jueves, 1 de marzo de 2012

La dama de los ojos negros


Martín Soares.

A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto,
y de pronto toda nuestra vida se concentra en un sólo instante.
Oscar Wilde.

Hemos salido esta noche en busca de unos tragos. Tomamos mi auto viejo para dirigirnos a un bar en la periferia de la ciudad, recomendado por la novia del estúpido de Said. No sé si realmente deseábamos beber hasta caer por tanta embriaguez o sólo para encontrar chicas. Aunque para mí esta última idea no se me hacía del todo interesante a esos hijos de puta les encantaba imaginarse rodeados por féminas ebrias y fáciles.

Llegamos al pequeño local. Era bonito, las paredes de color azul, las mesitas un poco altas a pesar de los bancos, un rocola con buena música, no nos podíamos quejar de estar ahí. Pedimos la primera ronda y comenzamos a hablar sobre la vida y sus sinrazones.

«Es realmente triste la forma en cómo afrontamos la vida. Somos unos perdedores». Manuel se expresaba de tal forma porque acababa de perder su empleo y su mujer. Lo habían abandonado por  borracho y drogadicto. No podía vivir sin cinco porros  al día, ese fue el motivo principal para que su mujer optara por dejarlo. Después de afrontar la soledad tomó el camino de la bebida a una velocidad impresionante. Se emborrachaba todos los días, se gastaba el poco dinero que tenía y obviamente no iba a trabajar, el motivo principal para ser despedido.

«Perdedores lo somos, de eso no hay duda, pero somos los mejores en eso. A mi parecer no hay ningún problema con estar de este lado de la vida. Miren, el pendejo de Javier acabó su carrera como arquitecto, ahora está trabajando y ganando los pesos, ese cabrón se está haciendo rico y viaja con todos los gastos pagados, a mí no me gustaría tener esa vida» Así se expresaba Said, el hombre más estúpido, egoísta y conformista que haya conocido. Su historia es un poco más sencilla. Trabaja en un hotel, no sé realmente que haga, sólo sé eso. No gana mucho dinero, no tiene una relación estable, bebe cuando quiere –casi diario– y lo peor es que aún vive con su madre.

Cuando hablan de esas cuestiones yo me mantengo al margen, sólo escucho, no tengo una postura sobre eso. La vida me importa un pito, yo hago mis cosas y ella hace las suyas y ni quién se inmute por ello.

La primera ronda se acabó, luego la segunda y la tercera. Me sentía a gusto en ese lugar a pesar de toda la gente que había. De las niñas con minifalda moviéndose por ahí, tan sexys, tan… sin embargo, mis acompañantes necesitaban dirigirse a otro sitio, ¿cuál era su motivación?, no lo sé, sólo dijeron vámonos de este lugar, busquemos otro más cómodo.

Pagué la cuenta y nos fuimos a toda velocidad. Paramos en una tienda de parias, pedimos algunas cervezas y continuamos nuestro camino. Conducía bajo las instrucciones de mis acompañantes, íbamos en busca de algún sitio donde hubiera cervezas a buen precio y sobre todo mujeres. Fueron alrededor de veinte minutos de ida y vuelta por las calles del pequeño poblado hasta que encontramos el lugar perfecto.

No recuerdo el nombre de aquel bar, tal vez no lo tenía. Bajamos del auto e ingresamos. Pedimos más cerveza y continuamos con la plática, ahora enfocada a las desgracias familiares. Manuel inmediatamente confesó que su esposa salía con otro, con un abogado o algo por el estilo. Eso no le preocupaba tanto, conocía a ese tipo de personas, lo peor de la sociedad, así que se hacía sentir mejor con comentarios despectivos al abogadillo.

Aquí fue cuando perdí la cuenta de las cervezas. El mesero iba y regresaba con botellas y nosotros por fin íbamos alcanzado el punto máximo de embriaguez, el estar sin hablar, el estar simplemente viendo lo que pasaba en aquel lugar. Said no dejaba de ver a una mujer de aproximadamente cuarenta años que bailaba con su amigo –o esposo–. Era una chica alta, de cabello negro y con unos ojos hermosos, unos grandes planetas oscuros en aquella palidez del universo de su rostro. Creo que todos estábamos viéndola en cierto modo, sus movimientos nos dejaban impresionados, pero el hombre con el que bailaba nos veía cada vez más con una fría y desquiciada mirada.

Yo opté por salirme del bar un momento. Salí para tomar un poco de aire, para fumar un cigarro. Contemplaba la triste noche de aquel pueblo sucio y viejo, bastardo, maloliente, el peor lugar del mundo para vivir y festejar. Las patrullas pasaban a toda velocidad, los tiros se escuchaban a lo lejos, las prostitutas en la esquina intentaban calmar el frio con los brazos cruzados. Cuando observaba todo eso salió Manuel, me pidió un cigarrillo y continuamos con la contemplación de la podredumbre.

Al regresar al interior del bar vimos a Said bailando con la hermosa mujer. Nos sentamos en nuestro sitio y contemplábamos de nuevo la sensualidad atrapada en ese cuerpo. Al terminar la canción los dos se dirigieron a nuestra mesa. La chica pidió más cervezas, ella pagaría la siguiente ronda. Hablaba mucho, de eso sí me acuerdo claramente. Sobre su familia, sobre su trabajo, sobre su falta de amistades –nos dejaba en claro que el hombre con el cual bailaba era sólo un colega del trabajo–. Nosotros asentíamos con la cabeza, no queríamos hablar mucho o mejor dicho no podíamos hablar mucho, el alcohol nos lo impedía un poco y otro tanto nuestra timidez.

Maribel –así se llamaba– nos interrogó sobre nuestras vidas. Nosotros respondíamos fríamente, ninguno de los tres ahondaba en explicaciones. Al parecer eso le gustó porque luego nos invitó a una fiesta, según ella,  no tan lejos del bar. Aceptamos rápidamente y nos largamos.

En el camino pasamos por más cerveza. Ahora conducía bajo las órdenes de Maribel, sentada junto a mí. Era mi copiloto, la que daba las instrucciones para llegar a la fiesta. Todos íbamos borrachos, seguíamos sin hablar, hasta ella había entrado en ese punto, sólo escuchábamos Love me or leave me con Lester Young. Maribel movía su pie izquierdo al ritmo de la música, parecía que se sentía tranquila a pesar de estar con tres desconocidos. Ni siquiera habíamos preguntado si le gustaba el jazz, la pregunta oficial para toda persona que quisiera unírsenos.

– Ustedes parecen ser hombres inteligentes. Esa música sólo la he escuchado en las películas donde todos aparecen con un traje bien mono, con copas de vino y esas cosas –

– No se trata de ser inteligentes para escuchar un buen jazz. Simplemente es escucharlo – decía Said desinteresado y hasta molesto.

– Pero… cómo la entienden – Maribel preguntaba al exterior. No se refería a ninguno, le preguntaba al aire que íbamos dejando a toda velocidad, aún con el movimiento de su pie. El jazz se iba apoderando de ella.

– No se trata de entenderla, sino de sentirla – por fin hablaba, por fin me dirigía a ella en toda la noche. Ese olor suyo me entraba por todos los poros de mi cuerpo, se apoderaba de mí y ya quería entablar una conversación sólo con ella.

Maribel no preguntó más. Todos callados mientras la trompeta de Davis salía por las ventanas del auto. Nos envolvía en una atmosfera maravillosa donde el humo del cigarro formaba imágenes, donde las luces de los autos y de las sirenas bailaban al ritmo del jazz.

Por fin llegamos a la fiesta. Todos platicaban en voz baja, parecía que algo había ocurrido. Maribel se adentró en la casa, nosotros esperamos en la entrada observando con todo detalle la residencia y los invitados. Nos fuimos acercando poco a poco a unas sillas vacías, tomamos una botella de tequila y un refresco de toronja. Seguíamos bebiendo en el silencio de nuestra charla.

Unos minutos después, Manuel se quedó dormido, Said ya platicaba con una chica y yo esperaba a Maribel. Cuando llegó se sentó a un lado, todavía como mi copiloto. Me interrogó sobre los silencios en nuestro pequeño grupo, sólo alcancé a contestar que así éramos, que era una parte muy de nosotros. Luego me platicó sobre su ex marido y lo cruel que era con ella. Yo la observaba, no me importaban sus palabras porque al contemplar a aquella mujer me quedaba satisfecho, maravillado, muy pocas veces había conocido a una belleza de tal tipo.

Me invitó a bailar y me negué rotundamente. «No sé nada de los pasos, no siento esa música y por tal motivo mi cuerpo no puede moverse» contesté. Le serví otro vaso de tequila y continuó hablando. Manuel despertó, Said ya se encontraba en una habitación con su nueva conquista y Maribel… Maribel seguía a mi lado. 

El cielo comenzaba a aclararse, el día llegaba. Todos en la fiesta se habían ido, sólo quedábamos nosotros sentados en esas incomodas sillas. Ebrios hasta donde un cuerpo puede aguantar contemplábamos el cielo azul, el tenue azul del cielo matutino. Maribel se tenía que ir, así que fuimos a buscar a Said y salimos todos juntos.

La llevamos hasta su casa. Nos agradeció y me dio su número de teléfono para, según ella, hablarle cuando pudiera. Fui a dejar a mis acompañantes, se bajaron trastabillando. Me dirigía a mi casa cuando tuve la necesidad de marcarle a Maribel.

– Hola, Maribel. Soy yo de nuevo. ¿Oye puedo pasar por ti y me acompañas a mi casa? – La timidez no existía más, tenía la confianza necesaria para hablarle y para hacerle una propuesta de este tipo.

– Claro, pasa por mí y nos vamos, nos vamos muy lejos. Con tu silencio y con tu música. No sé por qué hasta ahora me lo pides, si desde que llegamos a casa de mi amiga esperaba oír eso.

Los ojos negros, los ojos color noche de pueblo derruido por la violencia y la suciedad eran míos en ese amanecer. Los amaría por algún tiempo, por un lapso de vida, de eso estaba seguro, porque yo hago lo mío y la vida hace lo suyo.

3 comentarios:

Buena historia, rica en lenguaje, aunque como siempre las mujeres mueven este mundo.

Me ha gustado mucho. Enhorabuena
José Antono

Ah, las mujeres. Nos mueven a todos a buen ritmo. ¿Qué haríamos sin ellas?. Saludos.