jueves, 20 de febrero de 2014

Pueblo, yo te pertenezco

Marcela se empolvaba la cara para salir. Su novio, un estudiante canadiense de intercambio, la esperaría en el auditorio para escuchar a Cristina Morentes, una cantante famosa de fado. Ese tipo de música le era indiferente, sólo deseaba salir a platicar con James. Se puso una blusa color rosa y un pantalón negro. Se amarró el cabello a manera de chongo en la coronilla de la cabeza y antes de salir se echó una última mirada en el espejo. Se vio fea.

Tomó el metro para llegar. En el mismo vagón viajaba una indígena triqui con su niño en las piernas. Su manto colorido le recordaba a Marcela el mantel que una tía le había regalado el día que se fue a vivir sola. Aún guarda ese obsequio y lo saca de vez en cuando, en ocasiones donde no hay invitados importantes.

La tía de Marcela era una antropóloga reconocida en todo el país. Los trabajos de investigaciones que había realizado habían aportado grandes beneficios para la comunidad triqui de Oaxaca. Ángela Marín se caracterizaba por sus bellos ojos verdes y una rubia melena que podía dejar desconcertado a cualquier hombre. Todos, cuando la veían llegar, pensaban de inmediato que su nacionalidad era extranjera; sin embargo, casi siempre al final de la charla, contaba la historia de su padre con lo cual demostraba que era más mexicana que el nopal.

Su padre había llegado en un buque llamado Mexique que lo transportó de España a México. Llegó al puerto de Veracrúz, luego pasó por la Ciudad de México y terminó en Morelia. Estudió, trabajó y luego se casó con una mexicana. Anacleta Ramírez, mujer indígena mazahua, nació en el pueblo Los guajes. Era una mujer de estatura media, de amplias mejillas y unas pantorrillas que volvían loco al rubio Antonio.  

Justo en la entrada del Auditorio Nacional ya se encontraba James. Un joven de veintinueve años. Rubio y ojos azules. Alto y delgado. Ese porte de extranjero dejaba fascinada a Marcela siempre que lo veía. Lo identificaba con un actor estadounidense que había visto en una película cuando tenía ocho años. Lo saludó con un beso cercano a la boca. El canadiense se sonrojó. Juntos entraron a la sala y se sentaron. A su alrededor la gente iba llenando el lugar para escuchar las tristes letras de la fadista. Marcela, con un inglés de muy mala calidad, comenzó a explicarle al extranjero datos esenciales sobre el público mexicano.

Uno de los datos donde más hizo énfasis fue en los tradicionales aplausos mexicanos. Este país, le dijo, se caracteriza por aplaudir por cualquier cosa. Si el evento es pequeño o grande el público aplaude. Si es una mala actuación o un mal músico, aun así aplauden. Al extranjero le hizo un poco de gracia que ella confundió con burla. Guardó silencio y remató con una breve pero fuerte sentencia: no son como tú.

El primer viaje de Marcela al extranjero fue a España. Su madre la llevó cuando tenía quince años, fue su regalo de cumpleaños. Su madre la llevó a museos, durmieron en los mejores hoteles y le inculcó que ese país era su patria. La niña quedó maravillada por la arquitectura de Barcelona y por el acento español. Durante su viaje intentaba imitar ese dialecto característico de los madridista, pero por desgracia nunca pudo hacerlo a la perfección. Cuando algún ibérico le preguntaba por su nacionalidad ella respondió bajito que chilena. Algunos nativos le creían, otros identificaban su acento.

La fadista salió al escenario e interpretó Povo que lavas no rio. Marcela le tomó la mano a James. El canto de la fadista llenó el ambiente del gran recinto. La tristeza se podía percibir en el rostro de la cantante lusa. Ese rostro le trajo un recuerdo a Marcela: la muerte de su madre. Con una leve inclinación del labio, su madre le había pedido que no vendiera la casa de Michoacán. Doña Amalia soltó dos breves lágrimas que Marcela no limpió. Besó su frente y le pidió perdón. Luego de dos meses de la muerte de su progenitora, Marcela vendió la casa.

Con el dinero de esa venta se pagó un mes de vacaciones por Europa. Visitó pocos lugares porque su estadía en Madrid le había consumido todos sus recursos. En ese lapso por fin pudo imitar el acento y comenzó a comportar como una española. Sin embargo, el dinero se esfumó, no encontró empleo y tuvo que volver a su país. Le esperaban deudas y más deudas. Como pudo volvió al trabajo al que había renunciado antes de partir de vacaciones y comenzó nuevamente su vida. El acento madridista no lo dejó en Europa.

James salió en silencio del concierto. Marcela limpiaba sus lágrimas e intentaba mejorar su peinado. Invitó a cenar a James. Él la rechazó. Necesitaba regresar a su hotel porque debía hablar por teléfono con unos amigos. Ella en un español chilango le dijo que no le creía. James no entendió nada. El canadiense tomó un taxi a su hotel y ella regresó en metro. Pocos pasajero. Un olor a mugre invadía el vagón.

Al llegar a su casa puso agua para tomar té. Fue al espejo y comenzó a desmaquillarse. Atenta seguía el desplazamiento de la toalla húmeda por su rostro, la cual dejaba al descubierto su verdadero color. Tanto maquillaje la hacía parecer más enferma que bonita; sin embargo, el rechazo a su tono de piel le había hecho caer en ese exceso. Todos los días se lamentaba no haber tenido el color de su abuelo, el rubio Antonio. Maldecía a su madre y a su abuela, las indias, las negras. Sus rasgos que parecían más de un guerrero azteca que de una princesa europea le repugnaban. Derramaba un par de lágrimas que se llevaban la pintura tras de sí. La poderosa mandíbula estaba tensa. El odio relumbraba por sus ojos. Terminó su labor justo cuando la tetera anunciaba el fin de su labor.  


Gustavo Y.

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