domingo, 19 de agosto de 2012

Tres palabras


Por: Martín Soares.

Ella caminaba sobre la banqueta viendo las baratijas de los aparadores. Yo regresaba de hacer unas compras y desde lejos pude distinguir su fino cuerpo entre el mundo de gente que siempre abarrota la ciudad. Su suéter azul descolorido, sus tenis viejos y esos risos que sólo ella podía tener me saludaban a lo lejos, me advertían su regreso al país y a mi vida. 

La última vez que la busqué, sus amigas me dijeron que se había ido a Uruguay. Qué diablos se fue a buscar allá, me preguntaba todos los días, pero nunca pude obtener una respuesta. Con ella nunca tuve certeza de nada, era espontanea, era una mujer inusual. Un día me invitó al zoológico de la ciudad, ella que amaba tanto a los animales. Ya en el zoológico me comentó el plan que tenía: liberar a las aves. Yo no podía ayudarle en eso, era una locura hacerlo por todos los problemas que nos acarrearíamos. Me negué todas las veces que me insistió y por fortuna al final sólo fuimos a sentarnos frente a las jaulas, mientras ella recitaba un fragmento de un poema en portugués.  

Tenho ódio à luz e raiva à claridade 
Do sol, alegre, quente, na subida. 
Parece que a minh’alma é perseguida 
Por um carrasco cheio de maldade! 

Durante su ausencia me dediqué a vivir. Salía con los amigos, trabajaba todos los días, salía con otras personas, visitaba a mi familia, es decir, cosas rutinarias que me impidieran pensar en ella. Logré ausentarla de mi mente justo los tres años que se fue, pensé que ya había superado nuestra relación, sin embargo aquella ocasión en que la vi de lejos todo regresó inmediatamente. 

Recuerdo que al llegar a mi casa dejé todas las cosas sobre la mesa y en seguida llamé por teléfono a Liliana, su gran amiga. No debía sonar como desesperado, así que primero le pregunté si iría por la noche a la fiesta de Erica. Me respondió que no, que había surgido algo en las últimas horas que le impedía ir a la fiesta. Al momento supe el nombre del impedimento: Hortensia. Le comenté que acababa de ver a Hortensia en la calle. Liliana se quedó muda por un instante, no sabía qué responder, pero entre titubeos me hizo la aclaración de que Hortensia había regresado hacía dos semanas, que no sabía cuánto tiempo se quedaría ni en dónde vivía, así que no me ilusionara en verla. 

Luego de esa charla me senté impávido en la cocina. No podía creer la grosería de Hortensia. Se había ausentado tres años y ahora no quería ni saludarme, ni verme. Ella y yo teníamos una historia, aún existía, o al menos yo sentí eso, un lazo que nos unía. Nadie puede borrar una historia en tres, cinco o diez años; la historia buena o mala siempre quedará ahí porque el recuerdo es una cicatriz  invisible que todos en este mundo llevamos.  

En ese momento no podía esconder mi enojo. Me sentía defraudado, llegué a pensar que el día de su regreso yo sería el primero en verla, que llegaría a mi casa y me pediría hospedaje y hasta el momento no me había hablado, ni siquiera para saludarme.  

Acomodé las cosas que había comprado con la furia rondándome la cabeza, luego me metí a bañar para ir a la fiesta de Erica. A pesar del baño y de los planes que tenía ese día, Hortensia continuaba ahí.  

Tenía que pasar a recoger a una amiga a su casa, la había invitado desde dos semanas atrás y aunque ahora no tuviera ganas de salir, debía cumplir con lo ya acordado. Pasé a su casa, la esperé un momento y luego partimos a la fiesta. En el transcurso mi amiga se la pasó hablando de un nuevo libro que acababa de comprar; la verdad es que ni el nombre del titulo escuché, estaba perdido en generar las posibles causas por las cuales Hortensia no me había buscado aún.  

El ambiente era bueno en la fiesta. Las risas, los gritos y el baile se veían por todo el departamento de mi colega Erica. En la fiesta casi todos nos conocíamos ya que habíamos cursado juntos la universidad; luego cada quién encontró su trabajo, pero en la fiestas nos volvíamos a reunir. Casi estábamos todos los del grupo 456, aquellos que cursamos juntos el cuarto semestre. Sólo faltaban Adela y Martha, un par de chicas que se fueron a radicar a Tampico; el buen Antonio que murió después de salir de la universidadLilian, la cual había tenido un imprevisto y Hortensia que se encontraba hace apenas unos días en Montevideo y que ahora quién sabe dónde estaba. 

No me sentía con animo de estar ahí, pero ya había invitado a mi amiga y al parecer ella se estaba divirtiendo. Pasé de plática en plática, de persona en persona sin tener algo bueno para decir ni algo bueno que me interesase escuchar. A lo lejos veía que mi amiga ya estaba ebria y bailaba con Martín. Me acerqué a ambos y le dije a mi amiga que era hora de irnos; ella con un gesto me indicó que no tenía ganas de irse y Martín, muy abusado, le dijo que él mismo la llevaría a su casa. Por fin me podía ir a recostar un momento, poner algo de música tranquila y en el sillón olvidar todo de una vez. 

Al llegar a mi casa, puse Tres palabras de Brad Mehldau Trio; me serví un vaso con agua y encendí un cigarro. Era el momento de relajarme y dejar pasar todo. Ella debía salir de mi cabeza otra vez. Después de mucho tiempo de no haber convivido juntos, la había desechado, era inmune a su recuerdo, pero ahora llegaba como huracán que ataca la costa; no sabía qué hacer 

Cuando el cigarro estaba casi por acabarse el teléfono sonó. Sabía con certeza que era ella, siempre la he presentido, estamos ligados de una forma que me es difícil de explicar porque siempre que ella pasaba por algo feo y desgarrador yo lo sentía, sentía su felicidad, sabía de sus disgustos y sobre todo la presentía antes de que me hablara por teléfono o que llegara a mi casa. 

El teléfono sonó y lo dejé sonar. Tres palabras ocupaba el pequeño departamento y tres palabras navegaban mi cabeza: cómo me gusta. Cómo me gusta Hortensia y siempre me gustará, pero esta vez no contestaré, tal vez mañana la buscaré o tal vez nunca, no por lo ocurrido hoy, sino por todo el pasado. Puedo vivir con la cicatriz; verla y sentirla a veces no me hace daño, pero ya no más tristezas, ni alejamientos, ni corazones rotos. Y con tres palabras acabaría lo que con tres palabras había comenzado: ya no más.      

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