por P.I.G.
Manuel se encontraba, como el resto de los seres humanos,
tranquilamente desperdiciando su vida en aquella oficina que siempre la había parecido
una extensión de su hogar (y hasta cierto punto lo era), vigilando que todo en
ella estuviera en orden.
Sentado en esas típicas sillas viejas que rechinan con cada
movimiento, frente al computador, que para la ocasión servía como su único
acompañante, sorpresivamente el silencio fue interrumpido por el sonar del teléfono. Voz gruesa, voz tétrica: “Tu
esposa está teniendo el mejor sexo de su vida con otro hombre… en tu cama”.
El tiempo se detuvo y la sangre comenzó a correr
aceleradamente hacia su corazón, como intentando dar una señal generalizada al
cuerpo: hay que ir inmediatamente y acabar con ambos. Sin detenerse, por favor,
a pensar en nada.
La ira hizo presa de este ser cuya existencia podría valer lo
que vale patear un bote vacío de cerveza: nada. Pero el hombre envuelto en ira
deja de ser hombre.
Ese rencor característico del ser humano permeaba en cada
uno de sus pasos, en cada uno de sus suspiros.
¿Cuándo, cómo y por dónde salió de la oficina? No interesa
saberlo, lo hizo y ahora se dirigía a su casa contaminado por las locas ideas
de una venganza que inexorablemente habría de llegar.
Claro, para ello era necesario cruzar media ciudad; tal dos
o tres horas, tiempo suficiente para que su enemigo volviera a hacerle el amor
a su mujer, tomara un baño, tomara un refrigerio y saliera por la puerta
grande, como torero triunfante del ruedo.
Ella podía acomodar las sábanas, disipar los olores,
recogerse el cabello; una limpieza íntima y listo, como si nada ni nadie
hubiera pasado por ahí.
Maldita sea la hora en que se le ocurrió aceptar ese trabajo,
alejado por mucho de su hogar. Cualquiera tendría tiempo de sobra para llegar e
interrumpir la escena de pasión intestina, pero él, ¿él?
Para siquiera intentar desquebrajar esa escena de amor y
deseo tendría que abordar el Metro, transbordar, tomar el autobús, rogar porque
el tráfico no fuera tan perverso como suele ser, y para acelerar el paso tomar
un taxi.
Pero el odio del ser humano, tanto como el amor, goza de la
debilidad que permite la ceguera y por ello el tiempo y el esfuerzo para llegar
serían ceros a la izquierda. Lo importante era llegar, ja, lo importante.
“Maldita perra”, gritaban sus demonios interiores. ¿Por qué
engañarlo? Un hombre es engañado por su mujer por miles de razones, entre las
cuales puede destacar la impotencia sexual, la falta de dinero, la escasa o
nula atracción física, o el desacato mental que pregonan el 90 por ciento de
los seres humanos.
Consiguió zafarse del caótico ir y venir de los lagartos
anaranjados y correspondía subir al autobús. Esta vez no cedería el asiento a
nadie, no le importarían las ancianas o las mujeres con niño en brazos; tenía
su propio apocalipsis mental y ello le carcomía al punto que ni siquiera podría
desprenderse de él un acto de fraternidad para con los demás.
A todo esto, ¿quién diablos se atrevió a interrumpirle en su
jornada?, ¿quién era aquél que se tomó la molestia de avisarle sobre la
actuación de su mujer y un hombre desconocido? Alguien, supongo, lo
suficientemente enterado de la vida de los demás y con tiempo suficiente para
enterarse del caso y dar aviso al tercer involucrado.
En fin, la furia se elevaba conforme avanzaba el reloj;
quedarse atorado en la inmensa ciudad, bajo un sol inquisidor y rodeado del
ruido ensordecedor que encuentra eco en el asfalto, no hacía más que elevar el
tono de su enojo.
Su corazón se agitaba,
el sudor comenzaba a correr por su frente y luego por sus mejillas; esa maldita
camisa almidonada asfixiaba el cuello y esa corbata hacía más doloroso el
castigo.
Callen al bastardo niño que llora; disminuyan el volumen de
la música, y ese idiota que insistentemente aprieta el claxon, que alguien lo
mate.
Por fin, el último tramo del camino. Seguro aquel hombre ha de
estar violando la intimidad de su habitación y de su sacrosanto hogar. Esto no
lo perdonará nunca; no volverá a quedar en ridículo frente a nadie, menos de
una forma tan vil.
Manuel baja intempestivamente del autobús; empuja a todo
aquél que se cruza por su camino. Tendrá
que tomar el taxi si quiere ahorrarse unos minutos, aunque no así unas monedas
que tanta falta le hacen.
“¿Qué tal el día?”, pregunta el taxista. Manuel no contesta;
en realidad siempre ha detestado que un desconocido intente iniciar una charla
nada más para hacer menor tedioso el viaje. ¿Qué ganas con platicar con un
completo extraño?
Qué tal el día, todo iba bien hasta que sonó el maldito
teléfono. No contesta a la pregunta, su mirada se pierde a través del cristal
del auto; mira a esa gente que camina sin preocupaciones cuando él, adentro de
esa chatarra verde, se desgarra las entrañas de pensar en lo que ha estado
pensando durante estas últimas horas: su mujer teniendo el mejor sexo del mundo
con otro hombre.
Baja y el primer paso fuera del taxi es catatónico; sus
extremidades tiemblan y con justa razón. El taxi deja tras de sí una cortina de
humo que cubre por completo a Manuel; no le interesa, tampoco le interesa haber
olvidado el portafolios con las facturas dentro del taxi.
Miserable vida la de él…
Bien, camina con toda la determinación que un despojo de ser
humano puede tener. Busca las llaves dentro del saco, las encuentra pero no
sabe cuál es la indicada para abrir. En otras circunstancias abriría sin
problema, pero esta vez hay sentimientos humanos de por medio y bajo ese
esquema de acción el hombre puede no siempre actuar correctamente.
“Maldita perra”, repite en sus adentros. Las manos le
tiemblan y su mente comienza a inundarse de infinidad de escenas carentes de
toda relación las unas con las otras.
Lo cierto es que la estrangulará tan pronto haya terminado
con aquel cerdo que se atrevió a entrar a su alcoba y tomar el cuerpo de su
mujer para satisfacer sus deseos sexuales más bajos.
Abre, golpea, destroza todo a su paso; va directo a su
habitación.
“Tu esposa está teniendo el mejor sexo de su vida con otro
hombre… en tu cama”, sí, eso es lo que dijo la voz.
“La voy a matar”… torpemente sube las escaleras, atraviesa el
pasillo angosto cuya iluminación es una broma de mal gusto. Se planta frente a
la puerta, estira la mano pues pretende empujar despacio; opta por derribarla
con una patada… la sangre se aglutina en el corazón, las ideas se aglutinan en el
estómago tal vez… maldita sea, maldita sea, mil veces maldita sea… Manuel no
tiene esposa.
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Foto tomada de e-vocacion-amarga.blogspot.com
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