Por: Martín Soares.
Al despertarse advirtió
que había un correo nuevo. Lo vio de reojo porque todavía tenía presente el
sueño de la difunta. Pensó que era uno de los tantos mensajes basura que recibía
a diario, pero al no reconocer el destinatario se incorporó de inmediato.
Se restregó los
ojos con fuerza. No importaba en ese momento si quedaba ciego, más bien deseaba
conocer el contenido del mensaje. Acomodó la computadora que había dejado encendida
durante toda la noche y que estaba calentísima. Dio clic sobre el mensaje. El
título no había sido modificado: “Re. Vacante para el puesto de redactor”
Querido
Alfonso.
Hemos
revisado su currículum y nos hemos interesado en usted. Creemos que es capaz de
aportar grandes cosas a nuestra empresa; sin embargo, hay muchas personas en
busca del mismo puesto, así que esperamos su presencia el viernes próximo para
una entrevista con la cual podremos conocerlo más a fondo.
Por
su interés en el puesto muchas gracias. Nos vemos pronto.
Lic. María José
Pérez Zúñiga.
Leyó dos veces
el correo para identificar alguna falta de ortografía además de buscar por ahí
un elogio escondido por parte de la licenciada. Por desgracia ni elogio ni
error. Se recostó otros cinco minutos para despejar su mente y luego se levanto
de sopetón decidido a bañarse.
Se dirigió a la
sala para poner un disco de Lila Downs con la finalidad de cantar Paloma negra mientras se tallaba el
cuerpo en la ducha. Luego de conectar el Ipod y dejarlo en reproducción
aleatoria regresó a su habitación. Apagó la computadora y se regresó a la
sala. Se sentó en el viejo sillón que su madre le había regalado al abandonar
el hogar y comenzó a desvestirse.
Mientras los
calcetines abandonaban sus pies pensó a fondo en el trabajo. Redactor de una
revista de gastronomía lo inquietaba. Sabía comer, hasta lo disfrutaba, mas
nunca había pensado en escribir sobre comida. Tal vez haya escrito algo en una
libreta vieja sobre tortas o tamales… sí, escribió sobre la tan famosa Dieta T
un artículo cuando estaba en la escuela, pero ahora era diferente. ¿Cómo sería
un trabajo de escritor gastronómico? ¿Lo enviarían a un restaurante, a una
lonchería, a un bar elegante? Todas esas dudas lo sobresaltaban cuando se quitó
la playera del piyama.
Desnudo regresó
a su cuarto por la bata y las chanclas. Lila Downs cantaba Un poco más mientras él le seguía dando vueltas al asunto. Se puso
la bata y las chanclas, se metió a bañar. Al enjabonarse el cabello sonrió un
poco al recordar el chiste que Antonio le había contado ya hacía una semana,
por fin lo entendía. Se tallaba los brazos cuando imaginó el trauma que le
podría ocasionar escribir sobre comida. El estar en un restaurante comiendo
unas enchiladas verdes bajo la presión de saborearlas a fondo mas no disfrutarlas.
Tendría que concentrarse en el sabor del chile verde, del tomate, debía captar
la frescura de la crema y el pollo. Su disfrute perdería sentido. Tal vez sería
un mal trabajo ese de escritor gastronómico, se decía, pero Lila desde el otro
cuarto le gritó “estas perdiendo el tiempo pensando, pensando” Perhaps, perhaps, perhaps sonaba. Esa
extraña coincidencia le sacó otra sonrisa, luego se concentró en la ducha.
Al terminar el
baño, ya frente al espejo listo para lavarse los dientes la inquietud nació de
nuevo. ¿Qué tal si sus compañeros de trabajo eran unos reverendo hijos de puta?
Aunque la verdad es que se imaginaba a puro gordito risueño frente a las
computadoras. A personitas agradables que tecleaban una palabra y luego se
chupaban los dedos para recordar el sabor de los chiles en nogada que se
acababan de zambutir. Esos personajes regordetes de su imaginación no podían
ser unos hijos de puta, sería tierno verlos con sus chapitas y sus sonrisas de
satisfacción. Tal vez todos fueran mayores de treinta años y él fuera el más
chico por lo cual le ayudarían cuando debiera entregar un texto sobre sus
archienemigos: los mariscos, ya que era alérgico a ellos y con el mínimo
contacto iría parar al hospital.
Salió del baño y
se vistió rápido. Tanto pensar en comida le había abierto el apetito. Se le
antojaron huevos rancheros con pan y un fresco jugo de naranja. Preparar la
salsa era lo más complicado de la mañana, pero su antojo destrozaba cualquier
dificultad. Ya en la cocina, justo cuando lavaba los jitomates rememoró la
enfermedad que le causó una rica comida de bajo costo. Aquella vez ordenó bistec asado con
nopales, frijoles y un par de quesadillas, toda esa comilona por tan sólo 60
pesos más 12 del refresco. Con esa comida, que más bien era desayuno porque fue
la primera del día a pesar de que eran las dos de la tarde, le sirvió para no probar
bocado, ni siquiera tomar el café de la noche; sin embargo, en la madrugada se
levantó al baño por culpa de la terrible diarrea. Desde las tres de la
madrugada ya no pudo dormir a gusto, cada
media hora debía levantarse a toda prisa para llegar al escusado sin
problemas. El día siguiente se tomó un par de pastillas y sólo comió gelatina
de grosella. Todo el día lo pasó recostado viendo documentales de Geografía
Nacional por Youtube. ¿Qué tal si le pasaba eso mismo en el trabajo? ¿Qué
dirían? ¿Le darían permiso para quedarse en casa recostado viendo documentales
por internet como en aquella ocasión o lo mandarían a cubrir la Feria del Mole?
Abandonó una vez más todas las ideas gracias a la canción Sabor a mí de la Downs.
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