martes, 31 de enero de 2012

Tragicrónica


por P.I.G.

La noche se hizo para recorrerla centímetro a centímetro, para disfrutar de ella, para gozarla, para sentirla, para beberla y hartarse y ensimismarse en su manto misterioso. La noche es el escondite predilecto de los que le temen a la vida rutinaria, a la mecánica del día siguiente, a la contaminación quizás, pero también al ambiente risueño de los que viven sólo por vivir.

Salir del hogar, de noche, es siempre un reto, un tablero cuyas piezas no tienen un movimiento predeterminado; un volado donde no existen solamente dos caras. La noche es el principio o el fin, la noche es la continuación, la segunda parte de la película, el inicio o el detrás de cámaras.

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Caminas con una idea clara: escapar, no hay más. Buscas en tu bolsillo y tienes los recursos suficientes para hacerlo; una cartera semillena o semivacía, una cajetilla de cigarrillos, una brújula imaginaria, un boleto de acceso al mundo irreal, billetes falsos y es suficiente.

Lástima, no eres tan fuerte para luchar con la tentación de gastar todo lo que llevas contigo, además las personas de tu calaña creen que la diversión comienza en el momento en que es necesario comenzar a preocuparse; cómo volver, qué pretexto utilizar por si los regaños te aquejan, a quién pedir ayuda en caso de necesitarla, preguntas que guardas para después. Ahora es momento de liberarte y convertirte en un libre volador.

Cruzas el umbral, la música viene a tono con tu estado de ánimo, cada vez más lenta, cada vez más desesperante, cada vez menos luz y más ruido, nada de palabrerías. La cerveza fluye, los cigarros desaparecen junto con los recuerdos, el cansancio es mínimo pero existe. Inmediatamente tu mente se pierde, ni cuenta te has dado de que eres el único que baila solo esta noche, aunque tampoco te importa.

Ya diste el salto y ahora no puedes volver, no cuando el muro se vuelve cada vez más inalcanzable. ¡Bah! No es momento para arrepentirse. Te sumerges en su mundo, su noche, la noche que no te pertenece, noche que encuentra en tu estómago el lugar perfecto para hacer de las suyas y revolver todo: sentimientos, culpas, desamores, rencores, tristezas, melancolías, engaños, frustraciones, ego, saliva salada, cerveza hirviendo.

A dónde acudir para descargar el resultado de una mezcla tal, cuando lo único que observas son paredes tapizadas de negro terciopelo. Te aferras a cargar con el cúmulo de extravagancias, es la cruz que tienes pensado cargar hasta que el cuerpo reviente. En todo caso te crees lo suficientemente fuerte para no ser tú el primero en hacerlo, a no ser que quieras ser el centro del espectáculo, un espectáculo escatológico que nadie tiene interés en apreciar.

Te miras en el espejo de los demás, tu rostro ya no es el del ser que busca escapar, ya no mantienes la frente en alto, ya no te pareces al de hace unas horas, ya no puedes fingir y tus ojos te delatan. Estás agotado, pero no encuentras el momento adecuado para huir, escapar del escaparate, qué ironía.

Sales a la calle, has vuelto al asfalto, respiras hondo pero tus pulmones están más preocupados en mitigar la pesadumbre del tabaco digerido que en llenarse de aire puro, aire nuevo. El sabor que inunda tus papilas gustativas no es el mejor; prohibido besar, prohibido hablar a no ser que sea para suplicar que te permitan entrar de nuevo al lugar, esta vez para pedir te regresen los billetes que olvidaste en la barra.

Imposible, "si sales ya no entras", es la ley de la vida. Desgracia la tuya pues no sólo se trata de papel con valor simbólico, también has olvido o perdido tu único abrigo, la única piel que te permitiría sortear las inclemencias del frío azotador.

Demasiado tarde, cegado por el efecto soporífero de la cerveza decides esperar, sentarte a que todo concluya allá adentro y puedas por fin acceder con la falsa esperanza de que tanto tus billetes como tu abrigo estarán ahí, esperándote, como perros fieles que permanecen inmóviles hasta que su dueño venga a por ellos.

Pierdes tiempo, tiempo vital, insistes, nada. Sabes que lo que está adentro, tu dinero, tu abrigo, tu noche, tu energía, se ha perdido para siempre. Por fin tomas la decisión de partir no sin antes lanzar una maldición, de las más sinceras tal vez, pero que nadie escucha, a nadie le interesan las palabras de un indecente como tú.

Caminas, o lo intentas al menos, imposible; abordar un taxi y que el conductor se apiade de ti y te deje lo más cerca posible de tu hogar es la única salida en este laberinto. El crédito se termina con las escasas monedas que llevas contigo, con esa cantidad no llegarás lejos y lo sabes. El viaje será expreso, pero al menos te servirá para pensar en un plan B, o en un plan A, pues éste es solamente un impulso de supervivencia, no es algo planeado con alevosía.

Efecto cerveza, además del mareo inexorable también el deseo inalterable e incontrolable de orinar. Hacerlo dentro del taxi es un suicidio gratuito. Añadir un nuevo espectro a esa maraña de porquerías que ya viajan por tu estomago es lo único que te queda, retenerlo lo más que se pueda. El viaje iba a ser pequeño, es pequeño, pero en condiciones así parece un viaje por las calles del mundo cuyos semáforos te recuerdan los retretes más blancos y limpios que hayas conocido en tu vida.

Bajas, pagas el viaje, cierras la puerta, no precisamente en ese orden. Corres tanto como tus frágiles piernas te lo permiten. Eureka, punto de encuentro, un poste con una luz parpadeante debajo de un puente. Antes de culminar, en el momento justo en que tu bragueta sube y tu mano cae, recuerdas que eres presa fácil de los monstruos de la noche: putas, vagabundos, policías, ladrones, asesinos, con suerte alguien como tú, y a eso tendrás que sumarle tu escases de dinero y que ya no cuentas con tu abrigo, qué mierda.

Abordar el último autobús es la única opción que te puede salvar la vida, encontrar uno a estas horas es el problema, pero lo intentas de cualquier forma. Por desgracia estabas tan entretenido divagando sobre las mil formas de orinar y deshacerte de la cerveza en tu cuerpo, que no reparaste en que el taxi te dejó al menos un tanto lejos de tu primera escala.

Ahora sí que hay motivos de sobra para temblar. Correr, correr como los cobardes o como los valientes que se saben atrapados y emprenden la huida para volver más tarde en busca de venganza. Quizá lo primero se asemeje más a lo que ahora estás reducido, pero todo es válido mientras sea tu vida la que se salve de ser devorada por los hijos de la noche.

Subes el puente, corres, corres, no has llegado a la mitad de la pendiente cuando lanzas el prefacio de lo que seguramente será un vómito monumental. Cuántas cosas pasan por tu cabeza en ese momento, tal vez ninguna, todo se centra en tus piernas, tu respiración y un autobús que tal vez esté a la espera del último pasajero: tú.

Aceleras, llegas a la cima y ahora sigue la parte más fácil, bajar. Coordinas tus movimientos con tu mano hurgando en los bolsillos. ¿Con cuánto dinero dispones luego de la jüerga? Tal vez lo suficiente, tal vez menos.

Llegas al lugar donde se supone estaría con el motor rugiendo aquel camión cinco estrellas con un asiento tapizado en tela suave reservado para ti, esperando a que abordes, te acomodes y te sumerjas en un sueño del que sólo despertarías al llegar a tu hogar. Maldita sea, no hay nada, ni microbuses, ni combis, ni nada, sólo seres que se mueven al compas de la música, que inhalan thiner, que recorren sus genitales con las manos sucias, entes que escupen, que gritan, que aúllan.

Y se percatan de tu presencia, no te puedes quedar ahí pero tampoco puedes ir a otro lugar. Estás perdido, perdido en un lugar que por las mañanas parece al menos un tanto más vivible, pero es de noche y la noche todo lo transforma.

El frío se acentúa, estás acabado y no hace mucho te has dado cuenta de ello. No vas a morir aquí, eso es un hecho, pero al menos hoy formas parte del ejército de los no vivos, de los que son presas de sus propios excesos y los que no tienen la suficiente capacidad para sobrevivir al manto asfixiante de la noche.
Es hora de recurrir al último recurso: matar las horas que quedan hasta que llegue el alba pensando en las respuestas idóneas, ésas que no permiten margen de error, respuestas para las preguntas que hace unas cuantas horas tiraste por el inodoro. Cómo volver, qué pretexto utilizar por si los regaños te aquejan, a quién pedir ayuda en caso de necesitarla. Preguntas que a estas alturas resultan estúpidas, más aún las respuestas.

Ya que el mundo se vino abajo puedes darte el lujo de comprar un cigarro más, el último. Te sientas a lado de un puesto ambulante con servicio las 24 horas, enciendes a tu único amigo, lo aspiras, lo escupes, repites el procedimiento unas diez veces y cierras los ojos. Qué mierda (otra vez), tu amigo ha muerto… hasta los cigarros tienen final.

1 comentarios:

Al final solo, me gusta es crudo pero real...Chingóoon