Martín Soares.
Apagó el estéreo y la casa se llenó de
silencio citadino, es decir, la música del vecino, más el tránsito, más el
ladrido de los perros y los gritos de los niños. Con ese silencio en los oídos
se sentó a devorar su plato de huevos rancheros. Tomó el libro más próximo a la
mesa y comenzó a engullir. El mayor placer que podía tener en las mañanas era
desayunar y leer. La lectura condimentaba todas sus comidas, pero en las
mañanas sentía más el sabor literario en su paladar. La novela era de un
mexicano en la cual el personaje principal es un travesti que transforma un
salón de belleza en un moridero. La historia era bastante buena, tan buena que
podía oler la falta de higiene del sitio, de las peceras, pero para que no se le
revolviera el estómago decidió dejar el libro hasta la noche y mejor se dedicó
a masticar con tranquilidad su desayuno.
Él sabía que no era de las personas
amantes de la comida. Reconocía el hecho de no tener un buen paladar,
exceptuando para lo tacos, ese sí era el único platillo del cual podía opinar a
fondo porque era un fan declarado. Tal vez en su posible trabajo no comería
tacos ni siquiera la verdadera comida mexicana, esa grasosa que se encuentra en
cada esquina de la ciudad. ¿Y si lo enviaban a cubrir las inauguraciones de
restaurantes chic donde menos comida significa mayor precio? Qué podía escribir
sobre un lugar como ese: “la ensalada es de buen gusto como el decorado”. Se
adaptaría a las comidas, les inventaría un sabor para luego mentir en el texto.
Aunque lo esperanzaba el hecho de que con sus nuevos compañeros de trabajo
saldría a comer a algún puesto callejero, por unas gorditas de chicharrón o por
una orden de tacos de canasta con el señor de la bicicleta, olvidando así las
comidas insípidas de los restaurantes costosos.
Terminó con los huevos rancheros justo
cuando deleitaba imaginariamente el picor de los tacos de canasta. Recogió la
mesa, lavó los platos sin tanta atención pero con un cierto disgusto, el mismo
de siempre a la hora de hacer dicha labor. Para él, el trabajo de lavavajillas
era el trabajo más pesado del mundo por tener todo el día las manos y brazos
mojados, oliendo siempre a jabón con cloro y además ver a diario, después del
trabajo, sus manos remojadas, de anciano. Sólo divagaba sobre el tema, nunca
había lavado más de diez platos y cinco vasos.
Pero ya que lo pensaba más a fondo escribir sobre comida era un tanto
semejante que lavavajillas, no lo entusiasmaba mucho, mas la vida es la vida y
uno debe ganársela, sacar dinero para vestirse, pagar la renta, los servicios y
la comida.
Un punto a favor sobre el posible
trabajo era precisamente el comer gratis. La revista se encargaría de todas las
cuentas mientras él comía el menú del día. Al final si el sabor era malo no
importaba porque tendría el estómago lleno. El dinero le rendiría más, mucho
más, desde el día del contrato en adelante debería borrar ese pesado gasto de
su presupuesto. Tal vez si las cosas salían bien hasta podría invitar a alguna
chica a cenar, todo por cuenta de la revista. Se daría vida de rey. Mas todo
rey sufre atentados y él como reciente monarca estaría en la mira de los
envidiosos chefs, meseros y restauranteros. Debía caerles en gracia porque si
no estaría expuesto a escupitajos en la sopa mientras los cabrones se ríen la
cocina.
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