miércoles, 28 de marzo de 2012

Disertaciones sobre un nuevo trabajo II/III


Martín Soares.

Apagó el estéreo y la casa se llenó de silencio citadino, es decir, la música del vecino, más el tránsito, más el ladrido de los perros y los gritos de los niños. Con ese silencio en los oídos se sentó a devorar su plato de huevos rancheros. Tomó el libro más próximo a la mesa y comenzó a engullir. El mayor placer que podía tener en las mañanas era desayunar y leer. La lectura condimentaba todas sus comidas, pero en las mañanas  sentía más el sabor literario en su paladar. La novela era de un mexicano en la cual el personaje principal es un travesti que transforma un salón de belleza en un moridero. La historia era bastante buena, tan buena que podía oler la falta de higiene del sitio, de las peceras, pero para que no se le revolviera el estómago decidió dejar el libro hasta la noche y mejor se dedicó a masticar con tranquilidad su desayuno.   

Él sabía que no era de las personas amantes de la comida. Reconocía el hecho de no tener un buen paladar, exceptuando para lo tacos, ese sí era el único platillo del cual podía opinar a fondo porque era un fan declarado. Tal vez en su posible trabajo no comería tacos ni siquiera la verdadera comida mexicana, esa grasosa que se encuentra en cada esquina de la ciudad. ¿Y si lo enviaban a cubrir las inauguraciones de restaurantes chic donde menos comida significa mayor precio? Qué podía escribir sobre un lugar como ese: “la ensalada es de buen gusto como el decorado”. Se adaptaría a las comidas, les inventaría un sabor para luego mentir en el texto. Aunque lo esperanzaba el hecho de que con sus nuevos compañeros de trabajo saldría a comer a algún puesto callejero, por unas gorditas de chicharrón o por una orden de tacos de canasta con el señor de la bicicleta, olvidando así las comidas insípidas de los restaurantes costosos.

Terminó con los huevos rancheros justo cuando deleitaba imaginariamente el picor de los tacos de canasta. Recogió la mesa, lavó los platos sin tanta atención pero con un cierto disgusto, el mismo de siempre a la hora de hacer dicha labor. Para él, el trabajo de lavavajillas era el trabajo más pesado del mundo por tener todo el día las manos y brazos mojados, oliendo siempre a jabón con cloro y además ver a diario, después del trabajo, sus manos remojadas, de anciano. Sólo divagaba sobre el tema, nunca había lavado más de diez platos y cinco vasos.  Pero ya que lo pensaba más a fondo escribir sobre comida era un tanto semejante que lavavajillas, no lo entusiasmaba mucho, mas la vida es la vida y uno debe ganársela, sacar dinero para vestirse, pagar la renta, los servicios y la comida.

Un punto a favor sobre el posible trabajo era precisamente el comer gratis. La revista se encargaría de todas las cuentas mientras él comía el menú del día. Al final si el sabor era malo no importaba porque tendría el estómago lleno. El dinero le rendiría más, mucho más, desde el día del contrato en adelante debería borrar ese pesado gasto de su presupuesto. Tal vez si las cosas salían bien hasta podría invitar a alguna chica a cenar, todo por cuenta de la revista. Se daría vida de rey. Mas todo rey sufre atentados y él como reciente monarca estaría en la mira de los envidiosos chefs, meseros y restauranteros. Debía caerles en gracia porque si no estaría expuesto a escupitajos en la sopa mientras los cabrones se ríen la cocina.

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