Alejandro
Amado Frausto.
Las sirenas eran el indicio de
ir en la vía correcta. Necio
Ulises que nos mandó taparnos
los oídos y él, amarrarse
al mástil. Nosotros nunca las
oímos y él nunca pudo desatarse.
Nos perdimos.
(Jesús Baldovinos, Bitácora)
Resultaba una
incitación indómita la antigua casa de la Señora Monreal. La vieja Monreal
simplemente había desaparecido. Marcos aseguraba que la puerta del último piso
conducía a otra dimensión; la que no tenía balcón, la que sólo era una puerta y
nada más. Una puerta que no llevaba a ningún sitio era el lugar por donde se
había ido la vieja.
Nosotros solo pensábamos que era
extraño que la puerta no condujera a ningún lugar. Siempre permanecía cerrada.
Sólo la vimos abierta una tarde de octubre. La vieja se sentó en su mecedora y
observó apaciblemente la luna. El balón se quedó quieto, nosotros dejamos de
jugar y ocultos tras la ventana de la casa de Marcos –que era donde podíamos
ver mejor la insólita escena– alcanzábamos a escuchar el tenso rechinar de la
mecedora.
Una tarde de invierno, sabiendo de la
ausencia de la Señora Monreal, Marcos decidió averiguar el secreto que
encerraba esa puerta enfrentando los reproches de varios de nosotros. Y
entramos a la casa. Sólo Miguel y Natalia decidieron quedarse afuera, por
precaución, dijeron. Nosotros sabíamos que era por el mismo miedo que a
nosotros nos corroía las entrañas, a todos, menos a Marcos.
El cielo comenzaba a incendiarse como
cada tarde cuando el sol se oculta. Y allanamos la morada. Entrando, en la
planta baja había muebles cubiertos con sábanas blancas, lo cual significaba
que la Señora Monreal no volvería en un largo tiempo. Había cuatro puertas: la
primera conducía a la cocina que aún conservaba ese olor a galletas caseras; la
segunda era la del baño, el cual estaba impecable, como si lo hubieran aseado
ese mismo día; la tercera llevaba al patio trasero, pero estaba cerrada. Por
las ventanas pudimos ver que en ese patio había un naranjo que no sabíamos que
existía. Las naranjas se pudrían en el árbol. Nosotros queríamos bajarlas.
La última puerta al parecer llevaba al
sótano. María y yo nos negamos a que Marcos la abriera. Él, obstinado, me arrojó
al suelo en el forcejeo y María ya no pudo hacer nada por detenerlo. Para
nuestra fortuna la puerta tenía seguro. Hubiésemos odiado acompañar a Marcos al
sótano.
Subimos al siguiente piso, el cuál
estaba prácticamente vacío a no ser por una antigua cama. Un gato negro que
nunca habíamos visto dormía sobre ella. Polito, el hermano menor de María,
quería asustarlo. Marcos lo detuvo, Polito lo dejó en paz.
Subimos al segundo piso el cual estaba
cubierto por una densa capa de polvo: en ese piso solo estaba la mecedora de
aquella noche con luna. Había una ventana que daba al patio trasero, desde
donde pudimos ver más cercano el naranjo. Las naranjas aún estaban lejos, ni aun
estirándonos alcanzaríamos la más cercana. Pero en este piso también estaba lo
que buscábamos, la razón de que estuviésemos allí, acompañando las manías de
Marcos y, en cierto modo, alimentando las nuestras: la puerta que no llevaba a
ningún sitio.
Marcos necio en que la puerta conducía
a otra dimensión, a algún lugar excepcional e inexplorado, quizá de cielos
púrpura y flores negras, donde todo fuera silencio y no escuchara ni su propia
voz, sólo silencio. Era osada su valentía o tal vez una brillante estupidez, el
caso es que tenía los ojos incendiados. Intentamos hacerlo entrar en razón,
pero él, dogmático como es, no se doblegó y decidió salir por ella. Abajo ya no
estaban Miguel y Natalia, al parecer se habían cansado de esperar.
Marcos cayó al abismo de su locura en
un tiempo de 0.6 segundos; la acera frenó los 9.81 metros sobre segundo al
cuadrado. Se abrió la cabeza. De ella brotaron un puñado de mariposas color
rojo policromático, mariposas semitransparentes.
Las mariposas se dispersaron en
diferentes direcciones. La mayoría iba rumbo al crepúsculo. Una mariposa,
singular por su mancha negra en el ala izquierda, voló hacía nosotros. María
lloraba y no se dio cuenta de su ascenso. Polito lloraba no tanto por la muerte
de Marcos, más bien por el llanto de su hermana.
Yo no daba crédito a lo que pasaba.
Veía desconcertado cómo la mariposa subía y llegaba hasta nosotros. Se posó sobre
las manos de María. Ella dejó de cubrir su rostro y tallar sus lagrimales;
observó la mariposa en su mano y sus ojos parecieron incendiarse de la misma
sed que tenía Marcos. Esbozó una ligera sonrisa y la mariposa voló, se adentró
en la casa. Polito, que la vio posarse
sobre las manos de María, intento atraparla. Ella lo eludió y se paro
astutamente en la parte más alta de la ventana. Parecía observar el naranjo y
ahí se quedo un par de minutos. Bajó volando sobre las escaleras, llegó hasta
la cama y se posó sobre el gato, éste se despertó e intentó alcanzarla. La
mariposa lo esquivó y bajó lentamente a la planta baja. Nosotros envueltos en
curiosidad la seguimos, incluso el gato. Se detuvo sobre la puerta trasera,
nuevamente parecía ver el árbol.
La mariposa cruzó velozmente la
estancia y salió por una rendija de la puerta frontal. Abrimos la puerta,
frente a ella se encontraba el cuerpo dislocado de Marcos, su cabeza abierta,
brazos y piernas destrozados. Parecía flotar en un estanque de aceite color
púrpura. La mariposa no reparó en él. Sigilosa, siguió una ruta que tenía
trazada, voló por encima de la casa y la perdimos de vista, pero sabíamos a
donde iría, por eso regresamos a la casa y nos plantamos frente a las ventanas,
frente al naranjo.
Enseguida llegó la mariposa y se posó
sobre una de las naranjas buenas, de las más apetitosas por su color
sobresaliente. Una mariposa amarilla venía detrás de la nuestra, se paró sobre
la misma naranja. Hicieron una danza de hermosos aleteos, de ternura sugestiva
entre aleteos y, tras esos aleteos, hicieron el amor. La noche crecía y las dos
mariposas envueltas en una luminosidad desconcertante se alejaron rumbo a lo
que hace unos minutos era el crepúsculo.
Salimos de la casa. La noche se tiñó
mucho más negra de lo acostumbrado. Las luces rojas y azules de la ambulancia
nos daban en la cara. Veíamos los rostros despavoridos de la gente. Nos sentimos
tranquilos. Sabíamos dónde estaba Marcos y lo único en lo que podíamos pensar
era en esas extrañas mariposas de una especie que nunca habíamos visto y no
hemos vuelto a ver.
Juraría que vinieron de ese lugar del
que hablaba Marcos, de cielos púrpura y flores negras, donde todo es silencio y
él no escucha ni su propia voz, sólo el silencio.
Cuando se llevaban el cuerpo, María soltó algunas
palabras, las últimas que alguien le ha escuchado: la puerta funcionaba al
revés.
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