miércoles, 10 de octubre de 2012

Una noche mórbida


por P.I.G.

Encerrado en mi habitación, con ganas de vomitar; maldigo esta vida cuando veo mi soledad. Secuestrado por una ira incontrolable que brota de mi pecho, doy vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño. Estoy sudando, mi cuerpo tiembla, necesito salir.

Echo un vistazo a la calle, un tétrico panorama se presenta a mis ojos: nubes negras comienzan a formarse en el cielo, mientras que el frío viento arrecia y choca contra los árboles secos. Se puede apreciar cómo el vapor sale de las alcantarillas y despide un olor fétido y nauseabundo.

Salgo no sin antes tomar mi abrigo y una navaja que he guardado durante no sé cuánto tiempo en una caja de metal; tal vez lleve ahí años, meses, días… horas.

Camino por W… Street hasta llegar a M… Es tarde, lo sé, a estas alturas de la noche las luces de los hogares comienzan a apagarse. Dentro de unos minutos todos irán a dormir. ¡Oh rayos! Empieza a llover, las gotas caen aceleradamente, con desesperación; así está mejor –pienso-, la lluvia se lleva toda la mierda que hay en la calle, barre con ella aunque sea sólo por unos instantes.

Sorpresa la mía al observar a lo lejos a un sujeto rechoncho que viene directamente hacia mí. Antes de que nuestros caminos se crucen agacho la mirada; lo reconozco, he visto su rostro en algún lugar… sí, el sacristán de la iglesia, ese monigote que no habla de otra cosa que no sea de dios y su poder.

Me detengo, las gotas se deslizan por mi cuerpo. Doy un paso y… no, doy media vuelta y decido seguirlo, la caminata será interesante. Debido a la contingencia del clima, llovizna que arrecia, viento que sopla y cala en la sangre, el sujeto camina más a prisa. Puedo escuchar la dificultad que tiene para respirar, nos obstante mueve aceleradamente sus piernas para desplazarse.

Llegamos a D…Street, una calle larga, oscura, lúgubre como aquellas de los viejos cuentos donde sólo a lo lejos nace una tenue luz y muere la esperanza del día. Lejos de donde me encuentro una pareja de sujetos abordando un taxi; el rechinar de las llantas, un olor a gasolina quemada y se acabó.

Mi cuerpo tiembla, los huesos se me congelan, el miedo y la rabia comienzan a apoderarse de mí… maldita sea el momento en que decidí salir de mi guarida. Ese sentimiento pusilánime de venganza que nace de una frustración de no poder gritarle a ese cerdo que camine más aprisa, es lo que me obliga a olvidarme de la noche, de la lluvia y de aquel bastardo que, en el interior del taxi, hurgaría bajo la falda de la prostituta del mundo para apaciguar los instintos de la carne.

Mi respiración es pausada, el aire frío también duele en los pulmones. Mierda, que soy ser humano también.

Nadie en este desierto húmedo de asfalto; se me presenta una oportunidad, si no lo hago ahora no lo haré nunca.

Acelero el paso, estoy a escasos metros del maldito lacayo de dios, no obstante no ha notado mi presencia. Se avecina una tromba, el viento acelera y carcome las entrañas; los músculos se entumecen poco a poco.

La presa trata de correr, torpemente tropieza pero se incorpora de inmediato; es el momento indicado. Consigo acercarme un poco más, saco del bolso derecho mi arma, blanca y fría, filosa, cortante.

No debe fallar mí pulso; estoy detrás de él, lo sabe, de reojo me ha visto pero no se atreve a voltear. Si de algo goza este mundo es de un ejército innumerable de cobardes. Ahora siente mi respiración, ahora sabe lo que voy a hacer, ahora mi sombra se abalanza contra él.

Aprieto mi puño y asesto fuertemente en sus costillas… el acero penetra rápidamente su piel, la sangre tibia recorre mi brazo, el contraste de temperaturas es asqueroso, tengo asco, quiero vomitar.

El sujeto intenta gritar pero sus sollozos se ahogan en esta noche donde el hombre prefiere dormir en paz en su lecho. El dolor que la fría navaja le produce puede verse en su mirada. Tan pronto como retiro el arma de su costado impacto nuevamente, esta vez en la yugular. Está paralizado, le falta la respiración, se escucha un pequeño chillido resultado de su agonía. No niego que mí mano tiembla y no es el frío lo que lo provoca.

El cerdo está tirado, su asquerosa sangre mancha el asfalto, su mirada clavada en mí pregunta ¿por qué?; intenta moverse pero lo golpeo desesperadamente, lo pateo con tanto desprecio… me agacho y susurro a su oído:

“Qué sorpresa, ¿no es así? ¿Te esperabas este final? ¿Hoy al despertar imaginaste que éste sería tu último día? ¿Acaso tu dios te salvó? Mírate, ahora no eres nada, ¿dónde está tu dios, dónde está tu salvador?”.

A penas termino de hablar y el hombre desfallece, ahí en medio de la nada, con la lluvia cayendo en su rostro cual vagabundo escupido por la vida, como un desconocido, como un anónimo, un inexistente.


 A lo lejos puedo ver a un tumulto de personas dirigirse rápidamente hacia el lugar, es hora de huir. Todavía temblando rápidamente limpio mí arma en los ropajes del individuo, me falta la respiración mas no puedo detenerme.


Por fin estoy en mi cueva, me encierro y me tiro en la cama. Aún siento esa furia en el pecho, un fuego que arde con desesperación mientras trata de tranquilizarse el temblor generalizado en el cuerpo. La cabeza me da vueltas pero ahora me siento mejor, tal vez pueda dormir… mis pupilas ya se ocultan, ya no sufro.

El letargo comienza. Hoy, al fin, lo he logrado, he permitido a las ansias escapar y encontrar razones para permanecer lejos de mí; hoy he podido dominar a los demonios y permitirles beber del éxtasis del dolor ajeno; hoy he podido cumplir con la cuota de delirio, igual que ayer, anteayer, y todas las noches de los últimos años… no sé, empero, que ocurrirá mañana.

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