por P.I.G.
Seamos lo suficientemente claros para evitar caer en esos
posos petulantes que los seres humanos llaman malos entendidos: mi mano me
satisface más que tú.
Es obvio que el paquete completo de carne es preferible al
calor momentáneo de una autoflagelación sexual, pero dadas las circunstancias
en las que nos encontramos tú y yo, en donde de por medio se encuentran el
tiempo, el espacio, la desidia, el rencor y la larga lista de posibles razones
por las cuales no estamos juntos, he de tener que hacer el amor con mi incondicional
extremidad.
Porque, obviamente, no dejaría de hacerlo a diario, como lo
he venido haciendo durante los últimos no sé cuántos pinches años, sólo porque
no estás aquí, y para ser sincero lejos de mí la idea de salir en busca de
alguien más.
Claro, la mano carece de sensibilidad y de sentimientos,
patrones indispensables en toda relación humana, cuyo objetivo sea el pleno entendimiento
y posible unión de formas de vida, para lo cual, siempre te lo dije y no me
canso de repetirlo, no estoy hecho.
Pongámosle nombre: matrimonio; pongámosle adjetivo: pinche.
¿Entendido? Mi mano, a diferencia del grueso de la población femenina (y
masculina para que no comiences a formular tus estúpidas ideas de que soy un
misógino pervertido) no quiere casarse, no piensa en matrimonio, pero sí
piensa, claro que lo hace; tan piensa que sabe cuándo, cómo, dónde, para qué,
por qué y bajo qué riesgos.
Qué putañera idea más burda: casarse con alguien con quien
ha estado atado y estará por el resto de su vida, so pena de que sea mutilada,
lo cual (puta mierda) me privaría para siempre de aquella herramienta que lo
mismo sirve para masturbar, que para escribir, que para comer, acariciar, fumar
o exprimir un limón.
Y dado que no tengo razones para ocultar nada, debo confesar
que mientras escribo esto, una mano hace lo propio, mientras que la otra, la
efectiva, la presente en todo momento cuando se necesita, está realizando
aquella labor titánica que no te atreverías siquiera a intentar.
Haciendo uso de las analogías tan detestadas por ti, bien
podría creerse que mientras pienso en ti estoy teniendo sexo con otra persona;
infidelidad moral, infidelidad física, infidelidad infiel, si gustas, pero ¿en
verdad te atreves a compararte con mi mano?
Bien, cuando no corto las uñas o dejo que la mugre se
acumule puede tener un aspecto desagradable, pero nadie es perfecto, ni tú
cuando pasabas días sin bañarte… Olvidemos eso.
Podría hacer una extensa apología de mi mano y encontrar
sobradas técnicas para hacerla sentir la extremidad más deseada de todas
cuantas existen en este mundo, pero al buen entendedor pocas palabras: ella
sabe cuál es el trato y estoy seguro que jamás se negará a completar la tarea
que por ley de la naturaleza le corresponde.
Además tampoco es para tanto, en determinado momento que te
pusieras en el jodido plan de mujer ofendida, bastaría con recordarte los
interminables favores que le quedaste a deber a mi entrañable amiga, o más
específicamente, a los cinco amigos de mi entrañable amiga: los dedos.
Y podría ir más a fondo y decir exactamente qué dedo y
exactamente a dónde fue a parar, pero trataré de evitar en todo momento las
concepciones gráficas para no parecer un cerdo frente a ti, bueno, lo de frente
a ti es una insinuación pendeja y burda considerando lo lejanos que estamos el
uno del otro; lo de cerdo… nada me encabronaría más en estos momentos que
explicártelo, ¿vale?
Hace algunos ayeres llegó a mi mente, cual ave que se posa
sobre una roca sólo para descansar las alas y de inmediato retomar el vuelo,
una idea suicida pero interesante, donde desde luego estarían implicados todos
los personajes habidos y por haber de esta historia: tú, yo, mi mano, tu
trasero, el refrigerador bien abastecido quincenalmente, tu trasero de nuevo,
un limón, la pluma, la libreta y el televisor.
Ahora es el momento de agradecer que ese asqueroso pájaro no
se haya quedado a descansar por más tiempo en la roca, pues hubiera sido un
suicidio el guarecer bajo el mismo techo mano, trasero, refri, pluma, un limón,
libreta, televisión, trasero otra vez, tú yo.
Además, te soy sincero, esto me ha servido demasiado a razón
de que ahora puedo dividir los hemisferios de mi cuerpo y hacer con la una lo
que ya sabes y no pretendo volver a repetir, y con la otra tomar el libro,
tomar la pluma, bajar la palanca del baño, apretar los botoncitos del control
remoto, destapar una cerveza, cortar una cebolla, rascarme la nuca, taparme la
boca al bostezar, lavarme los dientes, darle el chingadazo al niño cualquiera,
abrir la puerta, exprimir el limón, tallarme los ojos, subir, bajar la
bragueta, tomar un martillo y asesinar a alguien en casos sumamente extremos.
¿Ves cuán independientemente puedo ser, incluso de tu
persona y de tu trasero y de tu modus vivendi y de ese sexo que parecía más un
interrogatorio al desnudo, ya que en todo momento no dejabas de hacer preguntas
sin la más mínima importancia? Pues heme aquí tan independiente como mis manos
me lo permiten.
¡Ah cierto! Mi mano no habla… por ahí deberíamos empezar.
En fin, si al leer esto aún piensas que no te amo, pues bien
por ti, jamás estarás más cerca de la realidad, porque no te amo y no pretendo amarte,
y bajo una terapia de esta envergadura no busco otra cosa más allá que liberar
esa tensión acumulada en la otra mano.
Pero que no te ame tampoco significa que te odie, y por
ello, para calmar tus seguramente a estas alturas alebrestados ánimos, me tomaré
la molestia de darte un consejo: escribir es un bello pasatiempo… ja ja ja eso
es todo.
No soy bueno para ello, pero lo que sí es que siempre
deberías procurar aplicar y llevar a cabo concienzudamente y muy a menudo ese proverbio
callejero que reza: “Siempre mantén las manos ocupadas”.
Yo, de eso estoy seguro y a la mierda quien piense lo
contrario, parece que lo hago muy bien; ambas manos trabajando en diferentes
labores: la una escribiendo, deleitándose con el movimiento sexy de la pluma
que deja huella en la blancura virgen del papel, y la otra, la experta, en el vaivén
de ese lindo baile llamado masturbación.
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