martes, 20 de noviembre de 2012

El éxodo


Por: Martín Soares

I

Todos juntaban las pocas pertenencias que tenían. La fila ya daba vuelta a la colonia. Estaban esperando el momento para subir a los camiones de evacuación, no importaba si algunas pertenencias quedaban en la casa o algunos familiares se iban en otro camión. Lo más importante aquella tarde era abandonar la ciudad.

Los Rodríguez era una de las tantas familias que estaban a la espera de salir de la ciudad. Justo frente a su casa los camiones se detenían para subir a todas las personas que cupieran. Los Rodríguez, a pesar de no ser su responsabilidad, se encargaban de organizar a sus vecinos. Las dos hijas mayores recorrían la fila para recordarles a los ahí formados si nada de importancia se les olvidaba en casa, en caso de que así fuera, ellas misma reservaban el puesto mientras el olvidadizo regresaba a toda prisa para tomar lo que había dejado. María y Arturo, la cabeza de la familia, informaban de la situación a los conductores de los camiones. Hacían recuentos de cuántos habían dejado esa parte de la ciudad, daban datos aproximados de cuántos faltaban, cuántos niños había, cuántos ancianos, cuántos jóvenes podían ir parados en el autobús. Los datos que daba la pareja eran recopilados por los dos hijos grandes. Recorrían las calles y la fila con libreta en mano. Los hijos más pequeños se encargaban de cuidar a la abuela  e intentaban no molestar a los demás.

A pesar de que los Rodríguez no debían estar ahí, lo hacían con una sonrisa en la cara. Curiosamente no les importaba tanto ser los últimos en dejar la ciudad. Al parecer no se preocupaban por salir, eran de los más tranquilos de esa zona. También había otros, los cuales ya estaban resignados al triste fin que se avecinaba. Éstos veían el éxodo desde las azoteas de sus casas. Se despedían de los conocidos con un movimiento fuerte de la mano y una sonrisa de triste resignación. Ancianos y jóvenes eran los que más se quedaban, nunca se les pidió el porqué de su decisión, pero al parecer estaban felices por permanecer ahí.

Los que se iban parecían los más desesperados. Algunos lloraban en la fila mientras esperaban subir al próximo camión. Otros se comían las uñas de manera desesperada, también había los que se jalaban discretamente el cabello o daban pequeños saltos a causa de los nervios alterados. No sabían a ciencia cierta a dónde iban, pero para ellos era mejor la incertidumbre que la certeza.

Los camiones eran enviados por el gobierno federal, sin embargo; en ese sitio no se veía ningún militar que ayudara en las tareas de evacuación. Los únicos preocupados por la población eran los Rodríguez. También en la radio, de vez en cuando, se repetía el mensaje que el presidente de la república había transmitido hacía ya cinco horas:

            Queridos ciudadanos y ciudadanas,
La madrugada de hoy se me informó sobre un problema que enfrentará la ciudad. Es un problema menor, un problema que se puede prevenir si todos actuamos con prudencia y tranquilidad. El ejército comenzará a salir de sus cuarteles para brindar protección a la ciudadanía, pero sobre todo para ayudar a evacuar a todos.
Es necesario que cada familia recoja los documentos importantes, que empaque poca ropa y también pocos víveres y comida enlatada. Dentro de dos horas los camiones de evacuación comenzarán a llegar a diferentes zonas de la ciudad, esta información se las dará la policía de su zona.
Actúen con calma y prudencia porque esto es sólo un pequeño problema. Un problema que juntos podremos resolver.
Ánimo y mucha fuerza ciudadanos.    

El mensaje se repetía cada media hora y ni soldados, ni policías habían en la zona. Al parecer los soldados se había enfocado en otro tipo de tareas, nadie sabía cuáles, sólo rodeaban los rumores. En cuanto a los policías, éstos habían salido a informar sobre los puntos de evacuación y luego habían dejado la ciudad junto con sus familiares en las patrullas y camionetas a su disposición. Los ciudadanos comunes se las arreglaban como podían para dejar la ciudad, por fortuna los camiones continuaban llegando y las familias se iban reduciendo.

Eran las cuatro de la tarde cuando aproximadamente 80 personas esperaban el que sería el último camión. En esa parte de la ciudad no se veía a más personas en la calle corriendo, buscando documentos, víveres u otras cosas. Los que se quedaban, desde su azotea veían a la ya reducida fila. Intercambiaban algunos comentarios, los de arriba más alegres que los de abajo. Les insistían para que se quedaran, que ya no hicieran más esfuerzo y que se fueran a disfrutar el fin del mundo con ellos. En algunas azoteas se veía el humo de la carne azadas y de los cigarros que servían para encaminar las últimas palabras hacía un buen tema. Los de arriba, a pesar de la certeza que tenían sobre su futuro inmediato, festejaban como si de una fiesta se tratase. Tenían música, algunos bailaban, chocaban las botellas de cerveza en señal de triunfo y algunos ancianos que permanecían con ellos sólo se miraban entre ellos o perdían su vista en los cerros que rodeaban la ciudad.

El camión llegó luego de tres horas. Los pocos ciudadanos comenzaron a subir y en el asfalto el agua ya comenzaba a correr. Pequeños ríos del liquido transparente se paseaba por las calles y la fiesta en las azoteas se escuchaba. Estaba por llegar el gran invitado, pero primero mandaba a su parte más frágil, los pequeños chorros de agua que se perdían por las alcantarillas y que se veían en cada rincón de las calles de la ciudad.

Al parecer no todos iban a caber en el último camión. Era necesario al menos un carro para llevar a los que se quedaban, pero ahí ya no había ningún automóvil. El conductor del camión informó que de la zona de reunión nadie deseaba salir, ni siquiera los soldados que la protegían. Nadie iría por el pequeño grupo que ahí se quedara. Ese pequeño grupo estaba conformado por el padre, la madre y los hijos de mayor edad de la familia Rodríguez. La abuela había podido subir al camión junto con sus dos nietos, mientras el resto de la familia los observaba desde la puerta de su casa. La anciana subió con los niños y ninguno se despidió de sus familiares. El camión arrancó con su lentitud típica del que va con el estómago lleno y los Rodríguez lo vieron poco a poco alejarse.

Los hijos se sentaron en la banqueta y el chorro de agua que iba incrementando les mojó los tenis y parte del pantalón. Ellos ni siquiera prestaron atención a esa agua que poco a poco invadía lo que una vez les había pertenecido. No tenían miedo del líquido ni del futuro inminente y trágico que les esperaba, sólo deseaban descansar la mente y los pies. Sus padres los observaban de pie, con la respiración agitada y la música de fiesta en los odios.

–  Hijos, ¿entonces qué hacemos? –  dijo el padre.

–  Nada papá. Quedémonos aquí, no tiene sentido escapar de lo inevitable–  dijo la hija mayor, la que se quedaba a ocupar los lugares de aquellos olvidadizos.

–  Preferiría irme, papá. Quisiera al menos intentar salvar mi vida… nuestras vidas–  dijo la otra hija, la que acompañaba o ayudaba a los que se les olvidaban las cosas.

–  Como quieran ustedes. Yo ya hice bastante para salvar vidas, no me importaría salvar la mía – dijo uno de los hijos. El otro sólo movió la cabeza como asintiendo sobre el comentario de su hermano, mientras veía en delicado chorro de agua que pasaba por sus pies.

–  Entonces, mujer. ¿Tú qué opinas?

–  Por mí me salvaba. Mis otros hijos van en ese camión. Van con su abuela y recordar que ellos la estaban cuidando, no al revés. La abuela no puede hacer mucho por ellos y ni siquiera sabemos cómo están las cosas por allá. Tomemos nuestras cosas y vamos hasta donde lleguemos. Tal vez encontremos un camión más adelante, nos les podríamos unir. Vamos, levántense, tomen sus cosas y caminemos.

Con cansancio en todo el cuerpo los hijos se levantaron de la banqueta. Tomaron sus cosas, mochilas y bolsas, y se prepararon para iniciar el viaje. El esposo tomó a su mujer del brazo, la atrajo hacía sí y le dio un beso en la boca, luego la abrazo y aspiró el olor de su cabello que se confundía con el olor de la carne asada de los chicos de arriba.

Emprendieron el viaje hacia el sur de la ciudad ya que ahí estaba el campamento según les informaron. Se fueron alejando de su colonia, a paso rápido y el agua les seguía los pasos. Aún les mojaba la suela pero no sabían dentro de cuánto tiempo, ese delicado líquido se convertiría en un mar arrasador y destructor.    

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