde nos sentemos; como si hubiese una diferencia entre estar del lado izquierdo o del lado derecho del autobús.

Al sentarse, ella de inmediato voltea y le dibuja una sonrisa afectuosa y sincera; él, sin mucho afán de entrar en lo que considera el petulante intercambio de expresiones pasionales, la mira y de inmediato aleja su mirada hacia un punto cualquiera en el espacio.

Ella lo abraza, lo besa, o al menos lo intenta; él rehúye, lo único que desea en ese momento es que el viaje sea corto y lo menos soporífero posible.

La mujer intenta crear un ambiente de cordialidad, no quiere perder la oportunidad de demostrarle su cariño a ese hombre con quien se casó hace cinco años. De pronto hace una pregunta cuya respuesta se limita a un “sí” o un “no”. No hay tema de conversación, las palabras de la mujer no encuentran eco en los oídos sordos del hombre.

No obstante lo desdichada que puede sentirse una persona al ver reducida su esperanza de recepción afectuosa, ella se recuesta en él y respira profundamente, al tiempo que observa a través del ventanal, quebrado éste en uno de sus extremos por lo que parece ser un impacto de bala, producto, claro está, de algún asalto a mano armada, de los que tanto abundan en esta ciudad.

Pero ella no se preocupa tanto por ello, como por pasarla bien al lado del hombre que ama. Al fin y al cabo se trata de un escaparate de la tediosa rutina que los obliga a mirarse a diario más como compañeros, que como verdaderos amantes.

Los demás pasajeros duermen, otros escuchan con atención la música de fondo que invariablemente “ameniza” el viaje; otros platican, otros ven, otros leen; otros, como él, no hacen más que buscar un punto en el cual fijar su atención para no sentir la pesadez de abandonar el hogar exactamente el único día en que se puede descansar sin preocupaciones.

La mujer afanosamente busca los labios de su pareja, él evade, no es un beso lo que desea en estos momentos, de hecho no sabe lo que quiere, pero un beso, no, definitivamente no.

“¿Qué tienes?”, pregunta con un tono preocupante aquella mujer rechazada, sin reparar que aquella acción, en cualquier otra especie viva de este mundo, se paga con una reacción de indiferencia generalizada, que inexorablemente termina con toda clase de vínculo sentimental.

Pero ella lo ama, lo ama de verdad; además ha habido momentos más bochornosos que éste a lo largo de su relación, nada lo suficientemente preocupante para armar un drama en estos momentos.

A la pregunta de su amada, él, con una indiferencia que ya se vuelve más palpable, responde con un “nada” a secas. No pasa nada, absolutamente nada, tan no pasa nada que ni las palabras encuentran sentido en los labios de aquel hombre que alguna vez fue (o sigue siendo) el ejemplo de masculinidad que ella siempre buscó.

La mujer agota los intentos por comenzar ese estimulante juego de los besos y las caricias; su hombre no va a responder, no piensa ceder, para qué hacerlo… vaya, menuda pregunta.

Cansada, la mujer prefiere acomodarse en su asiento y cavilar, si puede, con el paso del autobús.

Y comienza así el exasperante ir y venir de ideas, plagadas todas ellas de interrogantes cuyas respuestas se refuerzan con la poca disponibilidad de él para, al menos, responder a aquel fiel y soberano gesto de humanidad que ha sido concedido a la quizá más erógena de las zonas del cuerpo: los labios.

Un beso, ¿qué tenían los labios de la mujer hace cinco años, que no tengan ahora?, ¿juventud, belleza, pasión, deseo, libertad? ¿Acaso ya no besa con amor como lo hacía cuando la relación encontró su punto de partida? ¿Y cómo sabrá él qué es besar con amor y qué no?, ¿será porque tiene un amante, o en más de una ocasión ha probado los labios de otra mujer?

Preguntas que viajan de prisa en la mente de la mujer y que se matizan y acentúan con el paisaje gris que se asoma, con aquellos árboles corroídos a punto de morir, con los lagos que se extinguen en medio de la contaminada ciudad y, peor aún, con el rostro indolente del hombre.

Voltea a verle, quiere encontrar sus ojos para con una sonrisa intentar de nuevo crear ese ambiente decoroso que toda pareja debería crear cuando se encuentran juntos.

Pero nada, no la mira, no la toca, seguramente ni siquiera la piensa; puede que por su mente pasen toda clase de pensamientos (fútbol, cerveza, trabajo, amigos, dinero, autos, fútiles excentricidad típicas de un hombre), menos el de ella, el de la mujer con quien hace cinco años se casó.

“Sé que no me quiere, pero al menos nunca me ha golpeado y hasta donde sé no me ha sido infiel”; ya con la dignidad desmoronada y esfumándose con el humo contaminante de aquel autobús, la mujer justifica el actuar de su hombre. Claro, podría ser peor, mas no lo es y por tanto ha de aguantar hasta llegar a donde deben de llegar.

Un último intento, por qué no, es mujer y puede permitirse el lujo de intentarlo una vez más, incluso a sabiendas de que el resultado  será el mismo. Y lo es.

Ahora viene la molestia de la mujer, demasiado tarde; él ha ganado suficiente terreno, que un dejo de enfado de ella no cambiará en absoluto la situación. Sólo resta esperar, cada cual en su mundo, a que la máquina de acero llegue a donde debe y la historia concluye.

El autobús se detiene, han llegado a donde era necesario (o no) llegar; el hombre estira un poco los brazos, se para de su asiento y espera a que la mujer haga lo propio para permitirle, más por mera tradición social, que por un gesto de caballerosidad, pasar primero.

El rostro de la mujer lo dice todo: otro viaje, como durante los últimos cinco años, plagado de displicencia por parte de él. El rostro del hombre… qué importa, ha llegado a su destino, mejor aprovechar la estancia porque, maldita sea, falta el viaje de regreso.

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