domingo, 16 de septiembre de 2012

Mortuus somnia

por P.I.G.

Una oscuridad absoluta reinaba en la habitación de la pequeña Lorelei, las sabanas blancas desaparecían en la penuria de la noche. El viento soplaba vertiginosamente y los enormes cristales parecían derrumbarse sobre la estancia de la niña. Nada en absoluto era visible, a menos claro que el estruendoso azote de los relámpagos iluminara momentáneamente la pequeña posada, dibujando en el piso una siniestra figura de blancos y grises tenues. A penas se lograba observar su piel blanca y fría; sus ojos apagados y en su rostro un gesto tímido que en la niñez encierra tristeza y soledad.

Del otro lado de la ventana era exactamente igual, oscuridad, penumbra, inmensas capas de neblina que cubrían el cielo y que obligaban a los transeúntes a caminar a tientas por sobre el asfalto.

Cosa extraña había ocurrido en aquel lugar donde los rayos de luz existían posiblemente sólo en los sueños de aquella niña; los días alegres y brillantes se habían transformado en eternas vigilias que durante la mañana eran grises y durante la noche, si es que se podían diferenciar, eran negras, inmensamente negras.

¿Cuál era pues aquel lugar en cuyo ambiente se respiran disolutos recuerdos, donde la zozobra se convierte en una pesadez incesante y donde, desde hace ya muchas vidas, nadie ha vuelto a escuchar una sonrisa en el aire?


Desechos, enfermedades, destrucción, caos, no hay esperanzas para un lugar como éste, y en realidad poco le preocupa a los que allí habitan.

Tal vez se trata de un paraje desconocido, tal vez las experiencias humanas hayan sabido de él en tiempos anteriores al recuerdo, o tal vez ni siquiera existe y sólo se trate de una estúpida creación que se origina a menudo en la mente humana. Sea cual fuere la respuesta, aquel desfiladero de emociones estaba ahí, en el exterior, del otro lado de la ventana, a fuera de la tenebrosa habitación de la pequeña niña. No había porqué preocuparse…

Reinaba una extraña paz en su lecho, un sospechoso silencio convertía la habitación en un desierto infinito, lleno de sueños (desafortunados, sí, sólo sueños), de pensamientos que se escapan y se esfuman; de extraños horizontes plagados de bondades que la vida jamás dispone para los mortales.

La pequeña dormía profundamente, podría escucharse su respiración si el viento no azotare desesperadamente en los muros. Pese a la imposibilidad del momento, y de ahí la complejidad de éstos, los sueños escapan fuera de la mente y se proyectan en las paredes como pequeños dibujos, crudos y repugnantes, por extraño que parezca, pues recordemos que se trata de los sueños de una niña.

Inesperadamente, aún dormitando por las escasas horas de descanso, cruza el umbral un enorme espejo que sirve como entrada principal, le llama y le pierde en universos extraordinarios.

Lorelei camina por lugares desconocidos, ruinas privadas de la belleza, escombros de vidas anteriores; todos los paisajes son tristes y desolados, todos muy semejantes a los que existen del otro lado de la ventana. ¿Es que acaso la imaginación se encuentra encerrada en aquel pernicioso mundo y no le es permitido trascender fuera de él?

Lorelei camina, sigue caminando.

A los costados, no muy lejos del sendero marcado por extrañas líneas curvas, se aprecian cientos de enormes piedras con formas rectangulares. Lo que posiblemente fueron lirios y flores antiguamente, ahora son sólo residuos que llenan de aromas fétidos al ya de por sí irrespirable aire del lugar.

Su vestido blanco, que reflejaba la tenue luz de la luna, se sacude con el aura. Sus pies desnudos sangran a cada paso sobre las filosas piedras, lágrimas tristes recorren sus mejillas. No obstante no habla y mantiene su mirada fija en el infinito, sólo camina, sin ruidos ni sollozos.

Cientos de sombras la rodean, pasan a su lado estrepitosamente, algunas chocan con ella y detienen su paso, otras hablan en voz baja y, con acentos extraños, la señalan. Las risas sardónicas que se desprenden de aquellos grotescos labios inmediatamente se difuminan sin antes deformarse en profundos ecos.

Lorelei está sola, ahora podemos apreciar la desesperación en su rostro. Sus ojos cristalinos reclaman algo, los labios se llenan de sangre. Cubre su cuerpo con sus brazos; quiere escapar pero es imposible, aquellas sombras le detienen.

¿Por qué está ahí? ¿Por qué la inocencia de un niño debe perderse en la putrefacta creación del hombre?

Aquellas lágrimas, que dejan entrever una diminuta luz, extraña en este lugar, caen con fulgor sobre el suelo y retumban en los jardines sin flores, en los ríos sin agua, en el mundo sin vida, en el sucio concreto de los cementerios.

No es un sueño, sus pies en verdad sangran, las lágrimas ya han humedecido su rostro; escucha las voces cerca de ella, y las frías manos de aquellos que le impiden correr en verdad le hieren.


No es un sueño, insistimos so pena de no entorpecer el fluir de estas letras; no fue el umbral del sopor lo que cruzó al perderse en la inconsciencia, fue la ventana que la separaba del exterior. No es otro mundo, es su mundo y a diario ha de lidiar con él. Para ella (ya para nadie) existe salvación. Incluso en los sueños, en la incesante somnolencia de una niña, aquel vomitable lugar existe. Por desesperante que parezca, permitiéndosenos la libertad de pecar de pesimistas, es verdad.

Si los sueños son la única forma de evadir este mundo agonizante y escabullirse hacia otro completamente distinto, afortunados son aquellos que pueden hacerlo desprendiéndose de la piel, una, para encontrarse lejanos a la zona de confort y encontrar una piel, otra, mórbidamente distinta.


Por desgracia, debo insistir una vez más, no todos gozan de dicho privilegio.

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