miércoles, 21 de marzo de 2012

Lunes


por P.I.G.

Ocasionalmente una mañana de lunes me encontraba en la parada del autobús a la espera de la llegada del transporte, cuando súbitamente me invadió un enorme deseo de no abordar y permanecer ahí hasta que el siguiente autobús llegara. Minutos más tarde llegó y el mismo deseo me obligó a permanecer varado en el mismo lugar.

Arribó un tercero, un cuarto y un quinto espectro metálico, transcurrieron los minutos, un par de horas y yo sin la menor intención de moverme, me encontraba absolutamente estático. Algo extraño ocurría cada que veía venir la furgoneta, unas veces atiborrada y otras veces vacía.

Y meditaba con profundo interés: si lo hacía, si subía, si pagaba y me acomodaba en uno de los asientos libres, mi sofocante rutina sería alimentada como cada vez que despertaba, tomaba el desayuno y abordaba el transporte para llegar al trabajo.

Qué ocurría entonces. De antemano estaba conciente que conforme pasaba el tiempo se hacía más tarde y eso implicaba un severo castigo por parte del jefe que, entre otras cosas, me tenía señalado como el más irresponsable, imprudente e irrespetuoso de la oficina.

Pese a las funestas consecuencias que eso pudiera ocasionar no lo hice. No subí, no pagué ni me acomodé en uno de los asientos libres. Por el contrario, me aferré al asfalto y a esa agobiante idea de que el paso que diera sería semejante al del día anterior, alimentaría mi rutina, le daría motivos para mantenerse tan semejante al de los días previos, hecho que por demás me atemorizaba.

Entré en un sin fin de cavilaciones sin obtener conjeturas claras. ¿A dónde me llevaría aquel monstruo de acero que velozmente se desplazaba por las calles y avenidas de la ciudad? Recibir el castigo, trabajar horas extras, añadir uno más a la larga lista de puntos negativos que me encasillaban como el peor trabajador… ¿y luego qué? ¿Lamentar lo sucedido, pedir disculpas, prometer que “no volvería a suceder”, dormir y de nuevo despertar para iniciar con ese ciclo cotidiano?

Durante mi estancia en aquel lugar algunas personas, extrañadas, me miraban fijamente. -¿Está perdido, señor?- vociferaban entre dientes. Sí, lo estoy, siempre lo he estado, porque mi camino no es ése por donde a diario transito con la mirada extraviada. Por eso seguía ahí, impasible, mirando cómo la gente subía, bajaba, cómo se agazapaban para alcanzar un lugar libre.

El sol se desvaneció en el horizonte y la noche inundaba lentamente las calles. No tenía otra opción, era tarde y era necesario volver a casa; unas cuantas cuadras atrás y mi aposento me recibiría con la cara de siempre. Asqueroso aposento, asquerosa cotidianeidad.

Es un nuevo día y una vez más heme aquí, esperando de nuevo el transporte. Pasa un autobús, luego otro y otro, no pretendo abordar, después de todo el hecho de abordar terminaría con la rutina que he venido realizando desde hace ya varios años: vendría hasta este lugar a esperar a que el transporte llegue, a que las memorias recorran mi pensamiento, a tener un motivo para dar ese paso que no me he atrevido a dar desde que empecé a trabajar en aquella oficina, oficina donde, por cierto, yo soy el jefe. 

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