por P.I.G.
Una oscuridad absoluta reinaba en la habitación de la
pequeña Lorelei, las sabanas blancas desaparecían en la penuria de la noche. El
viento soplaba vertiginosamente y los enormes cristales parecían derrumbarse
sobre la estancia de la niña. Nada en absoluto era visible, a menos claro que
el estruendoso azote de los relámpagos iluminara momentáneamente la pequeña
posada, dibujando en el piso una siniestra figura de blancos y grises tenues. A
penas se lograba observar su piel blanca y fría; sus ojos apagados y en su
rostro un gesto tímido que en la niñez encierra tristeza y soledad.
Del otro lado de la ventana era exactamente igual, oscuridad, penumbra,
inmensas capas de neblina que cubrían el cielo y que obligaban a los
transeúntes a caminar a tientas por sobre el asfalto.
Cosa extraña había ocurrido en aquel lugar donde los rayos de luz existían
posiblemente sólo en los sueños de aquella niña; los días alegres y brillantes
se habían transformado en eternas vigilias que durante la mañana eran grises y
durante la noche, si es que se podían diferenciar, eran negras, inmensamente
negras.
¿Cuál era pues aquel lugar en cuyo ambiente se respiran disolutos recuerdos,
donde la zozobra se convierte en una pesadez incesante y donde, desde hace ya
muchas vidas, nadie ha vuelto a escuchar una sonrisa en el aire?
Desechos, enfermedades, destrucción, caos, no hay esperanzas
para un lugar como éste, y en realidad poco le preocupa a los que allí habitan.
Tal vez se trata de un paraje desconocido, tal vez las experiencias humanas
hayan sabido de él en tiempos anteriores al recuerdo, o tal vez ni siquiera
existe y sólo se trate de una estúpida creación que se origina a menudo en la
mente humana. Sea cual fuere la respuesta, aquel desfiladero de emociones
estaba ahí, en el exterior, del otro lado de la ventana, a fuera de la
tenebrosa habitación de la pequeña niña. No había porqué preocuparse…
Reinaba una extraña paz en su lecho, un sospechoso silencio convertía la
habitación en un desierto infinito, lleno de sueños (desafortunados, sí, sólo
sueños), de pensamientos que se escapan y se esfuman; de extraños horizontes
plagados de bondades que la vida jamás dispone para los mortales.
La pequeña dormía profundamente, podría escucharse su respiración si el viento
no azotare desesperadamente en los muros. Pese a la imposibilidad del momento,
y de ahí la complejidad de éstos, los sueños escapan fuera de la mente y se
proyectan en las paredes como pequeños dibujos, crudos y repugnantes, por
extraño que parezca, pues recordemos que se trata de los sueños de una niña.
Inesperadamente, aún dormitando por las escasas horas de descanso, cruza el
umbral un enorme espejo que sirve como entrada principal, le llama y le pierde
en universos extraordinarios.
Lorelei camina por lugares desconocidos, ruinas privadas de la belleza,
escombros de vidas anteriores; todos los paisajes son tristes y desolados,
todos muy semejantes a los que existen del otro lado de la ventana. ¿Es que
acaso la imaginación se encuentra encerrada en aquel pernicioso mundo y no le
es permitido trascender fuera de él?
Lorelei camina, sigue caminando.
A los costados, no muy lejos del sendero marcado por extrañas líneas curvas, se
aprecian cientos de enormes piedras con formas rectangulares. Lo que
posiblemente fueron lirios y flores antiguamente, ahora son sólo residuos que
llenan de aromas fétidos al ya de por sí irrespirable aire del lugar.
Su vestido blanco, que reflejaba la tenue luz de la luna, se sacude con el aura.
Sus pies desnudos sangran a cada paso sobre las filosas piedras, lágrimas
tristes recorren sus mejillas. No obstante no habla y mantiene su mirada fija
en el infinito, sólo camina, sin ruidos ni sollozos.
Cientos de sombras la rodean, pasan a su lado estrepitosamente, algunas chocan
con ella y detienen su paso, otras hablan en voz baja y, con acentos extraños,
la señalan. Las risas sardónicas que se desprenden de aquellos grotescos labios
inmediatamente se difuminan sin antes deformarse en profundos ecos.
Lorelei está sola, ahora podemos apreciar la desesperación en su rostro. Sus
ojos cristalinos reclaman algo, los labios se llenan de sangre. Cubre su cuerpo
con sus brazos; quiere escapar pero es imposible, aquellas sombras le detienen.
¿Por qué está ahí? ¿Por qué la inocencia de un niño debe
perderse en la putrefacta creación del hombre?
Aquellas lágrimas, que dejan entrever una diminuta luz, extraña en este lugar,
caen con fulgor sobre el suelo y retumban en los jardines sin flores, en los
ríos sin agua, en el mundo sin vida, en el sucio concreto de los cementerios.
No es un sueño, sus pies en verdad sangran, las lágrimas ya han humedecido su
rostro; escucha las voces cerca de ella, y las frías manos de aquellos que le
impiden correr en verdad le hieren.
No es un sueño, insistimos so pena de no entorpecer el fluir
de estas letras; no fue el umbral del sopor lo que cruzó al perderse en la
inconsciencia, fue la ventana que la separaba del exterior. No es otro mundo,
es su mundo y a diario ha de lidiar con él. Para ella (ya para nadie) existe
salvación. Incluso en los sueños, en la incesante somnolencia de una niña,
aquel vomitable lugar existe. Por desesperante que parezca, permitiéndosenos la
libertad de pecar de pesimistas, es verdad.
Si los sueños son la única forma de evadir este mundo agonizante y
escabullirse hacia otro completamente distinto, afortunados son aquellos que
pueden hacerlo desprendiéndose de la piel, una, para encontrarse lejanos a la
zona de confort y encontrar una piel, otra, mórbidamente distinta.
Por desgracia, debo insistir una vez más, no todos gozan
de dicho privilegio.
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