por P.I.G.
Ocasionalmente
una mañana de lunes me encontraba en la parada del autobús a la espera de la
llegada del transporte, cuando súbitamente me invadió un enorme deseo de no
abordar y permanecer ahí hasta que el siguiente autobús llegara. Minutos más tarde
llegó y el mismo deseo me obligó a permanecer varado en el mismo lugar.
Arribó
un tercero, un cuarto y un quinto espectro metálico, transcurrieron los
minutos, un par de horas y yo sin la menor intención de moverme, me encontraba
absolutamente estático. Algo extraño ocurría cada que veía venir la furgoneta,
unas veces atiborrada y otras veces vacía.
Y
meditaba con profundo interés: si lo hacía, si subía, si pagaba y me acomodaba
en uno de los asientos libres, mi sofocante rutina sería alimentada como cada
vez que despertaba, tomaba el desayuno y abordaba el transporte para llegar al
trabajo.
Qué
ocurría entonces. De antemano estaba conciente que conforme pasaba el tiempo se
hacía más tarde y eso implicaba un severo castigo por parte del jefe que, entre
otras cosas, me tenía señalado como el más irresponsable, imprudente e
irrespetuoso de la oficina.
Pese a
las funestas consecuencias que eso pudiera ocasionar no lo hice. No subí, no
pagué ni me acomodé en uno de los asientos libres. Por el contrario, me aferré
al asfalto y a esa agobiante idea de que el paso que diera sería semejante al
del día anterior, alimentaría mi rutina, le daría motivos para mantenerse tan
semejante al de los días previos, hecho que por demás me atemorizaba.
Entré en
un sin fin de cavilaciones sin obtener conjeturas claras. ¿A dónde me llevaría
aquel monstruo de acero que velozmente se desplazaba por las calles y avenidas
de la ciudad? Recibir el castigo, trabajar horas extras, añadir uno más a la
larga lista de puntos negativos que me encasillaban como el peor trabajador… ¿y
luego qué? ¿Lamentar lo sucedido, pedir disculpas, prometer que “no volvería a
suceder”, dormir y de nuevo despertar para iniciar con ese ciclo cotidiano?
Durante
mi estancia en aquel lugar algunas personas, extrañadas, me miraban fijamente.
-¿Está perdido, señor?- vociferaban entre dientes. Sí, lo estoy, siempre lo he estado,
porque mi camino no es ése por donde a diario transito con la mirada
extraviada. Por eso seguía ahí, impasible, mirando cómo la gente subía, bajaba,
cómo se agazapaban para alcanzar un lugar libre.
El sol
se desvaneció en el horizonte y la noche inundaba lentamente las calles. No
tenía otra opción, era tarde y era necesario volver a casa; unas cuantas
cuadras atrás y mi aposento me recibiría con la cara de siempre. Asqueroso aposento,
asquerosa cotidianeidad.
Es un
nuevo día y una vez más heme aquí, esperando de nuevo el transporte. Pasa un
autobús, luego otro y otro, no pretendo abordar, después de todo el hecho de
abordar terminaría con la rutina que he venido realizando desde hace ya varios
años: vendría hasta este lugar a esperar a que el transporte llegue, a que las
memorias recorran mi pensamiento, a tener un motivo para dar ese paso que no me
he atrevido a dar desde que empecé a trabajar en aquella oficina, oficina
donde, por cierto, yo soy el jefe.
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